En su primer mensaje para la Jornada Mundial de la Paz el Papa Francisco sostenía que no habrá paz en la tierra sin justicia, y no habrá ni paz ni justicia sin fraternidad. Pero tampoco habrá fraternidad ni paternidad: “La fraternidad está enraizada en la paternidad de Dios. No se trata de una paternidad genérica, indiferenciada e históricamente ineficaz, sino de un amor personal, y extraordinariamente concreto de Dios por cada ser humano”. El no considerarnos todos los hombres hermanos, hijos de un mismo Padre, nos ha llevado a este rosario de iniquidades:
- la persistente vergüenza del hambre en el mundo
- las múltiples formas de corrupción,
- la formación de las organizaciones criminales,
- el drama lacerante de la droga, con la que algunos se lucran,
- la devastación de los recursos naturales y la contaminación,
- la tragedia de la explotación laboral,
- el blanqueo ilícito de dinero y la especulación financiera, que exponen a la pobreza a millones de hombres y mujeres;
- la prostitución que cada día cosecha víctimas inocentes,
- la abominable trata de seres humanos,
- los delitos y abusos contra los menores,
- la esclavitud que todavía difunde su horror en muchas partes del mundo,
- la tragedia de los emigrantes con los que se especula indignamente.
- las condiciones inhumanas de muchas cárceles.
- Y la globalización de la indiferencia, que nos habitúa al sufrimiento del otro.
Pocos pondrían en duda este elenco del horror que desvela el Papa Francisco, pero no todos tienen claro que sólo el amor dado por Dios nos permite acoger y vivir plenamente la fraternidad, y que sea “descubierta, amada, experimentada, anunciada y testimoniada” desde “una conversión de los corazones que permita a cada uno reconocer en el otro un hermano del que preocuparse, con el que colaborar para construir una vida plena para todos”.
Hace unos años conocí a Iván, un joven soldado croata. Su testimonio me conmovió: volvió una fría mañana de invierno al campo de batalla en la Guerra de los Balcanes, desecho, venía de ver los cuerpos de sus padres y de sus hermanas, maltratados, mutilados, asesinados.
- Junto al dolor, sólo había sitio en su interior para el odio, el rencor, el deseo de venganza, la desesperación.
- Pero Iván aprieta entre sus manos un rosario que siempre lleva en el bolsillo. Poco a poco lo acaricia y empieza a rezar, y a llorar.
- Y comienza a susurrar una y otra vez la palabra que nunca a nadie costo más pronunciar: perdón. Perdón y paz.
- En la trinchera empuña ahora un arma que es un peso inútil, porque ha decidido no disparar más a matar.
- Iván vivió acogió en situaciones dramáticas el don de esa oración de San Francisco de Asís que nunca deberíamos olvidar: “Hazme, Señor, instrumento de tu paz, que donde haya odio, ponga yo amor, que donde haya ofensa, ponga yo perdón”.