Vigésimo domingo (Lc 12,49-53)
Jesús no lo tiene nada fácil, su decir y hacer Reino de Dios encuentra resistencias por todas partes. Resistencias en el corazón de la gente y de sus discípulos, y resistencias en la realidad concreta, en las estructuras religiosas y en las instituciones sociales. Acompañando a Jesús nos damos cuenta de que para él la experiencia de Dios lleva consigo un modo de percibir la vida, y según se percibe la vida nos ubicamos en ella de un modo o de otro, y según nos ubicamos generamos unas practicas o generamos otras. A la pecadora Jesús la percibe como una criatura a rehabilitar, Simón el fariseo como una mujer a despreciar. No me cansaré de repetir que la Buena Noticia de Jesús es un modo de ver la vida (“dichosos vosotros que veis lo que veis.”)
Esto no es un trabalenguas ni un juego de palabras. Jesús no separa lo que los dualismos separan. La experiencia de Dios y el modo de situarse en la vida son dos dimensiones de una misma realidad. Estos domingos, siguiendo el evangelio de Lucas, lo estamos viendo. No se puede ir al templo dando un rodeo para no encontrarse con el abatido; no se puede pedir “el pan de cada día” al Dios Padre Nuestro y “construirse graneros mas grandes”; no se puede decir “te seguiré a donde quiera que vayas” … pero lo primero es lo mío y lo de mi familia…
El evangelio es un modo de estar en la vida. La experiencia del Dios Vivo no es un asunto de pura interioridad, es un asunto de “ser” y de “estar” de un modo determinado en la vida, de “sentir mociones que en el ánima se causan” (como diría S. Ignacio) y de discernir por dónde me llevan estos “sentires, esas mociones interiores”: por un camino de generar vida o de ensimismamiento…
Por eso Jesús nos dice: ¡No he venido a dejar las cosas igual! ¡No he venido a bendecir esas paces mortecinas que os construis, que son siempre equilibrios precarios de fuerza: ¡no te metas que no me meto, no agredas que no agredo…! Jesús viene a remover, a provocar, a agitar, a incordiar, a “prender fuego” … a mostrar que nos podemos ubicar de otra manera, que la vida es más que las rutinas de lo “que es así y no puede ser de otra manera”.
La familia en tiempos de Jesús, por ejemplo, no es una institución ideal que digamos, no pensemos que todas son “sagrada familia”. La familia patriarcal está marcada por relaciones verticales asfixiantes. La división que trae Jesús es romper la verticalidad para podernos encontrar en horizontal. La división rompe la verticalidad (hijo-padre, hija-madre, suegra-nuera, nuera-suegra…) para que más allá de los roles dados socialmente podamos reubicarnos como hermanas y hermanos. Jesús nunca dirá que viene a provocar división entre hermanos y hermanas. La división entre hermanos no la provoca Jesús, la provocan los “lobos” (“os mando en medio de lobos”) de este mundo (Mt 10,21). Jesús sabe muy bien de que va la vida, pero ahí está él, no se retira.
Toni Catalá SJ