Domingo 31 de julio de 2016: HOMILÍA DEL DOMINGO XVIII DEL TO (CICLO C) 31 JULIO 2016
San Ignacio de Loyola
1.- Sólo hay dos maneras de entender la Palabra de Dios: la del teólogo que la estudia, y la del santo que la vive. Las dos se requieren mutuamente. San Ignacio de Loyola, que hoy celebramos, no explica magistralmente con su vida la Palabra de Dios de este Domingo:
- La sola presencia en la Universidad de París del que fuera un guerrero que tras su conversión estudia humildemente latín con jóvenes que podrían ser sus hijos, los jóvenes más nobles y ricos de Europa, gritaba a voces la sentencia del libro del Eclesiastés que acabamos de escuchar: “vanidad de vanidades, todo es vanidad”, o la de San Pablo en su carta a los Colosenses “Buscad los bienes de allá arriba”. No en vano esta verdad reflejada en el rostro de Ignacio conquistó al joven Francisco Javier.
- La gran determinación de Ignacio de Loyola surge del discernimiento que Jesús nos enseña hoy en el Evangelio: ¿de que le sirve al hombre “almacenar riquezas para si”, en lugar de ser “rico para Dios”?. El lema que presidió con pasión la vida de San Ignacio, y que dejo como legado no sólo para la Compañía de Jesús, sino para toda la Iglesia, fue que todo sea sola y únicamente “a mayor gloria de Dios”.
2.- La experiencia de Ignacio de Loyola es la experiencia por antonomasia de la conversión, esa que el hombre rico de la parábola del Evangelio se lamenta ya tarde no haber tenido. Si hubiese sido al contrario, si el rico del Evangelio hubiese descubierto el secreto de la vida, su relato sería muy distinto. Se habría encontrado con la sabiduría que el Señor nos enseño: “No os hagáis tesoros en la tierra, donde la polilla y el orín corrompe, y donde ladronas minan y hurtan; Mas haceos tesoros en el cielo, donde ni polilla ni orín corrompe, y donde ladrones no minan ni hurtan: Porque donde estuviere vuestro tesoro, allí estará vuestro corazón” (Mt 6, 19-21). Y podría decir:
- Antes podía pasar de la alegría más eufórica a las más caótica de las desilusiones. Porque dependía de las circunstancias, de las cosas, de las preocupaciones, de las situaciones, de los acontecimientos:
- Lo malo venía por si sólo, y a veces porque no podía ser de otro modo: “si me lo estaba buscando…” me decía.
- Lo bueno venía igual que se iba, y cuando trataba de prefabricarlo terminaba por desgastarse, porque la felicidad no se compra, ni se programa. Y, ya dice el refrán que “Dios se ríe de nuestros planes”.
- Ahora dentro de mi surge una alegría interior, más estable, más vigorosa, más fuerte. Encajas mejor los golpes, y no te dejas llevar por sobresaltos, no necesitas «emborracharte» de nada.
- Estas más contento, disfrutas más de las pequeñas cosas, sobre todo del trato con las personas. Todo es nuevo y gratificante, porque detrás de cada palabra, de cada mirada, de cada rostro, esta Tu Dios, que te ama, que te espera, que te busca, que quiere de ti. Es toda una aventura. La vida se convierte en una “divina aventura”.
- Y ahora me doy cuenta de que Dios lo salva todo: si nada escapa de su amor, tampoco nuestras limitaciones. Esta es la radical novedad de la misericordia de Dios. Porque te das cuenta de que ni tu ni los demás podéis exigirte ser perfectos. Sólo El, que es perfecto, puede darte el don de parecerte a El. Se recobra, además de la unidad interior, la paz interior.
- San Ignacio de Loyola llamó a este descubrimiento la santa indiferencia: “ya venga vida larga o corta, salud o enfermedad, riqueza o pobreza, … Dios lo es todo para mí”.
3.- San Ignacio de Loyola nos dejó, entre tantas maravillas de su mente lúcida, de su perspicacia psicológica, de su sabiduría práctica (siempre y para todo dos pasos en la vida: discernimiento y determinación), pero sobre todo de su santidad apasionada, este hermosa oración, que expresa la mejor manera de responder la gran enseñanza del Evangelio de hoy:
Tomad, Señor y recibid
toda mi libertad
mi memoria, mi entendimiento
y toda mi voluntad
Todo mi haber y mi poseer
vos me lo disteis
a vos Señor lo torno
Todo es vuestro
disponed a toda vuestra voluntad
Dadme vuestro amor y gracia
que ésta me basta.