¿Qué nos estará diciendo el Señor a través de la inspiración que llevó a la recuperación del catecumenado de adultos en el Concilio Vaticano II, y la consiguiente revisión de la catequesis como iniciación cristiana, para la Iglesia en este tiempo? El artículo de este obispo austriaco, del que ya nos habló José Ignacio Rodríguez Trillo en su ponencia sobre el catecumenado de adultos en el curso anual de formación de catequistas 2016-2017, es de un gran interés para todos los catequistas:
¿QUÉ NOS ESTÁ DICIENDO DIOS CON EL CATECUMENADO?
Mons. Alois Schwarz, obispo de Gurk-Klagenfurt (Austria)
EuroCat (Viena, 4 de mayo de 2009)
Cualquier persona que acompañe a los catecúmenos aprende de ellos muchas cosas para su propia vida. El que ha recibido el encargo de transmitir y explicar la fe a otros de una forma clara ha de cumplir este encargo, haciendo partícipe al discípulo de su propia vida, de lo que él mismo vive. Cuando enseño mi ciudad a un extranjero y le muestro sus bellezas, soy yo quien más me aprovecho de ello, pues así conozco mucho mejor los detalles de mi propio entorno. El visitante, mediante sus preguntas, me obliga a mirar más de cerca las cosas y a percibir mejor lo que él ha observado. Esto mismo ocurre cuando introduzco a alguien en la fe. Las preguntas planteadas por quienes vienen en busca de la fe ayudan a ver mejor las maravillas de esta fe a quien la explica. He de reconocer que muchas veces esto me da la oportunidad de descubrir cosas nuevas que hasta entonces no había percibido. El catecumenado nos da una oportunidad parecida: la Iglesia descubre por medio de sus catecúmenos la belleza de su propia fe y la inmensa riqueza de la gracia de Dios.
La iniciación individual o comunitaria en la fe es un don para los catecúmenos y también lo es para sus catequistas. La transmisión de la fe a otros nos evangeliza a nosotros mismos. Quien desea ser introducido en la fe nos hace esta pregunta: «¿Creéis de verdad en lo que anunciáis?» (Pablo VI, Evangelii nuntiandi 76). Quienes buscan a Dios en el catecumenado exigen mensajeros que les «hablen de un Dios a quien ellos mismos conocen y tratan familiarmente, como si estuvieran viendo al Invisible. El mundo exige y espera de nosotros sencillez de vida, espíritu de oración, caridad para con todos, especialmente para los pequeños y los pobres, obediencia y humildad, desapego de sí mismo y renuncia. Sin esta marca de santidad, nuestra palabra difícilmente abrirá brecha en el corazón de los hombres de este tiempo. Corre el riesgo de hacerse vana e infecunda» (Evangelii nuntiandi 76).
Por otra parte, quien da catequesis a otros debe crecer en el amor a las personas a las que catequiza, al mismo tiempo que las introduce en la fe. La medida interior de este crecimiento del catequista nos la da san Pablo, cuando nos dice: «Os tratamos con delicadeza, como una madre cuida de sus hijos. Os teníamos tanto cariño que deseábamos entregaros no sólo el Evangelio de Dios, sino hasta nuestras propias personas, porque os habíais ganado nuestro amor» (1Ts 2, 7-8).
Los catecúmenos han de engendrar en sus catequistas un amor mayor que el de un simple pedagogo. «Se trata del amor de un padre; más aún, el de una madre. Tal es el amor que el Señor espera de cada predicador del Evangelio, de cada constructor de la Iglesia» (Evangelii nuntiandi 79). Los catecúmenos han de suscitar en sus catequistas una vigilancia atenta de su situación religiosa y espiritual, así como la preocupación por su ritmo de vida, por su conciencia y sus convicciones, que hay que respetar siempre, sin atropellarles nunca (cf. Evangelii nuntiandi 79).
Dando por supuesto que Dios es en sí mismo infinitamente perfecto y bienaventurado, y que ha creado al hombre por pura bondad, a fin de que el hombre pueda participar en la vida bienaventurada del propio Dios, cada presentación que se haga de este Dios en el catecumenado ha de llevar a una experiencia real de su cercanía respecto del hombre, pues Dios «le llama y le ayuda a buscarlo, a conocerle y a amarle con todas sus fuerzas» (Catecismo de la Iglesia Católica 1). El fondo último de cada catequesis se dirige al descubrimiento del amor de nuestro Señor. «Se puede muy bien exponer lo que es preciso creer, esperar o hacer; pero sobre todo ha de aparecer siempre el Amor de Nuestro Señor a fin de que cada uno comprenda que todo acto de virtud perfectamente cristiano no tiene otro origen que el Amor, ni otro fin que el Amor» (Catecismo de la Iglesia Católica 25). Quien entra en el catecumenado nos ofrece esta oportunidad, haciendo así realidad que Dios muestre su amor por el hombre y que los hombres se encuentren a sí mismos en el espíritu de ese amor.
En el catecumenado, cuando nos aproximamos a Dios, somos transformados por una luz creciente que nos hace ver al mismo Dios. Así experimentamos que la fe es algo que concierne a los ojos interiores de nuestro corazón. Quien comienza el catecumenado debe orar con las palabras del salmo: «Una cosa pido al Señor; eso buscaré: habitar en la casa del Señor todos los días de mi vida; gozar de la dulzura del Señor contemplando su templo» (Salmo 27, 4).
Nosotros sentimos que Dios nos mira casi de forma similar a la experiencia que tuvo Simeón en su encuentro con el Niño en el Templo. Entonces dijo: «Mis ojos han visto a tu Salvador, a quien has presentado ante todos los pueblos, luz para alumbrar a las naciones y gloria de tu pueblo Israel» (Lc 2, 31).
La catequesis ha de disponer a los hombres para que vean el rostro de Dios, familiarizándoles con el pensamiento de lo que supone el comienzo de la visión de Dios, iniciada ya con los ojos interiores del corazón.
La verdadera transmisión de la fe se logra cuando el hombre llega a ver en el centro de esa fe un rostro, el de Dios. Este encuentro «cara a cara», esperado todavía en la fe, significa también que todos los que ahora permanecen unidos en esa misma fe, se caracterizan por el hecho de que ellos mismos también poseen «un rostro», creado precisamente «a semejanza suya» (cf. Gn 1, 27). Esta dignidad personal es eterna, pues no desaparece ni con la muerte, «porque, al contemplarte como tú eres, Dios nuestro, seremos para siempre semejantes a ti» (Plegaria Eucarística III).
El catecumenado, al introducir a los catecúmenos en la fe de una forma personalizada, ayuda a que quienes han recibido el carisma de acompañarles no acaben convirtiéndose en simples funcionarios, sino que permanezcan en un continuo coloquio que les haga percibirse siempre como seres vivos y agraciados. Cuando encontramos a alguien que desea ser introducido en la fe, a veces sucumbimos en la tentación de darle un libro o invitarlo a una conferencia, en lugar de tratarlo como nos enseña el Buen Pastor, que tomó sobre sus hombros a la oveja perdida. En el mundo de hoy, tan dominado por la despersonalización y el anonimato, el diálogo atento y cariñoso resulta de un valor insustituible. El catecumenado nos ofrece la oportunidad de ello, pues requiere encuentros personales, para que la fe se comunique de persona a persona, de forma coloquial y vital.
«Ved qué dulzura, qué delicia, convivir los hermanos unidos», dice el salmo 132, vs. 1. Y Jesús dirá: «Venid y veréis». Y los discípulos «fueron y vieron dónde vivía» (Jn 1, 39). Los catecúmenos quieren saber dónde vivimos y sobre todo saber si nuestra morada está en Dios.
(Traductor Santiago Cañardo. Delegado del Catecumenado de la diócesis de Pamplona).