Artículo publicado en la revista Vida Nueva por Manuel María Bru Alonso, delegado Episcopal de Catequesis.

Cuando hace doce años fue elegido Jorge Mario Bergoglio sucesor de Pedro, muchos se asustaron y temblaron, como si se tambaleasen los cimientos de la Iglesia. Y si, para frenar el alarmismo, hubo que explicar por activa y por pasiva que siempre con un cambio en la Sede de Roma se produce una “continuidad en la novedad”, tal vez ahora, al dejarnos el Papa Francisco, convenga poner más en evidencia, con meridiana objetividad, la “novedad en la continuidad”. A saber, que es lo que el Papa Francisco nos trajo verdaderamente de nuevo, más allá de la impronta humana de su origen, carácter, y estilo personal. Es decir, que ha hecho y ha dicho Francisco, como guía supremo de la Iglesia, en estos años, que no habían hecho ni dicho los papas precedentes. Recordemos, entre otras, estas novedades:

La novedad de su propuesta de reforma eclesial: Ya Pío XII propuso el cambio de una Iglesia que se presentaba como sociedad perfecta a una Iglesia que se autodefinía como Cuerpo Místico de Cristo. El Concilio Vaticano II propició un modo nuevo tanto de mirarse la Iglesia al espejo como de proyectarse al mundo, basado en su dimensión comunitaria, como “Pueblo de Dios” visible, y como “misterio de comunión” invisible. San Juan XIII y San Pablo VI acompañaron esta nueva autocomprensión al proclamar que la Iglesia es caridad y diálogo. San Juan Pablo II quiso infundir la espiritualidad de comunión como eje de la vida eclesial, y Benedicto XVI se arriesgó a profetizar una iglesia socialmente minoritaria, formada por pequeñas comunidades creativas y significativas. Pero ha sido el Papa Francisco el que se ha atrevido a sacar este vino nuevo de los odres viejos, los de las estructuras de una Iglesia aún muy clerical y piramidal, para proponer una Iglesia verdaderamente sinodal, donde todos los bautizados participen de verdad, no sólo para aconsejar a los pastores, sino para discernir con ellos y decidir con ellos.

La novedad de su propuesta misionera: El Concilio Vaticano II y la exhortación Evangelli nuntiandi dejaron bien claro que la Iglesia no vive para sí misma sino para la misión. San Juan Pablo II insistió en que el centro de la Iglesia estaba en la frontera entre ella y el mundo, y por tanto en la misión de los laicos. Y Benedicto XVI se atrevió a proponer el atrio de los gentiles, donde creyentes y no creyentes pueden enriquecerse mutuamente cuando comparten la inquietud por la búsqueda del sentido, y el asombro por el misterio de la vida. Pero sólo Francisco se atrevió a decir que el mayor pecado de la Iglesia consiste en no dejar que Jesús salga al encuentro de los hombres de hoy porque le ponemos cerrojos a la puerta que conecta la Iglesia con el mundo, una puerta a la que el Maestro no sólo llama desde fuera para entrar, sino desde dentro para salir (Apocalipsis 3,20). Y no sólo se atrevió a decirlo una y mil veces, sino a actuar en consecuencia, escandalizando a muchos. Y si los papas anteriores habían tratado de corregir una educación católica basada en el moralismo, fue Francisco quien puso nombre a aquellos que en la práctica estaban proscritos de la acogida, el acompañamiento y la integración en la Iglesia.

Y, por último, la novedad de su Doctrina Social. Además de hacer una denuncia a las injusticias sociales sin parangón (sus antecesores criticaron el liberalismo económico, pero fue él se atrevió a decir que “el mercado mata”), oficializó esa Teología de la Liberación revisada que es la Teología del Pueblo de Dios. E introdujo una nueva perspectiva de la nueva evangelización, la de las periferias geográficas y existenciales, los “mundos” de la pobreza, únicos lugares desde donde escuchar al Espíritu que habla a la Iglesia.

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