Compartimos este artículo publicado en eldebate.com de Juan Carlos Carvajal Blanco, profesor de Evangelización y Catequesis en la Universidad Eclesiástica San Dámaso y miembro del Equipo de Expertos de la Delegación Episcopal de Catequesis.

En cada Eucaristía, la Iglesia manifiesta su amor por todos sus hijos difuntos –e incluso por aquellos cuya fe solo Dios conoce– y ofrece la Acción de gracias de Jesucristo para que sus pecados, con sus consecuencias, sean perdonados.

No cabe duda de que el secularismo imperante va erosionando el ecosistema religioso del pueblo cristiano. No solo pone en tela de juicio su mentalidad de fe, también los comportamientos morales que inspira y las expresiones litúrgico-rituales que la celebran. En este contexto de emergencia, es natural que se acuda a cerrar las vías de agua más grandes. Sin embargo, hay algunas más pequeñas que parecen tener poca importancia; pero si, a tiempo, no se les reconoce su sentido tienen el poder de erosionar los contenidos esenciales de la fe.
No cabe discusión en que la Eucaristía es el elemento central de la vida cristiana. En ella, la Iglesia, bajo la acción del Espíritu y como esposa de Cristo, se une a la ofrenda que su Señor hace de sí para gloria del Padre y salvación de los hombres. Ahora bien, cuando hablamos de la Iglesia hemos de pensar –tal como recuerda el Catecismo en los números 954-959– en la comunión total de sus hijos: de aquellos que ya participan de la gloria de su Señor (los santos); de nosotros, lo que todavía peregrinamos por este mundo; y de los que viven un proceso de purificación en su encuentro con la misericordia del Padre (los difuntos).
Pues bien, esta comunión se hace explícita y fortalece en cada Eucaristía. En la Plegaria eucarística, después del relato de la consagración por el que el pan y el vino se transforman en el Cuerpo y Sangre de Cristo, la Asamblea litúrgica –por medio del que preside–, primero, hace memoria de los santos y pide su intercesión por los que todavía peregrinamos, y, después, recuerda a los difuntos para que dicha Eucaristía les sirva de purificación y puedan adelantar su entrada en la gloria divina.

Así, pues –como nos recuerdan los números 1371-1372 del Catecismo– en cada Eucaristía, la Iglesia manifiesta su amor por todos sus hijos difuntos –e incluso por aquellos cuya fe solo Dios conoce– y ofrece la Acción de gracias de Jesucristo para que sus pecados, con sus consecuencias, sean perdonados, y así puedan ser admitidos al banquete pascual que él mismo ha preparado en el Reino del Padre.

Profundicemos. Aunque en cada Eucaristía siempre se pide por todos los difuntos, eso no obsta para que se pida por alguno en particular. Para Dios y, por tanto, para su Iglesia, sus hijos nunca se pierden en el anonimato de la multitud. Para Él, todos ellos poseen una identidad personal y su vida un significado propio. Por eso, atendiendo las peticiones de los familiares y amigos, la Iglesia ora particularmente por un difunto, y, de un modo eficaz, ofrece el sacrificio de la muerte y resurrección de Jesucristo para que ese hijo suyo avance en el camino hacia la casa del Padre.
Desde este punto de vista, tanto para los familiares que lo ofrecen como para la Iglesia que lo recibe, el estipendio tiene un significado cuasi-sacramental. Más que un valor económico, el donativo representa al mismo fiel que –por medio de esa ofrenda– se une personalmente al sacrificio de Jesucristo. De este modo, la celebración de la Eucaristía alcanza de un modo particular al difunto por el que se ofrece el estipendio, y en el donante se aviva la esperanza cierta de que será purificado y transformado por el Misterio pascual que se actualiza en el Altar. A su vez, aunque el donativo le sirve para su propio sustento, la Iglesia, junto con sus ministros, queda obligada a mantener en la memoria a ese difunto y a interceder por él ante su Señor.