Por Jaume Sanllorente. Blog Planeta Solidario. Es martes, 24 de marzo, las doce del mediodía. Rafique, de 34 años, está trabajando en una construcción cercana al slum de Bombay en el que vive, Chedda Nagar, en Govandi (una de las zonas más pobres e insalubres de esta ciudad de más de 20 millones de habitantes, en la que casi un 30% vive en la extrema pobreza).

Cada mañana él y varios de sus vecinos esperan al borde de la carretera para que un capataz los contrate.

Pertenece a la minoría islámica. Vive con sus padres, su esposa y sus dos hijos, Fatima y Fayzan, en una minúscula chabola de chapa y uralita: diez metros cuadrados sin luz eléctrica ni agua potable.

Hace casi dos años que los pequeños acuden al parvulario de Sonrisas de Bombay. Cuando la Fundación conoció esta familia, Rafique iba a pactar con una mafia para que sus hijos recogieran  basura en el vertedero de Deonar, uno de los más grandes del mundo, y así aumentar los ingresos familiares. El parvulario ofrece educación, nutrición y seguimiento sanitario a los pequeños, así como una monitorización exhaustiva de la situación familiar para poder dar apoyo en momentos necesarios.

Los parvularios de la organización llevan días cerrados, al igual que todos los centros académicos del país. Varias trabajadoras de la organización están yendo hoy, casa por casa, para darles mascarillas y hablarles de un virus, de nombre extraño, que ha empezado a hacer estragos en países lejanos.

“Eso no nos afecta”, dice un contundente Rafique una vez regresa del trabajo, “Me comentó un compañero que es un virus para ricos porque sólo lo han cogido políticos blancos y chinos millonarios”. Otro vecino, dice que ha escuchado que el alcohol imposibilita la transmisión.

La esposa de Rafique está muy preocupada por la nutrición de los pequeños, ahora que el parvulario está cerrado. El sobrante de esa comida, que todos los días se llevan a casa en un pequeño táper los pequeños, es el único alimento del que toda la familia dispone cuando Rafique no encuentra trabajo.

Esa noche, varios vecinos se agolpan en la puerta de la única choza del barrio que tiene televisor. El primer ministro anuncia el cierre absoluto del país durante 21 días como medida de prevención necesaria para impedir el COVID19 prolifere. Rafique cree que no le han entendido bien. Algo así ni puede ser posible. ¿Cómo vivirá si no puede trabajar?

Los vecinos corren en estampida. La mayoría de ellos ha decidido regresar andando – trenes y autobuses han dejado de funcionar con efecto inmediato – a sus pueblos natales donde, al menos, no les faltará un plato de arroz de algún vecino y los gastos no serán tan elevados como en Bombay.

La esposa de Rafique se rinde al pánico colectivo y empieza a empaquetar. Las carreteras amanecen con filas larguísimas de miles de ciudadanos saliendo despavoridos de la ciudad. En una de ellas avanza Rafique con cuatro bolsas hechas de ropa y los pocos enseres de los que disponen.

El equipo de Sonrisas de Bombay está intentando contactar con Rafique desesperadamente. Su familia es la única con la que no han conseguido hablar después el anuncio de Modi. Queremos decirle que no huyan, que la única manera de frenar el virus es no exponerse a él, que la organización cubrirá la comida y lo que necesiten esos días. Pero es demasiado tarde. Rafique y su familia avanzan hacia un futuro incierto al igual que las personas que abarrotan la carretera que va hacia Nagpur, emigrantes internos que suponen el 10% de la fuerza económica del país y que ahora ven peligrar sus existencias.

“En nombre de Alá te lo suplico, regresemos a Bombay” – implora la esposa de Rafique al ver cómo su suegra desfallece y apenas puede avanzar. Finalmente, la familia da media vuelta en sentido contrario y regresa a su chabola.

Al llegar a Bombay, la profesora de los pequeños, trabajadora de Sonrisas de Bombay, les está esperando en la puerta de su choza. Les dice que en un par de días les abasteceremos con arroz, lentejas y productos de higiene para que puedan vivir el confinamiento.

El número de casos en el país ha doblado en apenas dos días, en parte debido a la concentración ilegal religiosa de más de 4000 personas pertenecientes a Tablighi Jamaat. “Todo es culpa de los malditos musulmanes”, grita alguien desde fuera de la chabola mientras lanza una piedra. Rafique, desde dentro de la choza, escucha asustado al grupo de radicales hinduistas que se arremolina alrededor de la chabola. Él y su familia está siendo, como tantos otros, foco de la islamofobia y el racismo que estos días está aflorando en el país.

El  gobierno ha anunciado una partida 23.000 millones de dólares para todas aquellas personas que viven bajo el umbral de la pobreza y que cuentan con cartilla de racionamiento, pero la opinión generalizada es que las medidas aportadas hasta ahora son insuficientes. Por otro lado, está por ver si las infraestructuras sanitarias – bastante precarias en cuanto a hospitales públicos – podrían resistir una posible explosión de casos de coronavirus en el país.

Mientras que la OMS recomienda un médico para un ratio de 1000 personas, India cuenta con uno cada 1450, pero este número incluye los carísimos hospitales privados que tienen las grandes ciudades y a los que sólo una minoría puede acceder. Si nos centramos únicamente en los centros públicos, este ratio es de poco más de un médico para 11.000 ciudadanos.

Los días van pasando y el primer ministro Modi anuncia que el confinamiento se alarga hasta el 3 de mayo. A no ser que se adopten unas medidas económicas de apoyo a los sectores más vulnerables sin parangón en la historia del país, va a ser muy difícil sostener la situación y las víctimas a causa de la hambruna pueden superar a las víctimas a causa del COVID19.

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