En el día en que celebramos a los Santos Inocentes, recordamos como el Papa Francisco nos pide que completemos la defensa de la vida ante el drama del aborto en el el contexto del abanico completo del crimen contra la vida humana desde su concepción hasta la muerte natural:
En en su exhortación apostólica Evangelii Gaudium, lo dejo bien claro: “No debe esperarse que la Iglesia –dice el Papa- cambie su postura sobre esta cuestión. Quiero ser completamente honesto al respecto. Éste no es un asunto sujeto a supuestas reformas o modernizaciones. No es progresista pretender resolver los problemas eliminando una vida humana”.
Es verdad que hay, eso si, una novedad en los acentos del magisterio del Papa Francisco sobre de la defensa de la vida del no nacido, en dos aspectos:
El primero: que no se limita a la denuncia de quienes lo promueven, sino en que, en palabras del Papa, “hemos hecho poco para acompañar adecuadamente a las mujeres que se encuentran en situaciones muy duras, donde el aborto se les presenta como una rápida solución a sus profundas angustias, particularmente cuando la vida que crece en ellas ha surgido como producto de una violación o en un contexto de extrema pobreza. ¿Quién puede dejar de comprender esas situaciones de tanto dolor?”.
El segundo: que él Papa se cuida mucho de no reducir la defensa de la vida humana a la del no nacido (contra el aborto), especialmente del pronosticado con discapacidades (contra el aborto eugenésico), o a la del anciano o enfermo terminal considerado una carga o inútil para la sociedad (contra la eutanasia). Con exacta insistencia defiende la vida de los millones de seres humanos que dejamos morir de hambre, de los cientos de miles de seres humanos que sufren explotación y esclavitud, y de los cientos de miles de emigrantes cuyas vidas nos son menos importantes que el bienestar de nuestro primer mundo.
Sobre este último punto, propongo esta reflexión publicada por mi en enero de 2015 en la Revista Ciudad Nueva: