Domingo 10 de julio: HOMILÍA DOMINGO XV DEL TO CICLO C (2016)
1.- ¿Podríamos como cristianos eludir el amor preferencial por los más necesitados? Sería imposible. Dejaríamos de ser cristianos.
- Ya el libro del Deuteronomio nos pone ante el espíritu con el que abrazar la voluntad de Dios: “El mandamiento esta muy cerca de ti: en tu corazón y en tu boca. Cúmplelo”.
- El salmo 68 nos recuerda el secreto del verdadero amor a los pobres: la humildad: “humildes, buscad al Señor, y vivirá vuestro corazón”.
- El himno cristológico de la Carta a los Colosenses nos revela que el poder de Dios en Cristo se manifiestan en la pobreza de su cruz.
- Y en el Evangelio encontramos una de las parábolas más bellas que Jesús nos dejo, la parábola del Buen Samaritano, la parábola preferida de la predicación del Papa Francisco, la parábola que junto a la del Hijo Pródigo nos revela el misterio de la misericordia de Dios.
2.- Jesús no entra en el juego de la teorización cuando el doctor de la ley le pregunta «quién es tu prójimo», sino que le habla del Buen Samaritano. Permitidme que comparta una mirada sociológica de esta parábola:
- La pobreza en cuanto situación humana carencial, personal y social, no puede medirse en rentas per cápita, ni siquiera en mínimos de nivel de vida o de bienestar social. ¿Cómo medir el sufrimiento y la soledad?, ¿quién jamás se interesó por contar a los que no cuentan? Pobreza equivale a desmedida, y marginación a exclusión y desinterés.
- La actitud del sacerdote y del levita de la parábola (los referentes morales del judío devoto) son hoy la actitud del autosuficiente, del rico, que se mueve por el péndulo que va de la tentación del control a la tentación del desaliento, del despropósito del rico optimista que cree poder acabar con la pobreza sólo con proyectos políticos y económicos, al despropósito del rico pesimista que se rinde ante el realismo de la complejidad, ante un problema sin solución. Aunque parezca mentira, no se puede resolver la pobreza desde la riqueza. Al final con la mirada del rico siempre “pasamos de largo”.
- Si nos fijamos en cambio en la actitud del samaritano (un impuro para los judíos devotos), nos damos cuenta que no basta con el acto de dar, se requiere la actitud de la donación, y quien se contagia de ella, no puede ser rico. Porque el rico mira la pobreza desde la lejanía. Y es precisamente la lejanía la que conforma la pobreza. Por el contrario la cercanía, que supone un inevitable empobrecimiento, posibilita el reconocimiento de la riqueza del pobre.
- Ciertamente existe un umbral real de la pobreza, pero tiene poco que ver con el formulado en el despacho analista. Ese umbral sólo se conoce en la experiencia de la solidaridad. Y esta misma experiencia desplaza y modifica el umbral de la pobreza al tiempo que descubre su abismal profundidad y progresión. Ante el misterio de la pobreza sólo cuenta la mirada, la calidad de la mirada, la reciprocidad de la mirada, esa claridad de la pupila, que con al amor al prójimo alcanza a mirar a Dios, de la que hablaba san Agustín.
- Las mismas palabras, que de por si son tan inexactas y tan ambiguas, y tan dadas a encasillar, de «pobres» y «ricos», son molestas para quienes desde la experiencia, por muy pequeña que sea, de la solidaridad, han roto barreras sociales y prejuicios mentales, y han cambiado su modo de mirar. La parábola evangélica no utiliza ni la expresión pobre ni la expresión rico. Sus cuatro personajes son un moribundo (genéricamente un abandonado), dos prepotentes (insensibles, inmisericordes) y un hombre misericordioso y solidario, que desarrolla una solidaridad y una misericordia “sostenibles”, completas, que incluye, en palabras de los trabajadores sociales, la atención inmediata, y el proceso de acompañamiento para una reinserción definitiva.
3.- Podríamos poner miles de ejemplos cotidianos que nos actualizan la escena de esta parábola con cada uno de estos personajes. Pero prefiero terminar con una escena que muestra la fuerza imparable que tiene la parábola del Buen Samaritano: Monseñor Juan José Aguirre, misionero comboniano español, obispo de Banggassou en la República Centroafricana desde 1980, llegó a Centroáfrica con apenas 26 años. Nada más llegar el jefe de la tribu a la que fue enviado lo llevo a hablar bajo el “árbol de la sabiduría”. Bajo sus frondosas ramas hombres y mujeres, viejos y niños, le escucharon atentamente. Así lo cuenta: “Les leí la parábola del Buen Samaritano. Y me callé. No quería estropear la palabra de Dios con la mía”. Aquella tribu se convirtió al oír bajo aquel árbol una a una cada página del Evangelio. Ahora esa comunidad, un auténtico hospital de campaña de la solidaridad cristiana en Centro África, sufre los azotes del radicalismo islámico. Una tras otra les han atacado y destruido la escuela, la iglesia, el ambulatorio. Pero monseñor Aguirre no se rinde. Y como le decía al Papa Francisco en su viaje a aquel país, “aquí la esperanza renace siempre de las cenizas, cuando las obras se destruyen pero no se puede destruir la fe”. El buen samaritano no es sólo el hombre bueno y solícito capaz de un gesto solidario, sino aquel que se mantiene en la fe y no pierde jamás la esperanza, que no se cansa nunca de la misericordia.