UTOPÍA Y REALISMO DEL DIÁLOGO

ABC La Tercera POR JULIO L. MARTÍNEZ

JULIO L. MARTÍNEZ, SJ. ES RECTOR DE LA UNIVERSIDAD PONTIFICIA DE COMILLAS ICAI-ICADE

«¿Choque o diálogo de civilizaciones? Ambos enfoques tienen razones para sostener sus tesis y hechos para apoyarlas, pero ninguno es capaz de anular totalmente al otro. Al final es una cuestión de elección moral: ¿hacia dónde queremos caminar y qué estamo

HACE 50 años Pablo VI ofreció con su encíclica Populorum Progressio una reflexión sobre el desarrollo de las personas y de los pueblos y sus implicaciones, acuñando esa frase que ha quedado como emblemática –«el desarrollo es el nuevo nombre de la paz» (n. 76)– y confiriéndole un gran valor al factor «civilización», dentro del cual entraban el conjunto de elementos que conforman la cultura, incluyendo ahí los relativos a la religión. No parece extraño que así lo hiciera la Doctrina Social de la Iglesia, pero sí llama poderosamente la atención que los analistas más influyentes sobre política internacional antes de los 90 no contemplasen ese factor como elemento significativo de las relaciones internacionales o de las cuestiones del desarrollo.

La caída del Muro de Berlín abrió un nuevo escenario para las relaciones mundiales que trajo respuestas como el influyente y controvertido «choque de las civilizaciones» de S. P. Huntington. La hipótesis sonaba desafiante: en el futuro inmediato ya no serán las tensiones ideológicas sino las culturales las que marquen las relaciones en el mundo, y ya no serán los Estados nacionales sino las civilizaciones los principales actores políticos. El politólogo de Harvard y asesor del Pentágono entendía por civilización, la entidad cultural más amplia y, dentro de ella, veía la religión como el elemento objetivo más importante entre los que la definen, toda vez que la religión acaso sea la principal fuerza que motiva y moviliza a las personas. Lástima que ignorara las contribuciones de encíclicas sociales no solo Populorum Progressio (1967), sino también Sollicitudo Rei Socialis (1987) o Centesimus Annus (1991), las cuales tenían muy en cuenta el factor civilizatorio junto al compromiso a favor de la justicia social y la solidaridad.

Actualmente ya casi nadie se atreve a ningunear la importancia de esos intangibles que dan razones a personas y pueblos para vivir y esperar en la muerte; que pueden ser una fuerza radicalmente positiva y constructiva, pero también manipulados para lo peor. Pocos se atreven a descartarlos como irrelevantes, ya sea por enfatizar los elementos de confrontación y conflicto (como cuando se pone el foco sobre la «guerra» del islamismo con Occidente), ya sea por alentar la búsqueda de cauces para «la alianza de civilizaciones» (como hizo el debilitado programa adoptado por Naciones Unidas en 2005), o por abogar, como está haciendo el Papa Francisco, por «una cultura del encuentro y el diálogo» capaz de derribar los muros que dividen al mundo y luchar contra lo que ofende la dignidad humana, tanto lo que viola los derechos humanos como lo que genera desigualdades escandalosas que dañan la vida de millones de seres humanos.

¿Choque o diálogo de civilizaciones? ¿Cuál de los dos tiene razón? Ambos enfoques tienen razones para sostener sus tesis y hechos para apoyarlas, pero ninguno es capaz de anular totalmente al otro. Al final es una cuestión de elección moral: ¿hacia dónde queremos caminar y qué estamos dispuestos a hacer para conseguirlo? Pablo VI apostó por el diálogo sin ignorar los múltiples «choques» que se producen de todo tipo y aportó muchos elementos de discernimiento para las encrucijadas de finales de la década de los 60, muchos de los cuales bien pueden ser aplicados, mutatis mutandis, a las graves decisiones que la humanidad ha de afrontar hoy. Así se ubicaba en la frontera entre la utopía y la realidad: apostar por el diálogo contiene realismo a raudales pero también mucha utopía, pero es que, como canta Serrat, «sin utopía la vida sería sólo un ensayo para la muerte».

Recorre toda la encíclica el vínculo entre el desarrollo integral de cada ser humano y el desarrollo solidario de la humanidad: «Todo hombre y todos los hombres» (n. 42), que se alza como principio de discernimiento para cualificar el verdadero desarrollo. Aún más: «El desarrollo integral del hombre no puede darse sin el desarrollo solidario de la humanidad» (n. 43); y esta relación viene de la conciencia de que «la cuestión social ha tomado una dimensión mundial» (n. 3), unida al diagnóstico de que «el mundo está enfermo y su mal está en la falta de fraternidad entre los hombres y los pueblos» (n. 66).

Si el mundo de hace cincuenta años estaba cargado de tensiones y conflictos, el nuestro no se ha simplificado ni destensado. Al contrario. En este momento hay una intensa conciencia de la vulnerabilidad a nivel micro (una constante a lo largo de la historia que ahora se presenta con características nuevas) y una creciente conciencia de vulnerabilidad a nivel macro, llegando a la conciencia de que el globo, como un todo, es vulnerable y de que esta vulnerabilidad es compartida entre todos los habitantes de la tierra. El terrorismo global mete el miedo en el cuerpo de los que vivimos en lugares hasta ahora bastante seguros.

Nos enfrentamos a muchas tensiones y crisis de desajuste y deslegitimación institucional, de desigualdad hiriente dentro de las sociedades desarrolladas, de cambio climático o de desempleo en la economía digital…, y para afrontarlas hacen falta –urgentemente– soluciones integrales. Los 17 Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS 2030) de la ONU van en esa línea de respuesta, pues buscan promover que el crecimiento económico sea socialmente justo e inclusivo, al tiempo que compatible con el medio ambiente. Es cierto que los Objetivos de Desarrollo del Milenio (ODM 2015) lograron avances no despreciables en la lucha contra la pobreza extrema (reducción al 14% de la pobreza de menos de 1,25 dólares al día, unos 840 millones de personas); o una reducción de la tasa de mortalidad materna de un 45% a nivel mundial; o que si en 1990 se producían 90 muertes por cada 1.000 niños, en 2015, quedase en 43. Estos datos dan esperanza pero no desmienten que algunos parámetros de la desigualdad vayan en aumento, ni evitan que 800 millones de personas sufran inseguridad alimentaria –no saben si van a comer cada día–. A pesar de los progresos, muchos objetivos se quedaron a medias por falta de voluntad política, porque el 11-S hizo que el mundo se haya enrolado en nuevas e interminables guerras, o porque la crisis financiera de 2008 redujo el esfuerzo global de financiación…

Buena noticia es que los ODS 2030 brinden una ruta para la sostenibilidad en su sentido integral, pero gran peligro es que una vez más no lleguen a convertirse en hechos. Creo que mientras no seamos capaces de pensar y sentir que la pobreza atenta contra los derechos humanos no defenderemos de verdad que «la solidaridad universal es un deber» (n. 17). Un deber de horizonte tanto intra como intergeneracional, con implicaciones sociales y medioambientales, y de «ecología integral» que demanda conversión personal y social (Laudato si’). Estamos obligados hacia los que ya están y no pueden esperar, y también hacia los que vendrán, pues somos responsables ante las generaciones futuras.

Hoy cuando los ODS 2030 piden compromiso firme y el haz de aspectos civilizatorios se considera de valor crítico para la política internacional y el (des)orden mundial, la encíclica del Papa Montini ha cumplido 50 años. Merece la pena volver a ella.