Alfa y Omega – Manuel María Bru Alonso.
Cuando el cardenal Bergoglio tuvo que dirigirse hace diez años a sus hermanos cardenales en las Congregaciones Generales previas al cónclave, abogó por una Iglesia que interprete la llamada de Jesús a la puerta de la Iglesia descrita en el libro del Apocalipsis, no solo como una llamada para entrar cada día más en ella, sino como una llamada para salir de ella, abiertos los cerrojos interiores, y poder ir al encuentro con el hombre de hoy. Y fue elegido sucesor de Pedro en ese cónclave, entre otras cosas, para abrir no pocos de esos cerrojos.
Y eso es lo que ha hecho una vez más el Papa con el tan debatido diálogo con jóvenes alejados y lejanos de la Iglesia emitido por Disney+ y dirigido por Jordi Évole. Un debate en el que los medios de comunicación supuestamente poco afines, aún críticos, como es lógico, con la moral católica defendida por el Papa, se rinden ante su testimonio de cercanía, que no de condescendencia. Y en el que los medios de comunicación supuestamente más afines acusan al Papa en el mejor de los casos de «funanbulista», o directamente de relativista, enfrentándolo a su antecesor Benedicto XVI, precisamente el que promovió el Atrio de los gentiles en la Iglesia como espacio de encuentro entre cristianos y no creyentes vinculados a todo tipo de ideologías. El diálogo, y sobre todo la reacción mediática recibida, merecen que nos hagamos dos preguntas:
La primera pregunta es: ¿El Papa ha actuado de modo antievangélico con estos jóvenes? Es decir, por un lado, ¿no los ha escuchado con respeto, los ha condenado por sus posiciones morales, les ha recriminado su osadía para dirigirse a él con sinceridad?; o, por otro lado, ¿ha claudicado el Papa ante alguna verdad de la fe o de la moral evangélicas, o del magisterio de la Iglesia? ¿ha amoldado su discurso a sus interlocutores cayendo en lo que él mismo define como una acomodación elitista a las ideologías?
Evidentemente el Papa no ha incurrido en su diálogo con estos jóvenes en ninguno de estos extremos. Muy al contrario, el Papa no solo ha derrumbado con este encuentro un buen pedazo del muro que separa a la Iglesia del mundo de hoy, un muro formado por miles de ladrillos de incomprensión, de sospecha, y de prejuicios mutuos, sino que ha enseñado a todo el mundo que cuando apuesta por una «Iglesia en salida» lo hace en serio, y que esta expresión no es una fórmula de márketin eclesial, sino una apuesta sincera y verdadera por mostrar el amor y la misericordia de Dios a todos los hombres sin excepción.
La segunda pregunta es: ¿Quiénes son los verdaderos «piel de judas» (expresión con la que el Papa bromea al encontrarse con ellos: «Me dijeron que son la piel de judas, ¡prepárense!»), estos jóvenes coparticipes, como la gran mayoría de los jóvenes de hoy, de la noche cultural dominante y envolvente, o los que los condenan, instruidos con ideas «muy claras» pero el corazón endurecido, y las manos llenas de piedras para arrojárselas a Évole, a esos jóvenes, y como no, al mismo Papa?
Porque el Papa además de aprovechar muy bien la ocasión para dar un paso más en el diálogo con las periferias del pensamiento y de la «presidencia religiosa» de hoy, nos ha dado un ejemplo a todos los católicos, asumiendo el escándalo de esas «élites católicas» que ante este Papa están dibujando la imagen más preclara del fariseísmo religioso contemporáneo, ese del que Charles Peguy nos advertía, el de la «gente honrada», que negando tener heridas se creen invulnerables y, por tanto, sin necesidad de misericordia.
Solo desde la más irresponsable ingenuidad, o desde la más impresentable hipocresía, se puede esperar que la imagen de Cristo «escándalo» para unos y «necedad» para otros de la que hablaba san Pablo a los Corintios sea solo la que tienen de Él los que no creen en Él. Mientras estemos en proceso de conversión el Señor seguirá provocándonos y escandalizándonos. Si no es así, es que ya hemos cambiado el seguimiento cristiano por la asunción de una ideología a nuestra medida a la que seguimos llamando cristiana o católica, pero que ya no lo es, porque habremos abandonado la capacidad de asombro, de búsqueda, de inquietud y de anhelo por una verdad que nunca podremos poseer, sino tan solo dejarnos, paulatinamente, poseer por ella.
Y si seguimos así, sin preguntarnos lo que el Espíritu Santo nos está enseñando hoy con este pontificado, que no es el de ayer ni el de mañana, sino el de hoy, llegará el día en el que no se encontrará un puñado de jóvenes como estos que tengan el más mínimo interés de dialogar con un Papa, y menos aún con cualquier otro que les represente a la Iglesia. Y volveremos a caer en la misma tentación de siempre: atrincherarnos ante el mundo real, ese que «tanto ha amado Dios que le ha enviado a su Hijo», y refugiarnos en el frío invierno de una Iglesia estufa porque, a la postre, apenas le quedarán unas pocas ascuas encendidas, a base de apagar una a una todas las mechas enviadas desde el cielo para mantener el fuego del Espíritu.