Manuel María Bru – La Razón

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No lo tuvo nada fácil Jorge Mario Bergoglio desde que fue cardenal arzobispo de Buenos Aires (1998-2013). Es más, no lo tuvo nada fácil ni siquiera antes de ser obispo, cuando fue provincial de los jesuitas en Argentina (1973-1979), especialmente ante las autoridades de la Dictadura Militar. Su gran confidente español, el Cardenal Carlos Amigo, fallecido en 2022, decía que en Bergoglio no sólo brilló siempre la cualidad jesuítica del descernimiento, sino también la de la determinación, en virtud de la cual su prudencia nunca fue excusa para dejar de ser claro y contundente, sobre todo a la hora de defender tanto a los más débiles, como a la libertad de la Iglesia ante las interesadas seducciones del poder político o económico. De hecho, como Cardenal arzobispo de Buenos Aires ya se ganó la antipatía de los lobbies empresariales estadounidenses que pretendieron, sin éxito, que participara en sus pomposas cenas “benéficas”, cuando intentaron implantarlas a Chile y a Argentina.

Desde su elección como sucesor de Pedro, y por tanto obispo de Roma y pastor supremo de la Iglesia Católica, a sus retractores norteamericanos se sumaron muchos otros, desde fuera, pero sin duda también desde dentro de la Iglesia, sobre todo en Europa. Los de fuera han intentado durante todo su pontificado contravenir su crítica al neoliberalismo desde la Doctrina Social de la Iglesia (de la cual en su pontificado no propuso grandes novedades, pero si una mayor claridad expositiva y una insistente y elocuente denuncia profética), acusándolo de “peronista”, cuando no de comunista.

Los de dentro de la Iglesia temieron ya desde antes de su elección que se tomase muy en serio la continuidad de la senda reformista de la Iglesia emprendida desde el Concilio Vaticano II, especialmente en aquellos desafíos aún en gran medida pendientes, como son la conversión espiritual de la auto-referencialidad a una Iglesia más pobre que se sitúa en las periferias geográficas y existenciales (reforma esencial), el desarrollo efectivo de la comunión en la Iglesia en su discernimiento y toma de decisiones (reforma sinodal), y su conversión pastoral del continuismo pesimista a la primacía evangelizadora desde una acogida “sin aduanas” (reforma misional). A las que hay que añadir su preocupación por el cuidado de la Creación, por el trato desigual a las mujeres en la iglesia, o por la insuficiente acogida e inclusión de divorciados, personas con discapacidad, y personas con diferentes orientaciones sexuales.

Entre sus retractores los hay de todo tipo. Algunos lo han sido del modo más vulgar imaginable, desde un burdo racismo, haciendo suyas todas las críticas posibles para engrosar el mayor escándalo: que un “sudaca” alcanzase la cátedra de la mayor autoridad moral del planeta. Otros, incontables, han sido retractores sibilinos, que de modo subrepticio han insinuado reiteradamente su desafecto, cuando no su desprecio, y siempre en voz baja, incluso con esa falsa actitud piadosa del “ahora es tiempo de rezar y esperar tiempos mejores”. No en vano, Francisco, que ha demostrado tener más espaldas que nadie para tomarse los ataques con templanza y humor, pedía siempre que rezaran por él, pero no para su mal, sino para su bien. En este grupo habría que incluir también a los silentes, entre los que se sitúan no pocos teólogos, que parece que desde el año 2013, imbuidos en sus estudios, no se hubieran enterado ni de la renuncia -ni, años después, del fallecimiento- de Benedicto XVI, ni de la elección del Papa Francisco, pues en sus publicaciones y en sus clases las citas del magisterio pontificio terminan con las del Papa bávaro.

Otro grupo es el de los combativos, mayoritariamente defensores de la ilegitimidad del pontificado de Francisco. Entre estos no pocos sacerdotes, algunos difusores en redes sociales de la petición para que se rezase por la muerte del Papa. No le han faltado al Papa tampoco obispos críticos, con o sin capelo cardenalicio, que han traicionado su más importante promesa como sucesores de San Pedro, estar siempre “cum Petro et sub Petro”, con la novedad en la historia reciente de la Iglesia de que ellos mismos estaban entre los enardecidos defensores de este principio. Personajes lóbregos y siniestros, excomulgados o no formalmente, que abiertamente se han declarado en rebeldía, o con un pie dentro y otro fuera de la Iglesia, lo han bregado a interrogatorios públicos sobre su magisterio o sobre sus iniciativas.

Más allá de está descripción tipológica, conviene ahondar en el trasfondo de algunos contextos de la resistencia a este pontificado. El primero es el contexto histórico, marcado por una polarización eclesial tras el Concilio. A un lado estaban quienes confundieron el diálogo con la cultura moderna, con una cierta asimilación de pasajeros imaginarios ideológicos. Por otro lado, estaban quienes, en su rechazo al Concilio, propiciaron un integrismo de nuevo cuño. Y en el medio la gran mayoría en pro de un sano aggiornamento de la Iglesia en este tiempo. Pero si los del primer extremo con los años atemperaron sus posiciones, los del otro extremo no sólo crecieron exponencialmente, sino que promovieron nuevos cismas. Este desafío cada vez más “desigual” fue un acicate que intentaron reconducir tanto San Juan Pablo II como Benedicto VI, pero que con Francisco requirió una urgente intervención.

El segundo es el contexto sociopolítico actual de polarización, con el auge de la extrema derecha, y el reforzamiento de su “cuota católica” integrista. Tiene dos escenarios distintos: el norteamericano con el crecimiento del movimiento neoconservador que se fundamenta en la teología de la prosperidad personal y familiar, especialmente contrapuesto a las encíclicas Laudato Sí y Fratelii tutti, y a la exhortación apostólica Amoris Laetitia. Su partener es el resurgimiento de la extrema derecha en los países europeos, con su mensaje de exclusión a los inmigrantes, mezclado con la supuesta defensa de una serie de valores tradicionales.

Pero hay un tercer contexto que en cierto modo se nos escapa, porque en realidad “se juega en otra liga”, en lo que San Juan Pablo II llamó “la lucha por el alma en este mundo”. Ninguno de los sucesores de Pedro a lo largo de la historia ha estado libre, como todo mortal, de defectos y de equivocaciones. Pero la providencia los ha puesto en la vanguardia de esa lucha en el sendero justo, a contracorriente de la mentira y de la ignominia. Al Papá Francisco le tocó poner en juego su honestidad y valentía a favor de los vientos de reforma del Espíritu a favor del buen rumbo de la nave de la Iglesia. Y en gran medida, sus retractores, mayoritariamente sumidos en la ignorancia, se dejaron seducir por la trampa contra la verdad, que bajo apariencia de custodiarla la paraliza y la desvirtúa, al despojarla de la caridad y la misericordia.

Como decía Francisco, la tradición es la fe viva que nos dejaron los que ya no están entre nosotros, pero el tradicionalismo es la fe muerta que algunos siempre se empeñan en retomar como si estuviese viva. El legado de Francisco ya forma parte de la auténtica tradición de la Iglesia, y su reforma, por mucho que a algunos les incomode, es ya imparable. Porque ha tenido la virtud no ya de contarnos, sino de enseñarnos, como el Maestro “hace nuevas todas las cosas”.

Manuel María Bru Alonso.
Presidente de la Fundación Crónica Blanca.