Un día, ya desde esta noche, en la que no sólo recodamos este acontecimiento, algo que consciente o inconscientemente, voluntaria o involuntariamente, todo el mundo hace. Hoy, los cristianos, no sólo recordamos el nacimiento del Niño-Dios, sino que revivimos el nacimiento del Niño-Dios, ya que en ese ver más allá de lo visible de la liturgía, aquel momento se actualiza entre nosotros, misteriosamente, pero realmente. Como en las mañanas de los domingos, también en esta noche buena, me dirijo a cada uno de vosotros, en primera persona. Paz y bien.
La Palabra de Dios de la misa de medianoche de Navidad de este año nos desvela, por fin, el misterio de Dios escondido desde toda la eternidad:
El pueblo elegido vivía de la experiencia de ser el pueblo protegido y salvado por Dios. Pero desde la zarza ardiendo en el monte Sinaí, nunca pensó que fuese visible ver a Dios cara a cara. Sólo el profeta Isaías se atrevió a anunciarlo tan claramente, con toda clase de detalles: “El pueblo que caminaba en tinieblas vio una luz grande; habitaba en tierra y sombras de muerte, y una luz les brilló (…) Porque un niño nos ha nacido, un hijo se nos ha dado: lleva a hombros el principado, y es su nombre: Maravilla de consejero, Dios fuerte, Padre de eternidad, Príncipe de la paz”.
El salmo 95, por su parte, expresa maravillosamente también la alegría de esta Noche Buena. El salmista supo siglos atrás que llegaría un día en el que toda la creación exultaría de gozo, porque siendo la tierra y todo el universo huella de su Creador, él mismo tomaría morada en ella, pues al tomar la condición humana, el Creador se haría creatura. Por eso aclama que “el cielo se alegra, el mar, los campos, los árboles y todas las cosas que hay, alaban al Señor Dios”.
En su carta a Tito, San Pablo, el apóstol de los gentiles, se rinde ante este Misterio de la Encarnación del Hijo de Dios, con una profunda confesión: “pues se ha manifestado la gracia de Dios, que trae la salvación para todos los hombres”.
En el relato de San Lucas, que escribe el Evangelio que más se detiene en la narración del nacimiento y de la infancia de Jesús, aparece tres veces el nombre de la ciudad en la que nació Jesús, Belén de Judea. La primera para decirnos que José, el esposo de María, había nacido en Belén, la ciudad de David. La segunda para decirnos que estando ya en Belén, María dio a luz a Jesús, lo envolvió en pañales y lo acostó en un pesebre. La tercera para decirnos que cerca de Belén había unos pastores, a los que un ángel se les apareció, y cubiertos por la gloria de Dios, recibieron la gran noticia: “Hoy, en la ciudad de David, ha nacido un Salvador, Jesús, el Señor Dios”.
Ya el profeta Miqueas había cantado la dicha que le esperaba a esta ciudad maravillosa, lugar de peregrinación de todos los que buscan la paz en su corazón y la paz entre las naciones. Y lo hizo profetizando: “¡Y tú, Belén!, tierra de Judá, no eres ni mucho menos la última de las ciudades de Judá, pues de ti saldrá un jefe que será el pastor de mi pueblo, Israel”.
Permitidme, en esta Santa Noche Buena, que me dirija a la ciudad de Belén. Hablándola a ella, de algún modo, me dirijo a sus habitantes, pero no sólo a ellos, sino a todos los niños, hombres y mujeres de todas los pueblos, de todas las ciudades y de todos las naciones del mundo, porque esta noche todos ellos son Belén, ponen su mirada en Belén, quisieran estar hoy en Belén:
María y José llegaron sin hacer ruido, y buscaron un sitio en tu posada, ciudad de Belén. Y al no encontrarlo, alguien les señaló el más pobre de los pesebres. Eras, en apariencia, la última de las ciudades de Judá. Eras la elegida para recibirle a Él, el más inocente entre los inocentes, el más frágil entre los frágiles, el más deseado de los reyes.
Y nació Dios. En Belén de Judea. En una aldea olvidada. En la oscuridad de la noche. En la soledad del silencio. En la penumbra del Misterio. En el calor de un establo. Atraídos, unos por el lenguaje de las estrellas, otros por la voz de los ángeles, vinieron a adorarlo reyes y pastores, que se postraron, y contemplaron el Misterio.
Eh ahí el hogar. El único hogar verdadero. El hogar completo. El hogar rebosante de paz y de amor. No sólo el hogar del Dios hecho hombre, sino el Dios que al hacerse hombre nos dice que él mismo es hogar. Si, hogar, familia, unión, comunión de amor, de infinito amor.
Desde aquel día, tu Belén, estas en los ojos de todos los que se enternecen al oír tu nombre, en la ansiada nostalgia del hogar que nunca vieron, y del amor que nunca experimentaron, pero que saben que existen, porque de ellos guarda una extraña noticia el alma de todos, como si allí hubiesen sido pensados y queridos, desde siempre, desde toda la eternidad.
Pero también hogar encontrado, anhelo hallado, meta alcanzada. Descanso del alma fatigada. Porque desde entonces, aquel primer hogar de Jesús, María y José, está aquí, en el aquí del pecho cuando humildemente lo golpeamos con las manos, en el aquí de nuestros ojos cuando miramos el horizonte de la vida que nos ha sido dada, o en el aquí de nuestros labios cuando musitamos una oración.
Tú, Belén, hogar de paz y amor, te multiplicas, en el espacio y en el tiempo, en todos los hogares cristianos, en todas las familias, en todas las comunidades, en todas las Iglesias, en todos los hogares en los que habitan los hombres y mujeres de todas las religiones y los hombres y mujeres de buena voluntad, donde la gracia de la única paz verdadera, y del único amor auténtico, nacen y crecen, porque en ellos nace y crece, lo sepan o no, la presencia del Señor.
Donde esté tu corazón, ahí estará Belén para ti. Por eso, me pregunto a mí mismo y te pregunto a ti, que me escuchas: ¿Dónde está tu corazón? Pero, de verdad, haz silencio, y pregúntate una y otra vez: ¿dónde está ahora tu corazón? Tal vez este año has sufrido duros golpes, tal vez este año has perdido el trabajo, o has perdido una relación de amistad, o aún peor, has perdido a alguien a quien tanto querías, un padre, una madre, un hermano… Tal vez este año has tendido, en cambio, o la vez, momentos maravillosos, motivos para sonreír y remontar el camino de la vida.
Sabes que todo esto, lo bueno y lo malo, las alegrías y las esperanzas, las angustias y las tristezas, tienen un lugar en el fondo de tu corazón que se parece a aquel pesebre de Belén, tienen como hogar ese mismo establo, allí, con ellos, con José, con María, con Jesús. Vuelve a Belén. Vuelve a tu hogar verdadero. Y respira su paz. Porque allí todo se entiende. Todo encaja. Todo encuentra la armonía primigenia. Todo es sosiego, todo es ternura, todo es paz. Porque todo lo inunda Dios, Dios-Amor, que te mira confiado con los ojos de un niño recién nacido.





