La alegoría de la vid verdadera que acabamos de escuchar del Evangelio de Juan se da en el contexto de la última cena de Jesús. En ese ambiente de intimidad, de cierta tensión pero cargada de amor, el Señor lavó los pies de los suyos, quiso perpetuar su memoria en el pan y el vino, y también les habló a los que más quería desde lo hondo de su corazón.
En esa primera noche «eucarística», en esa primera caída del sol después del gesto de servicio, Jesús abre su corazón; les entrega su testamento. Y así como en aquel cenáculo se siguieron reuniendo posteriormente los Apóstoles, con algunas mujeres y María, la Madre de Jesús (cf. Hch 1,13-14), hoy también acá en este espacio nos hemos reunido nosotros a escucharlo, y a escucharnos. La hermana Leidy de San José, María Isabel y el padre Juan Felipe nos han dado su testimonio. También cada uno de los que estamos aquí podríamos narrar la propia historia vocacional. Y todos coincidirían en la experiencia de Jesús que sale a nuestro encuentro, que nos primerea y que de ese modo nos ha captado el corazón. Como dice el Documento de Aparecida: «Conocer a Jesús es el mejor regalo que puede recibir cualquier persona; haberlo encontrado nosotros es lo mejor que nos ha ocurrido en la vida, y darlo a conocer con nuestra palabra y obras es nuestro gozo» (n. 29), el gozo de evangelizar.
Muchos de ustedes, jóvenes, habrán descubierto este Jesús vivo en sus comunidades; comunidades de un fervor apostólico contagioso, que entusiasman y suscitan atracción. Donde hay vida, fervor, ganas de llevar a Cristo a los demás, surgen vocaciones genuinas; la vida fraterna y fervorosa de la comunidad es la que despierta el deseo de consagrarse enteramente a Dios y a la evangelización (cf. Exhort. ap. Evangelii gaudium, 107). Los jóvenes son naturalmente inquietos -o ¿me equivoco?-. Y aquí quiero detenerme un instante y hacer memoria dolorosa, es un paréntesis esto. Los jóvenes son naturalmente inquietos, inquietud tantas veces engañada, destruida por los sicarios de la droga. Medellín me trae ese recuerdo, me evoca tantas vidas jóvenes truncadas, descartadas, destruídas. Los invito a recordar, a acompañar este luctuoso cortejo, a pedir perdón para quienes destruyeron las ilusiones de tantos jóvenes, pedir al Señor que convierta sus corazones, a pedir que acaba esta derrota de la humanidad joven. Los jóvenes son naturalmente inquietos y, si bien asistimos a una crisis del compromiso y de los lazos comunitarios, son muchos los jóvenes que se solidarizan ante los males del mundo y se embarcan en diversas formas de militancia y de voluntariado, son muchos. Y algunos, sí, son católicos praticantes, otros son católicos “al agua de rosas” –como decía mi abuela-, otros no saben si creen o no creen, pero esa inquietud los lleva a hacer algo por los demás, esa inquietud hace llenar los voluntariados de todo el mundo de rostros jóvenes, hay que encauzar la inquietud. Cuando lo hacen captados por Jesús, sintiéndose parte de la comunidad, se convierten en «callejeros de la fe», felices de llevar a Jesucristo a cada esquina, a cada plaza, a cada rincón de la tierra (cf. ibíd., 107). Y cuántos, sin saber que lo están llevando, lo llevan. Esa riqueza de callejear sirviendo, de ser callejeros de una fe que quizás ellos mismos no terminan de entender, es testimonio, testimonio que nos abre a la acción del Espíritu Santo que entra y nos va trabajando el corazón.
En uno de los viajes, una Jornada de la Juventud en Polonia [Cracovia 2016], en el almuerzo que tuve con los jóvenes, con 15 jóvenes y el Arzobispo, uno me preguntó: “¿Qué le puedo decir yo a un compañero mio joven que es ateo, que no cree, qué argumento le puedo dar?”. Y a mi se me ocurrió contestarle: Mirá, lo último que tenés que hacer es decirle algo. Se quedó mirando. Empezá a hacer, empezá a comportarte de tal manera que la inquietud que él tiene adentro lo haga curioso y te pregunte, y cuando te pregunte tu testimonio, ahí podés empezar a decir algo. Es tan importante ese callejear, callejear la fe, callejear la vida.
Esa es la vid a la que se refiere Jesús en el texto que hemos proclamado: la vid que es todo ese «pueblo de la alianza». Profetas como Jeremías, Isaías o Ezequiel se refieren a él como una vid, hasta un salmo, el 80, canta diciendo: «Tú sacaste de Egipto una vid… le preparaste terreno, echó raíces y llenó toda la región» (vv. 9-10). A veces expresan el gozo de Dios ante su vid, otras su enojo, desconcierto o despecho; jamás, jamás Dios se desentiende de su vid, nunca deja de padecer sus distancias –si yo me alejo Él sufre en su corazón–, nunca deja de salir al encuentro de este pueblo que, cuando se aleja de Él se seca, arde y se destruye.
¿Cómo es la tierra, el sustento, el soporte donde crece esta vid en Colombia? ¿En qué contextos se generan los frutos de las vocaciones de especial consagración? Seguramente en ambientes llenos de contradicciones, de claroscuros, de situaciones vinculares complejas. Nos gustaría contar con un mundo, con familias y vínculos más llanos, pero somos parte de este cambio de época, de esta crisis cultural, y en medio de ella, contando con ella, Dios sigue llamando. O sea que a mí no que no me vengas con el cuento de que: “No, claro, no hay tantas vocaciones de especial consagración, porque, claro, con esta crisis que vivimos..” Eso saben qué es: cuentos chinos, ¿clarito?. Aún en medio de esta crisis Dios sigue llamando. Sería casi evasivo pensar que todos ustedes han escuchado el llamado de Dios en medio de familias sostenidas por un amor fuerte y lleno de valores como la generosidad, el compromiso, la fidelidad o la paciencia (cf. Exhort. ap. Amoris laetitia, 5). Algunos sí, pero no todos. Algunas familias, quiera Dios que muchas, son así. Pero tener los pies sobre la tierra es reconocer que nuestros procesos vocacionales, el despertar del llamado de Dios, nos encuentra más cerca de aquello que ya relata la Palabra de Dios y de lo que tanto sabe Colombia: «Un sendero de sufrimiento y de sangre […] la violencia fratricida de Caín sobre Abel y los distintos litigios entre los hijos y entre las esposas de los patriarcas Abraham, Isaac y Jacob, llegando luego a las tragedias que llenan de sangre a la familia de David, hasta las múltiples dificultades familiares que surcan la narración de Tobías o la amarga confesión de Job abandonado» (ibíd., 20). Y desde el comienzo ha sido así, no piensen en la situación ideal, ésta es la situación real. Dios manifiesta su cercanía y su elección donde quiere, en la tierra que quiere, y como esté en ese momento, con las contradicciones concretas, como Él quiere. Él cambia el curso de los acontecimientos al llamar a hombres y mujeres en la fragilidad de la propia historia personal y comunitaria. No le tengamos miedo a esta tierra compleja. Antenoche, una chica con capacidades especiales, en el grupo que me dio la bienvenida en la Nunciatura, habló que en el núcleo de lo humano está la vulnerabilidad, y explicaba por qué. Y a mi se me ocurrió preguntarle: “¿Todos somos vulnerables?” – “Sí, todos”. “¿Pero hay alguien que no es vulnerable?”. Me contestó: “Dios”. Pero Dios quizo hacerse vulnerable y quizo salir a callejaer con nosotros, quizo salir a vivir nuestra historia tal como era, quizo hacerse hombre en medio de una contradicción, en medio de algo incomprensible, con la aceptación de una chica que no comprendía pero obedece y de un hombre justo que siguió lo que le fue mandado, pero todo eso en medio de contradicciones. ¡No tengamos miedo en esta tierra compleja!. Dios siempre ha hecho el milagro de generar buenos racimos, como las arepas al desayuno. ¡Que no falten vocaciones en ninguna comunidad y en ninguna familia de Medellín! Y cuando en el desayuno se encuentren con una sorpresa de esas lindas: “¡Qué lindo!, ¿y Dios es capaz de hacer algo conmigo?”. Pregúntenselo, antes de comerla, pregúntenselo.
Y esta vid —que es la de Jesús— tiene el atributo de ser la verdadera. Él ya utilizó este término en otras ocasiones en el Evangelio de Juan: la luz verdadera, el verdadero pan del cielo, o el testimonio verdadero. Ahora, la verdad no es algo que recibimos —como el pan o la luz— sino que brota desde adentro. Somos pueblo elegido para la verdad, y nuestro llamado tiene que ser en la verdad. Si somos sarmientos de esa vid, si nuestra vocación está injertada en Jesús, no puede haber lugar para el engaño, la doblez, las opciones mezquinas. Todos tenemos que estar atentos para que cada sarmiento sirva para lo que fue pensado: para dar frutos. ¿Yo estoy dispuesto a dar frutos? Desde los comienzos, a quienes les toca acompañar los procesos vocacionales, tendrán que motivar la recta intención, es decir, el deseo auténtico de configurarse con Jesús, el pastor, el amigo, el esposo. Cuando los procesos no son alimentados por esta savia verdadera que es el Espíritu de Jesús, entonces hacemos experiencia de la sequedad y Dios descubre con tristeza aquellos tallos ya muertos. Las vocaciones de especial consagración mueren cuando se quieren nutrir de honores, cuando están impulsadas por la búsqueda de una tranquilidad personal y de promoción social, cuando la motivación es «subir de categoría», apegarse a intereses materiales, que llegan incluso a la torpeza del afán de lucro. Lo dije ya en otras ocasiones y lo quiero repetir como algo que es verdad y es cierto, no se olviden, el diablo entra por el bolsillo, siempre. Esto no es privativo de los comienzos, todos nosotros tenemos que estar atentos porque la corrupción en los hombres y las mujeres que están en la Iglesia empieza así, poquito a poquito, luego —nos lo dice Jesús mismo— se enraíza en el corazón y acaba desalojando a Dios de la propia vida. «No se puede servir a Dios y al dinero» (Mt 6,21.24) (Aplausos). Jesús dice: “No se puede servir a dos señores”. O sea, a dos Señores, como si hubiera sólo dos señores en el mundo: no se puede servir a Dios y al dinero. Jesús le da categoría de señor al dinero, ¿qué quiere decir?: Que si te agarra no te suelta, será tu señor desde tu corazón, cuidado. No podemos aprovecharnos de nuestra condición religiosa y de la bondad de nuestro pueblo para ser servidos y obtener beneficios materiales.
Hay situaciones, estilos y opciones que muestran los signos de sequedad y de muerte, ¿cuándo es eso?: ¡No pueden seguir entorpeciendo el fluir de la savia que alimenta y da vida! El veneno de la mentira, el ocultamiento, la manipulación y el abuso al Pueblo de Dios, a los frágiles y especialmente a los ancianos y niños no pueden tener cabida en nuestra comunidad. Cuando un consagrado, una consagrada, una comunidad, una institución —llámese parroquia o lo que sea— opta por ese estilo es una rama seca. Sólo hay que sentarse y esperar que el Señor la venga a cortar.
Pero Dios no sólo corta; la alegoría continúa diciendo que Dios limpia la vid de imperfecciones. ¡Tan linda es la poda!, duele pero es linda. La promesa es que daremos fruto, y en abundancia, como el grano de trigo, si somos capaces de entregarnos, de donar la vida libremente. Tenemos en Colombia ejemplos de que esto es posible. Pensamos en santa Laura Montoya, una religiosa admirable cuyas reliquias hoy tenemos aquí. Ella desde esta ciudad se prodigó en una gran obra misionera en favor de los indígenas de todo el país. La mujer consagrada ¡cuánto nos enseña de entrega silenciosa, abnegada, sin mayor interés que expresar el rostro maternal de Dios! Así mismo, podemos recordar al beato Mariano de Jesús Euse Hoyos, uno de los primeros alumnos del Seminario de Medellín, y a otros sacerdotes y religiosas de Colombia, cuyos procesos de canonización han sido introducidos; como también otros tantos, miles de colombianos anónimos que, en la sencillez de su vida cotidiana, han sabido entregarse por el Evangelio y que ustedes seguramente llevarán en su memoria y serán estímulo de entrega. Todos nos muestran que es posible seguir fielmente la llamada del Señor, que es posible dar mucho fruto, aun ahora, en estos tiempos y en este sitio.
La buena noticia es que Él está dispuesto a limpiarnos, la buena noticia es que todavía no estamos terminados, estamos en proceso de fabricación, que como buenos discípulos estamos en camino. ¿Cómo va cortando Jesús los factores de muerte que anidan en nuestra vida y distorsionan el llamado? Invitándonos a permanecer en Él; permanecer no significa solamente estar, sino que indica mantener una relación vital, existencial, de absoluta necesidad; es vivir y crecer en unión fecunda con Jesús, fuente de vida eterna. Permanecer en Jesús no puede ser una actitud meramente pasiva o un simple abandono sin consecuencias en la vida cotidiana, siempre trae una consecuencia, siempre. Y permítanme proponerles —porque se está haciendo un poco largo esto [responden: “No!”] No van a decir que sí, así que no les creo— permítanme proponerles tres modos de hacer efectivo este permanecer, o sea que los puede ayudar a permanecer en Jesús.
1. Permanecemos en Jesús tocando la humanidad de Jesús:
Con la mirada y los sentimientos de Jesús, que contempla la realidad no como juez, sino como buen samaritano; que reconoce los valores del pueblo con el que camina, así como sus heridas y pecados; que descubre el sufrimiento callado y se conmueve ante las necesidades de las personas, sobre todo cuando estas se ven avasalladas por la injusticia, la pobreza indigna, la indiferencia, o por la perversa acción de la corrupción y la violencia.
Con los gestos y palabras de Jesús, que expresan amor a los cercanos y búsqueda de los alejados; ternura y firmeza en la denuncia del pecado y el anuncio del Evangelio; alegría y generosidad en la entrega y el servicio, sobre todo a los más pequeños, rechazando con fuerza la tentación de dar todo por perdido, de acomodarnos o de volvernos sólo administradores de desgracias. ¿Cuántas veces escuchamos hombres y mujeres consagrados que parece que en vez de administrar gozo, alegría, crecimiento, vida, administran desgracias, y se la pasan lamentándose, lamentándose de las desgracias de este mundo. Es la esterilidad, la esterilidad de quien es incapaz de tocar la carne sufriente de Jesús.
2. Permanecemos contemplando su divinidad:
Despertando y sosteniendo la admiración por el estudio que acrecienta el conocimiento de Cristo porque, como recuerda san Agustín, no se puede amar a quien no se conoce (cf. La Trinidad, Libro X, cap. I, 3).
Privilegiando para ese conocimiento el encuentro con la Sagrada Escritura, especialmente el Evangelio, donde Cristo nos habla, nos revela su amor incondicional al Padre, nos contagia la alegría que brota de la obediencia a su voluntad y el servicio a los hermanos. Yo les quiero hacer una pregunta, pero no me la respondan, se la responde cada uno a sí mismo: ¿Cuántos minutos o cuántas horas leo el Evangelio o la Escritura por día? Se la contestan. Quien no conoce las Escrituras, no conoce a Jesús. Quien no ama las Escrituras, no ama a Jesús (cf. San Jerónimo, Prólogo al comentario del profeta Isaías: PL 24,17). ¡Gastemos tiempo en una lectura orante de la Palabra! En auscultar en ella qué quiere Dios para nosotros y nuestro pueblo.
Que todo nuestro estudio nos ayude a ser capaces de interpretar la realidad con los ojos de Dios, que no sea un estudio evasivo de los aconteceres de nuestro pueblo, que tampoco vaya al vaivén de modas o ideologías. Que no viva de añoranzas ni quiera encorsetar el misterio, que no quiera responder a preguntas que ya nadie se hace y dejar en el vacío existencial a aquellos que nos cuestionan desde las coordenadas de sus mundos y sus culturas.
Permanecer y contemplar su divinidad haciendo de la oración parte fundamental de nuestra vida y de nuestro servicio apostólico. La oración nos libera del lastre de la mundanidad, nos enseña a vivir de manera gozosa, a elegir alejándonos de la superficialidad, en un ejercicio de verdadera libertad. En la oración crecemos en libertad, en la oración aprendemos a ser libres. La oración nos saca de estar centrados en nosotros mismos, escondidos en una experiencia religiosa vacía y nos lleva a ponernos con docilidad en las manos de Dios para realizar su voluntad y hacer eficaz su proyecto de salvación. Y en la oración, yo les quiero aconsejar una cosa también: pidan, contemplen, agradezcan, intercedan, pero también acostúmbrense a adorar. No está muy de moda adorar. Acostúmbrense a adorar. Aprender a adorar en silencio. Aprendan a orar así.
Seamos hombres y mujeres reconciliados para reconciliar. Haber sido llamados no nos da un certificado de buena conducta e impecabilidad; no estamos revestidos de una aureola de santidad. “Guai” del religioso, el consagrado, el cura o la monja que vive con cara de estampita, por favor, “guai”. Todos somos pecadores, todos necesitamos del perdón y la misericordia de Dios para levantarnos cada día; Él arranca lo que no está bien y hemos hecho mal, lo echa fuera de la viña, lo quema. Nos deja limpios para poder dar fruto. Así es la fidelidad misericordiosa de Dios para con su pueblo, del que somos parte. Él nunca nos dejará tirados al costado del camino, nunca. Dios hace de todo para evitar que el pecado nos venza y que después nos cierre las puertas de nuestra vida a un futuro de esperanza y de gozo. Él hace de todo para evitar eso, y si no lo logra se queda al lado, hasta que se me ocurra mirar para arriba, porque me doy cuenta que estoy caído. Así es Él.
3. Finalmente, hay que permanecer en Cristo para vivir en alegría: tercero, permanecer para vivir en alegría.
Si permanecemos en Él, su alegría estará con nosotros. No seremos discípulos tristes y apóstoles amargados. Léan el final de la Evangelii nuntiandi [Exhortación apostólica de Pablo VI], os aconsejo esto. Al contrario, reflejaremos y portaremos la alegría verdadera, el gozo pleno que nadie nos va a poder quitar, difundiremos la esperanza de nuestra vida nueva que Cristo nos ha traído. El llamado de Dios no es una carga pesada que nos roba la alegría, ¿es pesada? A veces sí, pero no nos roba la alegría. A través de ese peso también nos da la alegría. Dios no nos quiere sumidos en la tristeza –uno de los malos espíritus que se apoderaban del alma y que ya lo denunciaban los monjes del desierto–; Dios no nos quiere sumidos en el cansancio que viene de las actividades mal vividas, sin una espiritualidad que haga feliz nuestra vida y aun nuestras fatigas. Nuestra alegría contagiosa tiene que ser el primer testimonio de la cercanía y del amor de Dios. Somos verdaderos dispensadores de la gracia de Dios cuando trasparentamos la alegría del encuentro con Él.
En el Génesis, después del diluvio, Noé planta una vid como signo del nuevo comienzo; finalizando el Éxodo, los que Moisés envió a inspeccionar la tierra prometida, volvieron con un racimo de uvas de este tamaño [hace el gesto], signo de esa tierra que manaba leche y miel. Dios se ha fijado en nosotros, en nuestras comunidades y en nuestras familias, están aquí presentes y me parece de muy buen gusto, que estén los padres y las madres de los consagrados, los sacerdotes y seminaristas. Dios se ha fijado en nosotros, en nuestras comunidades y familias. El Señor ha puesto su mirada sobre Colombia: ustedes son signo de ese amor de predilección. Nos toca ofrecer todo nuestro amor y servicio unidos a Jesucristo, que es nuestra vid. Y ser promesa de un nuevo inicio para Colombia, que deja atrás diluvios –como el de Noe– de desencuentro y violencia, que quiere dar muchos frutos de justicia y de paz, de encuentro y de solidaridad. Que Dios los bendiga; que bendiga la vida consagrada en Colombia. Y no se olviden de rezar por mí, para que me bendiga también, gracias.