¿Sabemos distinguir bien entre la verdadera religiosidad y la falsa religiosidad? La pregunta no es baladí, pues en ello están en juego tres cosas muy importantes:

  • Esta en juego nuestra propia salud espiritual, por no decir nuestra propia salvación. La capacidad humana del autoengaño hasta el punto de disfrazar de bien el mal es enorme.
  • Esta en juego el poder frenar o en cambio dejar un resquicio para que el maligno haya su más preciada perversión: conseguir que se haga el mal en nombre de Dios.
  • Y esta en juego también el modo en el que transmitimos a las próximas generaciones y a nuestros contemporáneos la fe, imbuidos (como nosotros) de la cultura dominante secularizada cuando no prescindente de Dios, que tantas veces la mezclamos con criterios que no sólo no son cristianos, sino que son directamente opuestos a la voluntad de Dios.

En las lecturas de este domingo encontramos cuatro contrastes entre la verdadera y la falsa religiosidad:

  • En la profecía de Malaquías vemos que frente a la falsa religiosidad de quienes creen que se puede corresponder a la Alianza con Dios despreciando a los demás esta el verdadero sentido de la filiación de Dios y de la fraternidad humana: “¿No tenemos todos un solo padre? ¿No nos creó el mismo Señor? ¿Por qué, pues, el hombre despoja a su prójimo, profanando la alianza de nuestros padres?”
  • En el salmo 130 vemos que con la arrogancia no se puede rezar a Dios, sino sólo desde la humildad: ”Señor, mi corazón no es ambicioso, ni mis ojos altaneros; no pretendo grandezas que superan mi capacidad”.
  • En la carta de San Pablo a los Tesalonicenses vemos el contraste entre la relación que tenemos entre nosotros los cristianos, que no pasa muchas veces de la mera cortesía, a los lazos que la fe nos propone: la delicadeza del amor propia de las madres, la alegría de acoger juntos la Palabra de Dios no como palabra humana sino como lo que es, divina; los esfuerzos y fatigas para no sernos gravosos entre nosotros, y hasta estar dispuestos a dar la vida los unos por los otros.
  • Y en el Evangelio Jesús contrasta la falsa religiosidad de los fariseos, que se basa en imponer y exigir a los demás el complimiento de normas estrictas de conducta, la aparente superioridad de quienes se creen maestros y consejeros, frente a la verdadera religiosidad que consiste en la humildad, la mansedumbre, la confianza en Dios, y la misericordia.

¿La llamada de Jesús a purificar la experiencia religiosa tiene vigencia en nuestro tiempo? Sin duda que si:

  • Hoy las palabras de Jesús nos advierten del peligro de hacer de la religión, incluida la religión cristiana, una excusa para dar rienda suelta a la arrogancia personal o colectiva, y el afán de superioridad. Es el peligro del integrismo, contrario al espíritu de encuentro, de diálogo, de integración.
  • Hoy las palabras de Jesús nos advierten del peligro de hacer de la religión, incluida la religión cristiana, un medio para la crítica destructiva, y la denigración y ofensa de los demás, de sus culturas y sus religiones. Es el peligro de la xenofobia y del fanatismo religioso o anti-religioso.
  • Hoy las palabras de Jesús nos advierten del peligro de hacer de la religión, incluida la religión cristiana, un camino de autoafirmación y autosuficiencia personal, de búsqueda de méritos para exigirle a Dios la salvación. Es el peligro del pelagianismo, de la minusvaloración de la gracia frente a la supervaloración de la capacidad personal propia de la cultura moderna individualista.

Relata un viejo cuento que cuando un hombre alcanzó el final de su vida terrena y fue conducido por una gran luz se le pidió un último esfuerzo: debía escalar una gran montaña en cuya cima podría encontrarse con su Creador. Empeñado en llevar a su subida un gran saco lleno de cosas, tardó mucho en llegar al umbral de la cima. Al no poder alcanzarla, ya a pocos metros, desesperaba. Una voz le advirtió que sólo si soltaba aquel pesado saco sería capaz de culminar la subida. Y él repuso: “no puedo, aquí llevo todos mis méritos, sin ellos mi Dios no me admitirá ante Él”. Pero Dios mismo se asomó desde la cima y mirándole con misericordia le dijo: “tus méritos, como tus pecados, son ya míos desde antes de que emprendieses la escalada. Te espero a ti, sólo a ti, porque sólo me necesitas a mi para ser salvado”.

HOMILÍA DOMINGO XXXI DEL TIEMPO ORDINARIO CICLO A