SÁBADO SANTO: DE LA TINIEBLA A LA LUZ

Génesis 22,1-18; Éxodo 14,15-15,1; Ezequiel 36,16-28; Romanos 6,3-11; Marcos 16,1-7

HABLA LA PALABRA: A la luz de las velas

Cada año, en la Vigilia pascual, encendidas nuestras velas en el Cirio Pascual, que representa Jesucristo Resucitado, escuchamos las maravillas que Dios ha realizado en favor de la humanidad, la gran historia del amor de Dios:

  • Dios creó al hombre y a la mujer a imagen suya, y les encomendó el universo entero, para que, sirviéndole, dominaran todo lo creado. Y cuando por desobediencia perdieron su amistad, no los abandonó al poder de la muerte, sino que, compadecido, tendió la mano a todos, para que le encuentre el que le busca.
  • Dios liberó a los israelitas de la esclavitud de Egipto; por medio de una columna de fuego dirigía sus pasos en la noche. Llegaron a la tierra prometida por Dios, una tierra que manaba leche y miel. Y por los Profetas, como Ezequiel, los fue llevando con la esperanza de salvación.
  • Tras escuchar las lecturas del Antiguo Testamento, el templo queda iluminado por completo y voltean las campanas: ¡Gloria a Dios en el cielo y en la tierra paz a los hombres que ama el Señor! Escuchamos la epístola, y, por fin el Evangelio de la Resurrección de Marcos: Tanto amó Dios al mundo que, al cumplirse la plenitud de los tiempos, envió como salvador a su único Hijo, Jesucristo, que murió y resucitó por nosotros.

HABLA EL CORAZÓN: Él es la luz

  • Cuando hemos visto algo, cuando lo contamos, decimos que hemos sido testigos. Los Apóstoles fueron testigos de un acontecimiento único en la historia: Jesús, el Hijo de Dios hecho hombre, murió en la cruz y ha resucitado de entre los muertos. Después, una larga cadena de cristianos ha seguido proclamando a todos que Cristo está vivo y que es Dios con nosotros. Muchos niños, jóvenes, hombres y mujeres encontramos en Él la luz que guía nuestros pasos.
  • Cuando una persona no sabe qué camino tomar en su vida, decimos que anda como en tinieblas, en oscuridad. Para no tropezar necesita acercarse a la luz. Jesús es la verdadera luz. No hay sombra, por más densa que sea, que pueda oscurecer la luz de Cristo. Él es la gran luz de la que proviene toda vida. Él nos indica el camino. Viviendo con Él y por Él, podemos vivir en la luz.

HABLA LA VIDA: A la luz de las farolas

Tarde de Sábado Santo. Yo aún era diácono. Y ya conocía a Miguel, un adolescente díscolo, con dotes de liderazgo, absentismo escolar y problemas en casa. Lo primero que pensé cuando vino Miguel fue en el poco tiempo que tenía para ultimar todas las cosas de la Vigilia Pascual, y ni siquiera me extrañó al principio que estuviese tan callado. En ese momento, sin venir a cuento, empezó a llorar.

Dejé todo mangas por hombro, y me lo llevé a la calle, su terreno, donde sabía que estaría más a gusto, y no hizo falta mediar palabra para que Miguel, entre sollozos, comenzase a hablar. Su padre había llegado por fin de la cárcel. Pero su padre había vuelto y Miguel se empezaba a despertar del sueño. La vida en casa había cambiado, porque su padre no había cambiado. Era tan grande su confusión, su desesperación, que daba la impresión de que ya no sonreiría jamás. Lo que me contaba era terrible. Pero más terrible aún era su mirada, que se clavaba en mis ojos. Era como si el mundo entero me estuviese mirando y hablando a través de Miguel.

Por eso gracias a Dios yo sólo fui capaz de parar, callar y escuchar. Yo aquella noche aprendí a escuchar. Hasta pudo desahogarse descargando sobre mi sus puños electrizados por la rabia. Poco a poco se fue serenando. Al menos alguien le escuchaba, le quería, le entendía, y recibía, en silencio, los hachazos de su alma. Yo no estaba en el templo orando a la luz de una vela y a la escucha de las lecturas que recorren la historia de la salvación, pero estaba allí, a la luz de las farolas de la calle, ante aquel crucificado vivo, que me contaba la corta historia de sus trece años, una historia que debía tener mucho que ver con la historia de la salvación, que debía contar también, tal vez a través de aquellos sollozos de Miguel, con el llanto, con el grito, con la llamada del Padre Eterno, que sufre con el sufrimiento de sus hijos, y que en el misterio de ese dolor, abre la puerta de la esperanza de todos sus hijos, de todos sus amados y pequeños y pobres hijos como Miguel.

Manuel María Bru Alonso. Delegado Episcopal de Catequesis del Arzobispado de Madrid.