Dejémonos cautivar por el testimonio de la Palabra de Dios:
- El testimonio de los apóstoles, que en el libro de los Hechos nos hablan de Jesús, que pasó haciendo el bien, que lo mataron colgándolo en un madero, pero que Dios Padre “lo resucitó al tercer día y nos lo hizo ver”.
- El testimonio de San Pablo en su carta a los Colosenses, en el que, en virtud del anuncio de la Resurrección, nos propone “buscar los bienes de allá arriba, donde está Cristo”.
- El testimonio de María Magdalena, de Pedro, y de Juan, que al ver la tumba vacía “vieron y creyeron” antes de encontrar al Resucitado.
- El testimonio de todos los santos que, a lo largo de los siglos, han experimentado cada día de sus vidas la aclamación de júbilo del salmo 117: “Este es el día que actuó el Señor, sea nuestra alegría y nuestro gozo”.
¿Qué significa para cada uno de nosotros, y para todos los hombres, que Cristo haya resucitado?
- Que todos los que escuchen el anuncio del kerigma (“Cristo ha resucitado, y es primicia de la resurrección de quienes sean salvados por él”) están inexorablemente sometidos a tomar una decisión en su vida: o creerlo o no creerlo, porque en ello se dirime, a la postre, el sentido, el valor y el destino de la vida.
- Que el Amor de Dios tiene para siempre la última palabra: los cristianos no creemos ni en el sometimiento del mundo al imperio del mal, ni en el absurdo de la dependencia del azar, sino en el triunfo del Amor en la historia, que es de salvación.
- Que Cristo Resucitado ha vencido al pecado, al dolor y a la muerte, y los ha convertido en perdón, en esperanza, y en vida eterna.
- Que su presencia no nos deja caer en la trampa de la autosuficiencia humana, porque su amor nos persigue en su palabra, en sus sacramentos, y en los hermanos, sobre todo en aquellos en los que vemos más claramente el rostro de su soledad y de su pasión con las que nos redimió.
¿A qué esta llamada nuestra vida habiendo resucitado Cristo?
- Estamos llamados, como nos dice San Pablo, a buscar los bienes de arriba: nuestra felicidad no está en las cosas de abajo (bienes, honores, placeres, etc…), sino en las cosas de arriba: el bien máximo que es Cristo mismo, el amor verdadero que es el suyo: acogiéndolo y compartiéndolo con los demás, y la única dignidad verdadera de ser hijos de Dios incorporados a Cristo para siempre.
- Y estamos llamados a vivir con el Resucitado la pasión por el hombre (“tanto amó Dios al mundo que le entregó a su propio hijo”), amado, redimido, resucitado en Cristo: pasión por esta humanidad que busca a Dios y a su amor hasta el día final en el que el Padre recapitule todas las cosas en Cristo Resucitado.
Os cuento una experiencia personal. Unas horas antes de la Vigilia Pascual de hace muchos años. Yo aún era diácono. En Aranjuez conocí a Miguel, un adolescente en riesgo social extremo. Vino a la parroquia. Yo estaba preparando la Vigilia. Sin venir a cuento, empezó a llorar.
- Dejé todo mangas por hombro, y me lo llevé a la calle, su terreno, donde sabía que estaría más a gusto, y no hizo falta mediar palabra para que Miguel, entre sollozos, comenzase a hablar. Su padre había llegado por fin de la cárcel. Para Miguel su padre lo era todo, porque no tenía nada, ni una ilusión por su futuro, ni la estabilidad de una familia mínimamente asentada.
- Pero su padre había vuelto y Miguel se empezaba a despertar del sueño. La vida en casa había cambiado, porque su padre no había cambiado. Era tan grande su confusión, su desesperación, que daba la impresión de que ya no sonreiría jamás. Lo que me contaba era terrible. Pero más terrible aún era su mirada, que se clavaba en mis ojos. Era como si el mundo entero me estuviese mirando y hablando a través de Miguel.
- Al principio yo sólo fui capaz de parar, callar y escuchar. Yo aquella noche aprendí a escuchar. Hasta pudo desahogarse descargando sobre mi sus puños electrizados por la rabia. Poco a poco se fue serenando. Al menos alguien recibía, en silencio, los hachazos de su alma.
- Yo no estaba en el templo orando a la luz del Cirio Pascual, pero estaba allí, a la luz de las farolas de la calle. Pude susurrarle a Miguel que el dolor no tiene la única palabra, que Cristo había hecho suyo su sufrimiento en la cruz, y había resucitado para mostrarle que hay un amor, el de Dios, que nunca decepciona.
- Esta es la Pascua de la vida: el encuentro real con Cristo que pasa, todos los días, de la muerte a la vida. Vívela. Acógela. No te la pierdas.
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