No deberíamos dejar que pase el verano sin ver y admirar la gran muestra del arte pictórico de El Bosco en el Museo del Prado. Lo mejor de su obra se expone hasta septiembre para deleite de miles de visitantes que alucinan al admirar el colorido, el detallismo, y sobre todo la imparable imaginación y creatividad de Jheronimus Van Aken, que nos dejo nada menos que hace quinientos años. Aunque los artistas del siglo XIX, del XX y del XXI, lo hayan considerado y lo consideren hoy, desde el punto de vista de su obra, un pintor contemporáneo. Desde luego, el mejor representante, cuatro siglos antes, del surrealismo.
Como ocurre con el 90% de las exposiciones temporales, así como de las galerías permanentes del Museo del Prado, la muestra de El Bosco se convierte en una auténtica catequesis temporal o esporádica. La razón es evidente: el 90% del arte pictórico occidental figurativo de los últimos 2000 años versa sobre temas religiosos, por no decir cristianos.
El Bosco, a diferencia de otros artistas, no concentra su obra en las narraciones bíblicas, o en los santos, aunque en la lista de las mejores adoraciones a los Reyes Magos de la pintura universal las suyas nunca podrían dejar estar. Y aunque, a juicio de alguien tan poco experto como yo, uno de sus “San Jerónimos” (San Jerónimo en oración) sea de los más bellos y expresivos que existan en la historia del arte.
Pero el Bosco tiene, también en la temática religiosa elegida, una aportación altamente original. Lo suyo está en las postrimerías (muerte, juicio, infierno, purgatorio, paraíso), y los pecados, sobre todo en los capitales. Por tanto, en la teología (y en la catequesis visual) de los Novísimos, y de la moral personal.
Quien además de ver las tablas del genio holandés, se hace con unos auriculares guía, podrá gozar de una catequesis audio-visual sobre estos temas.
No seré yo quien ponga en duda la genialidad de El Bosco, su originalidad incomparable, y la sorpresa que provocan todos y cada uno de los seres animados o no que dibuja y pinta, del que podríamos llamar deudores a todos los creativos del comic y de la animación cinematográfica. Pero si separamos esto, en la medida en que se pueda, del mensaje religioso que transmite, podemos decir que su catequesis bien merece una ulterior explicación, y no sólo porque nos distancie medio siglo de reflexión teológica y de divulgación catequética.
Por supuesto, no podemos culpar al pintor, que no ha escrito ni grabado las explicaciones de la exposición, por los textos auxiliares de la muestra. Aunque en general sean apropiados, hay alguno que merece, al menos, una benévola sonrisa de desacuerdo, como cuando al explicar la tabla de “La extracción de la piedra de la locura”, en la grabación –no así en el folleto- se dice que lo que el falso cirujano intenta extraer de la cabeza del paciente es un tulipán de lago, una especie de nenúfar para la inhibición sexual, de la que se dice en la grabación es conveniente a la moral cristiana. No se si para el puritanismo, ni para el calvinismo, pero para la Iglesia católica la inhibición sexual no es conveniente a la moral, sino en todo caso inconveniente.
Pero no son las imprecisiones de los textos auxiliares escritos o auditivos lo que importa, desde luego, para calibrar el valor catequético de esta magna exposición, sino algo mucho más interesante desde el punto de vista tanto de la historia del arte como de la historia del pensamiento cristiano. A saber, su teología de las postrimerías, como se decía antiguamente, o de los novísimos, como reza la teología contemporánea.
Si en la famosa “Mesa de los pecados capitales” no aparece el purgatorio en las representaciones de las postrimerías, no es sólo porque, colocados en los extremos del cuadro, sólo pueda poner cuatro, sino porque un autor como El Bosco que parece casi obsesionado por el cielo y el infierno (bueno, obsesionado en realidad sólo con el infierno), en ninguna de sus obras le ha dado por describir el purgatorio.
Se deleita maravillosamente en la descripción de los vicios y pecados, de las tentaciones y las seducciones, de la creación de monstruos demoniacos, mostrando como ocurre en la vida la confusión entre luz y tinieblas, fealdad y belleza, atracción y rechazo. Pero en cambio nos pinta unos paraísos sombríos, luminosos pero tenues, con elementos más que suficientes pero en comparación con sus infiernos vacíos, inicuos, aburridos, inmóviles, inadvertidos.
El efecto es demoledor porque para la teología cristiana lo admirable es el cielo, no el infierno, lo verdaderamente envidiable es la eternidad del bien, que en el pintor más detallista de la historia del arte hubiese pedido el máximo colorido, el máximo movimiento, el máximo atractivo, y la máxima originalidad y creatividad. Esta inexplicable diferencia se hace patente en toda su obra, pero basta con observarla en su tríptico más famoso, “El Jardín de las delicias”, en cuya puerta del paraíso pocas delicias quedan, concentradas todas ellas el falso paraíso entregado a la lujuria de su tabla central. El Bosco es un prodigio mostrando el principio socrático de que quien elige el mal lo hace creyendo que elige un bien, pero no pone con similar empeño su arte al servicio del fundamento de ese principio. A saber, que el bien es el verdadero (sin engaño) atractivo del hombre.
Es verdad, como ya decía el Padre Sigüenza en 1605, que esta obra muestra “la gloria vana y breve gusto de la fresa o madroño, y su olorcillo, que apenas se siente cuando ya es pasado”. Y es verdad que esta lección, en manos de un maestro excepcional de las cosas importantes de la vida que nos enseña no hablando o escribiendo sino pintando como es El Bosco, es una lección tan actual hoy como en su tiempo, y que tiene mucho que ver con la decepción que acaece al hombre de nuestro tiempo que abraza sin pensarlo el vano gusto por lo efímero que es lo único que el relativismo le ofrece como apetecible, sucedáneo de la verdad, la bondad y la belleza que se han empeñado en convencernos que no existen, no vaya a ser que los busquemos y queramos ser felices.
Pero también es verdad que la fe del cristiano le lleva a algo mucho más importante que el desvelar la inconsistencia de lo efímero, y es mostrar la consistencia de lo eterno, el valor de lo bueno, el atractivo de la verdad, la admiración de la belleza más sublime, la vida en Dios que es el verdadero Jardín de las Delicias. Y por la misma razón que me hubiese gustado ver tablas suyas sobre las virtudes, y no solo sobre los pecados, si ese jardín, el Jardín de las delicias del paraíso, lo hubiese pintado El Bosco, estaríamos ante la respuesta (y por tanto ante la catequesis) más sublime a una pregunta que ni siquiera hace falta hacerse para maravillarse con su respuesta: ¿Qué sentido tiene la vida, cuál es su destino?