Decía San Juan Pablo II en su libro-entrevista con Vittorio Messori “El umbral de la esperanza” que “la Iglesia renueva cada día una lucha que no es otra cosa que la lucha por el alma de este mundo”. Una lucha que tiene mucho que ver con la fiesta que hoy celebramos, la Inmaculada Concepción de María. Decía el gran teólogo suizo von Balthasar que para entender algo de María y su relación con nuestro tiempo hay que acudir al texto del Apocalipsis en el que “la mujer vestida del sol, con la luna bajo sus pies y coronada por doce estrellas, aparece como la Iglesia peregrina, en lucha con el Dragón, el diablo, que en su furia contra la Mujer, ha comenzado a hacer la guerra al resto de sus descendientes, que guardan los mandamientos de Jesús y mantienen el testimonio de Jesús”.
En la “lucha por el alma de este mundo” se vislumbra el intento de forjar una sociedad en la que haya desaparecido todo vestigio de lo religioso, incluidas las manifestaciones marianas, por muy arraigadas que estén culturalmente. Por eso, en continuidad con la cristofobia y la eclesiofobia, en la cultura dominante también aparece una especie de marianofobia que pretende presentar a María como engañoso modelo “mítico” de dignidad femenina a través del cual durante siglos de cultura católica la mujer habría tratado de sublimar su discriminación, con todos los ingredientes del sometimiento de género, como son los valores de la virginidad, la maternidad, la dedicación familiar, y sobre todo, la religiosidad. Cuando además de estos valores que no son contrarios a la dignidad de la mujer, hay que añadir los de la libertad y el trabajo que también encarna María.
La falacia de la marianofobia es de carácter antropológico, como lo es en el fondo la guerra entre la Mujer y el Dragón. Lo que esta en juego es la realización del ser humano, que se dirime entre dos caminos: O bien como absolutamente autónomo y autosuficiente o bien como agraciado con la vida y con la libertad por parte de Quien de todo depende, y a cuya plenitud se dirige, y en cuya búsqueda y encuentro descubre el sentido y el valor supremos de la vida.
Pero María también es la solución porque aunque estos dos caminos son antagónicos hay un diálogo posible que es el que se establece entre las personas concretas que por ellos transitan, que son siempre hijos amadísimos de Dios abiertos al encuentro o a la conversión. Y María será siempre, por su ilimitado amparo maternal, forjadora de este diálogo que hará que en la lucha por el alma de este mundo venza su Hijo, pero con las solas armas del amor.