SEXTO DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO: BIENAVENTURADOS

Jeremías 17,5-8; 1 Corintios 15,12.16-20; Lucas 6,17.20-26

HABLA LA PALABRA: La promesa

La Palabra de Dios nos habla de la bienaventuranza, es decir, de la descriptiva promesa de felicidad con la que Dios señala a los verdaderamente felices:

  • Para el profeta Jeremías estaba claro que el feliz era el bendecido por Dios, y el bendecido por Dios es a la vez el que confía en el Señor y pone en él su confianza.
  • San Pablo en su primera carta a los Corinitos nos dice que la verdadera felicidad está en el premio de la Resurrección, y que sólo podemos tener esperanza en él si creemos de verdad que Cristo ha resucitado.
  • Y Jesús en el Evangelio nos regala la carta magna de su predicación, al inicio del Sermón de la Montaña: las bienaventuranzas. No son mandamientos, son señales: con ellas señala quienes merecen de verdad la bendición de Dios, que son justo los que suele maldecir el mundo.

HABLA EL CORAZÓN: Habla de nosotros

“Bienaventurados, bienaventurados…”

  • Cuentan como unos leprosos que llegaban tarde al Sermón de la Montaña, esta era la única palabra que lograban escuchar. ¿Qué dice el maestro?, preguntaba el último de ellos, y el que iba el primero respondía: “creo que habla de nosotros”.
  • Como dice François Mauriac, “para ellos era este mensaje de dicha y felicidad: su pobreza se convertía en riqueza, y las lágrimas en alegría. La tierra pertenecía no a los exitosos, sino a los fracasados, no a los belicosos, sino a los apacibles”.
  • Las bienaventuranzas nos dicen que todos, absolutamente todos, estamos llamados a la santidad, es decir, a ser “auténticamente” felices, aquí en la tierra como en el cielo.

HABLA LA VIDA: Sin noticias de Dios 

A veces la providencia de Dios permite que las personas pasen por situaciones límite, a través de las cuales el mal, el dolor, e incluso la muerte, pueden convertirse en el acicate para entender que la felicidad no esta en el camino hasta ahora recorrido, sino precisamente en el camino que siempre hubiéramos considerado sólo como una desgracia. Así le paso a Fernando, un estudiante, tal y como nos lo cuenta su profesor:

Fernando era el “ateo de la clase” y yo su profesor de religión. Objetaba constantemente sobre mis palabras, sonriendo sarcásticamente. Cuando al terminar el curso vino a entregar su examen final, me preguntó en un tono algo cínico, «¿Cree usted que alguna vez encontraré a Dios?» «¡No!», le dije muy enérgicamente. «¿Por qué no?», me respondió. Dejé que estuviese a unos cinco pasos de la puerta del aula y alcé mi voz para decirle: «¡Fernando! Creo que tú nunca encontrarás a Dios… pero estoy absolutamente seguro de que Él sí te encontrará a ti.» Él se encogió de hombros y salió de mi clase y de mi vida, aparentemente para siempre.

Años más tarde supe que a Fernando le acababan de detectar un cáncer terminal. Al poco tiempo vino a verme. «Fernando, he pensado mucho en ti… oí que estás enfermo». “Sí, muy enfermo», me respondió, «tengo cáncer en ambos pulmones. Es cuestión de semanas. He venido a verle por algo que usted me dijo el último día de clase: “Dios te encontrará a ti’. Cuando notaba que el cáncer se extendía a mis órganos vitales, de verás que empecé a golpear fuertemente con mis puños las puertas del Cielo… pero Dios no salió. De hecho, no pasó nada. Insistía e insistía, pero seguía sin noticias de Dios.  Finalmente, un día pensé en usted y en su clase, y recordé otra cosa que usted nos había dicho: La mayor tristeza es pasarse la vida sin amar. Pero sería igualmente triste pasar por la vida e irse sin nunca haberle dicho a los que uno ama, que los ama. Y decidí abrirme a todas las personas que siempre habían estado cerca de mí. Fui llamándolas una a una, les pedía perdón si les había dañado a lo largo de mi vida o escuchaba como ellos me lo pedían a mi cuando los muros que nos separaban se derrumbaban al oír mi enfermedad. Entonces, sin buscarlo, fui encontrando la paz interior, ¡y me di cuenta de que ahí estaba Dios!  Ahora creo que entiendo el porqué… Dios no vino a mí cuando yo se lo rogaba. Dios hace las cosas a Su manera y a Su hora. Pero lo importante es que Él estaba ahí. ¡Me había encontrado! Usted tenía razón, me encontró aún después de que yo había dejado de buscarlo.»

Manuel María Bru Alonso. Delegado Episcopal de Catequesis de la Archidiócesis de Madrid