Título: San Juan Pablo II, incansable defensor de la dignidad humana
Autor: Manuel María Bru Alonso
Editorial: San Pablo
Aunque hayan pasado ya cien años de su nacimiento y hayamos conocido dos papas detrás de él, para toda una generación de católicos, san Juan Pablo II será «el Papa de nuestras vidas». Pero, ¿quién fue Juan Pablo II? Actor, seminarista clandestino, minero, deportista, poeta, filósofo, desafiador del régimen comunista polaco… El sacerdote y periodista Manuel María Bru, que lo acompañó en muchos de sus viajes y visitas pastorales, narra en esta biografía su complejo pontificado y describe al Papa de las grandes concentraciones y la globalización como lo que fue en realidad: no un hombre de multitudes, sino de gestos y de personas. Dividido en cuatro grandes bloques, tres de los cuales están dedicados al dilatado pontificado del Papa, el libro se completa con una bibliografía y una filmografía básicas.
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Manuel María Bru Alonso (Madrid, 1963), es sacerdote diocesano de Madrid, delegado episcopal de catequesis de la Archidiócesis de Madrid, y presidente la Fundación Crónica Blanca. Es licenciado en Ciencias Eclesiásticas por la Universidad Pontificia de Comillas, licenciado y doctor en Periodismo por la Universidad CEU-San Pablo, y profesor en las universidades CEU San Pablo, Eclesiástica San Dámaso, y Pontificia de Salamanca en Madrid. Es autor de más de veinte libros sobre comunicación social, actualidad eclesial, y catequesis. Es miembro de la Comisión Diocesana de Comunión y del Consejo Pastoral de la Diócesis de Madrid, así como de los Consejos nacionales del Movimiento de los Focolares, la Fundación Pontificia Ayuda a la Iglesia Necesitada, la Congregación de San Pedro Apóstol de Sacerdotes Naturales de Madrid, y la Unión Católica de Informadores y Periodistas (UCIPE).
Prólogo del Cardenal Omella:
Era una tarde soleada de verano, concretamente el día 8 de julio de 1996, cuando el Sr. Nuncio Apostólico, Mons. Lajos Kada, me anunciaba que el Papa Juan Pablo II me nombraba Obispo Auxiliar de Zaragoza con el fin de poder prestar una ayuda a Mons. Elías Yanes que, además de arzobispo de Zaragoza, era también presidente de la Conferencia Episcopal Española.
Si como cristiano y además como sacerdote, había seguido de cerca el Magisterio y la vida del Papa Juan Pablo II, desde ese momento, me sentí, si cabe, más vinculado a su persona y a su ministerio.
Pocos meses después los obispos españoles realizamos la “visita ad limina” y pude estar más cerca del Papa, hablar con él y, hasta compartir una comida con él junto con cuatro obispos más. Su personalidad me impactó mucho. Leyendo el libro que tienes en las manos he revivido frases, testimonios, mensajes, actitudes de ese gran Papa que no dejaba indiferente a nadie. Creo que quien haya conocido al Papa Karol Wojtyla, compartirá conmigo que se dieron siempre unas constantes de su personalidad, inseparables de su santidad de vida, que está biografía trata de subrayar.
Una de estas constantes sin duda fue su profunda vida interior, su relación con Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo, en la que encontraba el sentido y la fortaleza de su inagotable entrega personal a su vocación, y que le hacía infatigable en todas sus misiones e invencible en su esperanza, que no conocía freno ni dilación. Una vida interior en la que, además, junto a Dios, siempre había alguien en quien encontraba una protección especial, la Virgen María, madre de Dios y madre de la Iglesia. Era capaz de ensimismarse en esta vida interior en medio de multitudes, manteniendo con ellas al mismo tiempo una misteriosa conexión.
Otra de estas constantes fue siempre su encuentro desde niño hasta anciano con el poder salvífico del dolor que encontraba en Jesús crucificado, representado en ese báculo inolvidable al que pegaba su frente en un gesto que expresaba una profunda vivencia. No hubo dolor del siglo XX que a él no le hubiera tocado vivir personalmente o al que no quisiese unirse dejándolo pasar por sus entrañas. Para todos ellos encontraba sentido y fortaleza desde la contemplación de la Pasión del Señor.
En la vida de San Juan Pablo II además se dieron unos rasgos muy determinados y determinantes de su ministerio al servicio de la Iglesia: su pasión por la reforma de la Iglesia y la innovación de su diálogo con el mundo. Ambos rasgos encontraban su raíz en el Concilio Vaticano II, en el que Karol Wojtyla participó apasionadamente como padre conciliar y en el que emergió su pasión por renovar la vida de la Iglesia polaca en el inmediato postconcilio, y, posteriormente, renovar la vida de la Iglesia universal durante su largo pontificado. Ello fue posible, entre otras cosas, gracias a ese fantástico invento de San Pablo VI para dar continuidad al Concilio, que fueron las consecutivas asambleas del Sínodo de los obispos.
Sin duda pasará a la historia como un infatigable defensor de los derechos humanos, no basados en las arenas movedizas del positivismo jurídico o de los reduccionismos ideológicos, sino fundamentados en la dignidad humana de todos y cada uno de los seres humanos infinitamente amados por Dios. Y con este empeño desplegó durante todo su pontificando una profunda convicción, que había elevado a prioridad pastoral la ya rica tradición precedente de la Doctrina Social de la Iglesia desde León XIII: el anuncio del Reino de Dios, que Cristo nos trajo, exige la defensa de la justicia, del amor y de la paz. No puede haber una evangelización completa sin la defensa de la dignidad del ser humano, de todos y cada uno de sus derechos, y de su vocación a la fraternidad universal.
Otro de los rasgos principales de la personalidad de San Juan Pablo II fue la enorme libertad en todas sus acciones, gestos y palabras. Para San Juan Pablo II lo verdaderamente importante eran las personas, y su igual dignidad, por encima de los protocolos de distinción y prestigio social. Lo importante era la defensa de sus derechos, por encima de los protocolos de la corrección política. Lo importante era la misión de la Iglesia, por encima de la burocracia y el protocolo de las instituciones eclesiásticas. Lo importante era la búsqueda de la unidad entre todos los cristianos, por encima de las diferencias y dificultades que dieron origen a su división. Lo importante era el diálogo entre todas las confesiones religiosas y el trabajo conjunto para defender la paz y la concordia, por encima de los miedos a confundir este diálogo con el sincretismo, que en el fondo anula el pluralismo religioso.
Siguiendo el consejo evangélico del Señor: que vuestro hablar sea “sí, sí; no, no”, no flaqueó jamás a la hora de pronunciar los “sí” que tenía que decir, avalados por su testimonio personal y el testimonio de la Iglesia; y a pronunciar los “no” que tenía que decir, arriesgándose a la incomprensión, el rechazo y la persecución.
El Papa Juan Pablo II dijo “sí” a la defensa de la vida humana desde la concepción hasta su muerte natural. Un sí a la vida que no se quedó en el principio y el final del recorrido vital, sino que la defendía de la ignominia del genocidio del hambre y de la miseria, del rechazo a los migrantes y refugiados, o de la legalización de la pena capital. Un “no” por consiguiente a quienes ideológicamente dicen “sí” a la vida diciendo no al aborto y la eutanasia, pero olvidándose de decir con el mismo ahínco un “no” a los demás atentados y degradaciones de la vida humana que defiende la justicia social, o viceversa.
Pronunció también un “sí” a la libertad y a la democracia y un “no” a la opresión y a los totalitarismos. Un “sí” a la libertad religiosa, que consideraba como el termómetro para las demás libertades reconocidas o conculcadas en una sociedad. Un “sí” a la organización política y económica de la sociedad desde la defensa de las libertades individuales, pero también un “sí” a dicha organización desde la defensa de una solidaridad que acabe con las diferencias sociales extremas. Un “no” al materialismo marxista y al mismo tiempo un “no” al insolidario capitalismo salvaje.
San Juan Pablo se nos presenta también como un gran constructor de puentes y demoledor de muros, utilizando la asentada expresión del Papa Francisco. Sudor y lágrimas, no simbólicas sino reales, le costó unir los dos pulmones de Europa, y contribuir a hacer caer el muro que separaba Europa en dos tras la Segunda Guerra Mundial.
Construyó innumerables puentes culturales y religiosos entre todos los continentes y países del mundo. Dichos puentes se pueden dibujar con tan solo delinear los trayectos de sus más de cien viajes internacionales, con el fin de fortalecer la comunión eclesial, superando la tendencia al eurocentrismo. Construyó, como nadie antes pudo hacer, los puentes del diálogo ecuménico, interreligioso e intercultural. Entre ellos cabe destacar especialmente el puente con los judíos, “nuestros hermanos mayores”, y el puente con las Iglesias de la tradición ortodoxa, en el que trabajó hasta el último suspiro de su vida, soñando con poder ver con sus propios ojos la ansiada unidad completa.
San Juan Pablo II fue el testigo más creíble, universal y perdurable del empeño por aprender la lección de las conquistas humanas, pero aún más de los fracasos humanos del siglo XX, con el fin de lograr un mundo unido y fraterno.
No podemos dejar de destacar su magnetismo y conexión con las nuevas generaciones, que encontraban en sus ojos siempre una mirada y una propuesta creíble hacia un futuro mejor. Su “no tengáis miedo” se convirtió en el santo y seña de una humanidad sin fronteras de raza, creencia o nación, sedienta de razones para la esperanza. Y su “abrid las puertas a Cristo” la bandera de una Iglesia que no vive para sí misma sino para la misión, de una Iglesia en salida como la llama el Papa Francisco y por la que, San Juan Pablo II, siempre luchó. Él consideraba que, si se dibujaba la Iglesia como un gran círculo, su centro real no era el centro geométrico del círculo, sino la circunferencia que lo rodea, su periférica frontera donde se confunde con el mundo al que ha sido enviada a anunciar, amar y servir.
Como ser humano también tuvo sus limitaciones. Los santos no son seres perfectos, sin defectos. Son personas que han abierto su corazón a Dios, han acogido su amor, se han puesto en sus manos y han tratado de ser fieles a sus llamadas e inspiraciones. Nos enseñan a abrirnos a Dios Padre, en la persona de su Hijo Jesucristo y a caminar sostenidos por el Espíritu. De ahí que entendamos perfectamente las alentadoras palabras con las que inició su pontificado y que aún resuenan en nuestros corazones: ¡No temáis! ¡Abrid, más todavía, abrid de par en par las puertas a Cristo!
Estoy convencido de que esta biografía, divulgativa y a la vez suficientemente completa, de la vida de Karol Wojtyla, hoy San Juan Pablo II, escrita por un sacerdote dedicado al periodismo religioso y a la catequesis, ayudará a quienes la lean a descubrir al Papa Magno, que nunca dejó de ser Lorek, ese joven apasionado por la poesía, el teatro y la mística, que encandilaba por su rica vida interior a sus amigos en la vieja Cracovia, una de las más significativas ciudades europeas que son testimonio del legado secular del humanismo cristiano.
Gracias, querido hermano sacerdote, Manuel María Bru Alonso, por este precioso trabajo que pones en manos de los lectores, de quienes quieran conocer un poco más de cerca al gran Papa San Juan Pablo II.
+ Card. Juan José Omella Omella. Arzobispo de Barcelona y presidente de la CEE