Todos los difuntos: algo más que un recuerdo (Viernes 2 de noviembre de 2018, Conmemoración de todos los difuntos)
El 2 de noviembre la Iglesia conmemora a todos los difuntos. Un día enmarcado en una paradoja: cuanto más penetra en nuestra sociedad la cultura de la muerte, más es la muerte un gran tabú, una realidad extraña que debe ser, incluso físicamente, escondida. Existe una extraña lógica en esta paradoja: la cultura de la muerte consiste precisamente en que haya más muerte inicua, indolora, invisible, oculta a la mirada del hombre y de la sociedad. Les muestro algunos ejemplos:
- La muerte provocada con batas blancas: se mata a los no nacidos incómodos con métodos terribles y a los ancianos inútiles sedándoles.
- Se ocultan las muertes de verdad del hambre, la guerra, el suicidio, y se muestran en la televisión las muertes de ficción de una violencia normalizada, asumida.
- En lugar de enseñar a recordar y rezar, se les enseña a los niños a familiarizarse con el maligno, como siempre disfrazado, a través de horrible importación del infernal hallowwen de almas sin destino.
- En los hospitales se muere en una especie de áreas de radioactividad, a las que sólo tienen acceso sus oficiantes profesionales, los mismos que se lamentan de que para mucha gente la muerte es algo tan imprevisible, que sólo la aceptan como una fatal equivocación médica.
- Los tanatorios, apartados de las poblaciones, a los vivos sólo se nos permite asomarnos a ver los cuerpos de nuestros seres queridos a través de unos grandes ventanales.
- El tradicional rito cristiano de orar en la capilla ardiente de las casas es sustituido, también para los cristianos, por un rito laico frío y hermético.
Sólo la Iglesia acompaña a los moribundos y a sus familiares desde el realismo y desde la esperanza, es decir, sin ocultar la muerte, rescatándola del silencio, y mirándola con una certeza, la de la existencia del Dios del amor, cuya gloria es la vida del hombre. Sólo la Iglesia se atreve a ofrecer un significado a la muerte, porque en realidad, sólo la Iglesia se atreve a ofrecer un significado a la vida. En cada uno de los momentos de circundan ese adiós la Iglesia trata de hacerse presente:
- Primero con los capellanes de los hospitales, que no sólo atienden a los enfermos en el trance de la muerte, sino también con su recomendación a la misericordia divina, y con la atención y el consuelo a las familias.
- En los tanatorios las diócesis tienen enviados capellanes permanentes, o se acercan de las parroquias más cercanas, que visitan los velatorios, hablan con las familias, promueven la celebración de liturgias de la palabra, y celebran misas por los difuntos de cada día en las capillas.
- En los cementerios se procura una atención lo menos rutinaria, con la asistencia en tantos casos los sacerdotes de la parroquia o los más cercanos a las familias.
- Las oraciones del ritual de exequias se escogen según la edad del difunto y las circunstancias de cada muerte.
- El momento de cercanía de la Iglesia más apreciable es el del funeral en la parroquia, días después, cada vez más cuidado, ya que constituye un momento muy especial donde mostrarse la comunión de toda la Iglesia en general, y de la comunidad parroquial en particular, con una familia cristiana. También es una ocasión única para acoger a muchos alejados a la fe, a los que brindar, en cristiano, el sentido de la vida.
- La Iglesia, con todo ello, no busca nada para si, sino sólo el mayor servicio que puede hacer a la humanidad: comunicarla la razón de una esperanza, la que nace de la Resurrección de Cristo, que nada ni nadie puede ofrecer, la de dar gratuitamente lo que gratuitamente ha recibido.
Termino con una experiencia personal: volvía de Barcelona en el tren hace años con mis compañeros de la radio, cuando una mujer se volvió desde los asientos de delante, porque me había reconocido por la voz. Me contó que tras la muerte de su padre un psicólogo la había aconsejado guardar todas sus fotos e intentar olvidarlo. La terapia no surgía efecto y me había oído en la radio, un día como hoy, conmemoración de los difuntos, invitar a lo contrario: tener cerca sus recuerdos, y hablar con ellos, en la esperanza de que están en la misericordia de Dios. Y eso fue lo que la liberó de su angustia: recuperar la fe y la esperanza en el Dios de la vida. Que distinto es, me decía ella, el triste consuelo pagano de decir “el vive en tus recuerdos”, al verdadero consuelo de creer que desde el recuerdo mantenemos la esperanza de volvernos a ver un día bajo el solo sin ocaso de la vida plena y eterna.
En el fondo, esta mirada esperanzadora y profundamente creyente ante el desenlace de la muerte, no sólo nos lleva a encontrar respuesta a la gran pregunta de si hay vida después, sino a encontrar también respuesta a una pregunta que nunca nos hacemos, pero a veces parece que por nuestra manera de vivir la respuesta fuese negativa: ¿Y hay vida antes de la muerte? Porque sólo quien alberga esperanza a responder si a la primera pregunta alberga a su vez esperanza para poder responder también si a la segunda pregunta.