“Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de los Cielos”. Esta frase de Jesús, la primera de las bienaventuranzas, que a su vez son la Carta Magna del Evangelio, ha sido posiblemente la frase que como un surco arrebatador ha atravesado desde hace dos mil años y sigue atravesando hoy, el espacio y el tiempo de este mundo en el que vivimos, sacudiendo, provocando, transformando, toda cultura y toda civilización. Es seguramente la sentencia más sabia, la promesa más revolucionaria, y la esperanza más fuerte que jamás se haya oído y que jamás se oirá.

  • “Bienaventurados -es decir, dichosos- los pobres en el Espíritu porque de ellos es el Reino de los cielos”. Arranca así el Sermón de la Montaña. Muchos intentaron memorizar cada una de las nueve bienaventuranzas ese día, a la orilla del lago de Galilea. Seguramente todos aprendieron, o mejor dicho, apresaron en su corazón, la primera de ellas: Bienaventurados los pobres en el Espíritu.
  • Algo había intuido de esta sabiduría de Dios para los hombres los profetas, como Sofonías, cuando clamaba “Buscad al Señor los humildes”. Algo habrían intuido los salmistas que cantaban los sentimientos de dolor y de esperanza del pueblo elegido cuando se decían a si mismos: “El Señor hace justicia a los oprimidos, da pan a los hambrientos, abre los ojos al ciego”.
  • ¿Y los primeros cristianos? Enamorados de las bienaventuranzas, bien sabían, como decía San Pablo a los Corintios, que entre ellos no destacaban los sabios, ni los ricos, ni los poderosos, sino que “lo necio de este mundo lo ha escogido Dios para humillar a los sabios, y lo débil del mundo para humillar a los poderosos”.

Todos intuimos lo que significa esta frase. Aún así, seguramente para eludirla, o para que el golpe de su azote no dañe nuestra conciencia existencial, seguimos preguntando: Pero, ¿quiénes son los pobres de espíritu? ¿los pobres de espíritu no son los pobres materiales? ¿Aunque yo sea rico, o al menos no sea pobre, puedo ser “pobre de espíritu”, y por tanto feliz, bienaventurado? Creo que la mejor manera de responder a esta pregunta es hacerse otra pregunta: ¿conoces tu algún rico que sea feliz? O más incisiva: ¿Te hace a ti feliz tu poca o tu mucha riqueza?

  • Y es que, queridos hermanos, tendríamos que aprender a mirarnos pobres. La cuestión no es dejar ser ricos para ser pobres, sino dejar de creernos ricos y empezar a darnos cuenta de que somos pobres. Claro que todos somos pobres. Somos pobres porque somos limitados. Somos pobres porque somos pecadores. Somos pobres porque sufrimos. Somos pobres porque somos mortales.
  • Esta es la mirada humana, profunda, limpia, verdadera, que recupera la riqueza esencial del marginado y excluido, la de su infinita dignidad como hijo de Dios, y la farsante e injusta desproporción de esta riqueza con sus carencias.
  • Es la única mirada radical que iguala al que tiene con el que no tiene, y que hace irresistible la reacción, de puro dolor, que a la vez extirpa del pobre su miseria y del rico su arrogancia.
  • Es la mirada que implora el pobre. A veces es lo único que coincide entre lo que pide y lo que realmente necesita. Saber amar es saber mirar, y saber mirar es saber amar.
  • Es la mirada la que desvela la superficialidad, falacia, inconsistencia y frugalidad de lo que normalmente llamamos no se si riqueza, pero si seguridad, calidad de vida, o bienestar. Cuando ninguna de estas legítimas aspiraciones es capaz de llenar el verdadero anhelo de felicidad humana.
  • Nos bastaría esta mirada para acariciar el tesoro que siempre es la riqueza del otro, para adquirir el atractivo de la solidaridad, que es el de bajar a la mina de esas pepitas de oro puro, limpias del barro de las riquezas, pero escondidas y enterradas en los suelos de la marginación y la miseria.
  • La santa Madre Teresa de Calcuta lo explicó mucho mejor: A los ricos les falta de todo, porque siempre están insatisfechos y tratan de poseer cada vez más. Los pobres viven con serenidad. Cuando los ricos empiecen a compartir lo que tienen con los pobres, encontrarán la serenidad que andan buscando como locos, y que su dinero no les puede dar.
  • Un pequeñito libro, ya clásico, titulado “Sabiduría de un pobre”, de Éloi Leclerc, pone en boca de Francisco de Asís esta confesión: Queremos siempre añadir un codo a nuestra estatura, de una u otra manera. Tal es el fin de la mayor parte de nuestras acciones. Aun cuando pensamos trabajar por el reino de Dios es muchas veces eso lo que buscamos, hasta que un día, tropezando con un fracaso, no nos queda más que esta sola realidad desmesurada: Dios es. Descubrimos entonces que no hay más todopoderoso que Él, y que Él es el solo Santo, el solo Bueno. El hombre que acepta esta realidad y que se goza hasta el fondo de ella ha encontrado la paz. Dios es, y eso basta. Pase lo que pase, está Dios, el esplendor de Dios. Basta que Dios sea Dios. Sólo el hombre que acepta a Dios de esta manera es capaz de aceptarse verdaderamente así mismo.
  • Ese hombre somos tu y yo, si aceptamos que somos pobres de espíritu, es decir, si aceptamos que la bienaventuranza sólo nos viene de Dios, cuando la felicidad sólo se alcanza cuando se busca el Reino de los Cielos.
  • (HOMILÍA DEL DOMINGO IV DEL TIEMPO ORDINARIO – CICLO A, 29 enero 2017)