SEGUNDO DOMINGO DE ADVIENTO (B): PAZ Y JUSTICIA VERDADERAS
Isaías 40,1-5.9-11; 2 Pedro 3,8-14; Marcos 1,1-8
HABLA LA PALABRA: La justicia y la paz se besan
En este segundo domingo de Adviento, en todos los rincones del planeta donde se celebre la eucaristía dominical, se proclamará un grito de esperanza en Dios, que nos trae la paz y la justicia verdadera:
- El profeta Isaías está tan persuadido de su esperanza en la justicia de Dios que hasta la misma naturaleza se convertirá a ella levantándose los valles, y abajándose los montes y las colinas.
- El Salmo 84 canta que mientras la misericordia y la fidelidad se encuentran, la justicia y la paz se besan. Que mientras la fidelidad brota de la tierra, la justicia mira desde el cielo. Es decir, la única y definitiva justicia sólo la podemos esperar de Dios. Como decía un pensador marxista convertido al cristianismo, sólo en la esperanza cristiana se promete una justicia completa, que alcanza a todos los que hayan sido tratados injustamente a lo largo de la historia.
- San Pedro, en su segunda carta, dice que los cristianos “esperamos un cielo nuevo, y una tierra nueva, en la que habite la justicia”.
- Y Juan Bautista, el precursor del Señor, en el Evangelio de Marcos, nos convoca a la pobreza del desierto, que es el terreno de Dios por ser el ámbito de la inseguridad humana, de la perdida de su autosuficiencia, y por tanto de la búsqueda y del clamor por la justicia.
HABLA EL CORAZÓN: ¿Para que anhelar un cielo nuevo, y una tierra nueva?
- Sinceramente creo que, mientras no nos pongamos en la piel de las principales víctimas de las injusticias del mundo, no podremos entender estas promesas de la Sagrada Escritura, ni de que va esto de la esperanza en el Adviento.
- Sinceramente creo que la virtud teologal de la esperanza, incluso la que arañamos los que vivimos bajo una capa de protección familiar, eclesial y social, no nos arrancará del tedio y de la tibieza de nuestras vidas, mientras no la vinculemos a la esperanza de justicia de los empobrecidos. Y es que mientras nos refugiemos en la capsula de nuestras seguridades, ¿para que anhelar un cielo nuevo, y una tierra nueva?
HABLA LA VIDA: El clamor de los empobrecidos
Este clamor resonará de modo muy distinto en unos lugares y en otros. Un día oí a monseñor Santiago Agrelo, arzobispo de Tánger, explicar que la Palabra de Dios (por ejemplo, el salmo 15: “Protégeme Dios, que me refugio en ti”), no resuena igual en una gran catedral iluminada y con calefacción, que en una patera llena de subsaharianos atravesando de noche el estrecho de Gibraltar, esos quince kilómetros que abren la brecha social más grande de la tierra.
- Entonces, la mayoría habrá oído este clamor como una bella expresión poética, que enmarca un anhelo que más o menos todos tenemos, el de una justicia verdadera y completa. Pero con la desazón de no llegar a entender que tiene que ver la justicia con la esperanza, cuando lo que nos enseñan en este lado acomodado del mundo, y en su engaño colectivo de las seguridades humanas, es que la justicia se exige, y la esperanza se sueña.
- Pero otros lo habrán oído de un modo bastante diferente. Pensemos en los emigrantes que huyen de la miseria o de la persecución. Pensemos en los que se quedaron sin trabajo y están fuertemente endeudados. Pensemos en los que de la noche a la mañana una enfermedad incurable se ceba en la persona más querida.
¿Cómo resonaría entonces en nosotros lo de una tierra nueva en la que habite la justicia? Pues lo entenderíamos de un modo muy distinto:
- Primero desde el desagarro de la inequidad. Sólo tocando fondo en el dolor, el oprobio, el abandono, el propio o el ajeno, podremos saber en que consiste la sed de esperanza, en la que nos jugamos la vida.
- En segundo lugar, desde la experiencia de ver una luz en medio de la oscuridad. Cuando la fe y la caridad, la propia y la de los demás, de repente se convierten en razones para la espanza.
- Si no tenemos la ocasión de compartir con los empobrecidos sus inseguridades, nunca entenderemos que significa eso de “anhelar un cielo nuevo, y una tierra nueva”.
Manuel María Bru Alonso, delegado Episcopal de Catequesis