Manuel María Bru ofrece en el libro «Juan Pablo II. Incansable defensor de la Dignidad Humana» los grandes temas de la vida y el Pontificado del «Huracán Wojtyla»
TEXTO DE LA ENTREVISTA en Aleteia: https://es.aleteia.org/2021/03/02/la-leccion-de-irak-y-san-juan-pablo-ii-que-no-deberia-repetirse-con-el-papa-francisco/
OTRAS ENTREVISTAS SOBRE EL LIBRO:
ENTREVISTA EN COPE Febrero 2021):
ENTREVISTA EN LA REVISTA CIUDAD NUEVA (Abril 2021): ENTREVISTA EN CIUDAD NUEVA ABRIL 2021
ALETEIA 2 de marzo de 2021.- Álvaro Real.- Manuel María Bru acaba de publicar una libro biografía sobre San Juan Pablo II. «Juan Pablo II. Incansable defensor de la Dignidad Humana», de la Editorial San Pablo. Cien años después de su nacimiento y aunque parezca que está todo dicho sobre el «Papa Magno» aún hay muchas cosas que pasan desapercibidas. Sus años de infancia y juventud, sus años en el Concilio Vaticano II, sus primeros años de obispo y su trascendental Pontificado.
El autor recuerda y disecciona importantes momentos de la vida de Juan Pablo II que cambiaron la historia de la Iglesia y de la Humanidad. Manuel María Bru lo califica como «un hombre de Dios», con una obsesión intelectual antropológica y un «gran defensor de la dignidad del hombre».
Aleteia ha podido conversar con el autor:
Dices en el libro que la pasión de la vida de Juan Pablo II, fue “la dignidad del hombre hijo de Dios”. ¿Por qué?
Estoy convencido de ello. Por tres razones:
Primera, porque San Juan Pablo II fue sin duda, como lo han sido todos los santos, un hombre de Dios. Pero su mirada hacía Dios partía siempre de la mirada al hombre, y le trasportaba siempre a la mirada al hombre. Su espiritualidad, como le confesó un día a Paloma Gómez Borrero cuando le preguntó como tenía fuerzas para rezar por las noches tras las agotadoras jornadas en sus viajes, era una “espiritualidad geográfica”. Es decir, que le llevaba a Dios -como dice la Constitución Apostólica Gaudium et spes del Concilio Vaticano II-, compartir “las angustias y las tristezas, las alegrías y las esperanzas” de los hombres. La contemplación del ser humano en su sagrada dignidad, le llevaba a la contemplación de Dios.
Segunda, porque su pensamiento fue fundamentalmente antropológico. Su gran aportación intelectual fue la profundidad filosófico-teológica con la que entendía la dignidad del ser humano como hijo de Dios. Esta fue su “obsesión” intelectual como joven profesor universitario, su “ética de los valores” arraigados y vivenciados en las personas, y el mensaje principal de su magisterio pontificio, desde su primera encíclica Redemptor Hominis.
Tercera, porque se convirtió en un gran defensor de la dignidad del hombre, contra todos los males que a lo largo del siglo XX la hirieron de mil formas distintas. Esta clave ha venido a ser como el hilo conductor de la biografía que he escrito, de ahí el subtítulo “Incansable defensor de la dignidad humana”. Creo que no siempre se ha valorado, por encima de visiones ciertas pero reductivas, que esto es lo que daba unidad a su vida y lo que unifica por tanto su legado.
No fue ni un moralista, ni un artífice de cambios políticos, ni un defensor de la vida sólo del no nacido y del anciano, sino un defensor del hombre, ante cualquier tipo de opresión (cultural, social, política) y en todo el transcurso de su vida, desde su nacimiento “hasta” (no “y”) su muerte natural. Muchos lo odiaban por ello, pero también muchos lo aplaudían “seleccionando” su mensaje: porque si denunciaba el aborto y la eutanasia activa, exactamente igual denunciaba el hambre, el empobrecimiento de los pueblos, y la injusticia social (especialmente la laboral). Si lucho contra el comunismo, lo mismo hizo con el capitalismo.
Karol Wojtyla tomó una niña sobre sus hombros y la llevó sobre la nieve invernal de Cracovia
“Quien fue cocinero antes que fraile, lo que pasa en la cocina bien sabe”, dice el refrán castellano. Juan Pablo II conocía muy bien el drama de la historia, porque estuvo muy implicado en la vida de la época. ¿Qué destacarías de sus años de Infancia y juventud?
Fueron años durísimos. Fue un hombre curtido en el dolor. Sufrió siendo niño, adolescente y joven, el fallecimiento de su madre, de su hermano, y de su padre.
Pero además le toco el peor lugar, y el peor momento (tal vez el mejor lugar, y el mejor momento, para el Dios providente que escribe recto con renglones torcidos), del drama que vivió Europa bajo dos totalitarismos, el nazi y el comunista.
La guerra más cruenta jamás conocida que comenzó con la primera ocupación de Polonia, la de la Alemania nazi, y la peor de las postguerras, la segunda ocupación, la del Telón de Acero. Karol Wojtyla configuro su personalidad, su espiritualidad, y descubrió su vocación sacerdotal en el contexto de esta historia dramática.
Lo fantástico es que, en lugar de sucumbir, encontró en Dios la fortaleza para forjarse una solida espiritualidad, para volcarse en el amor concreto y el cuidado exquisito de su padre con durísimos trabajos, y para sostener en esa situación a sus amigos de juventud (católicos y judíos), comunicándoles su riquísima vida interior desde la expresiva creatividad como líder, como escritor, e incluso como actor.
A mi me ayuda entender como forjó su espiritualidad en aquellos años, entre otras muchas cosas, por un episodio que conocimos casi al final de su vida, en el año 2000. En su deseado viaje a Tierra Santa, una mujer judía, Edith Zier, pudo por fin agradecer al Papa lo que había hecho por ella 55 años antes, cuando con 13 años, enferma y abandonada, única superviviente de un campo de concentración nazi, Karol Wojtyla la tomó sobre sus hombros la llevó sobre la nieve invernal de Cracovia a la estación de ferrocarril más cercana.
Aquel gesto me parece un icono de lo que fue toda su vida: cargar con el sufrimiento de los más débiles del siglo XX sin tregua ni descanso.
Para San Juan Pablo II resultaban evidentes cosas que sonaban revolucionarias
Llega el Concilio Vaticano II y “su personalidad se impone”. En el libro citas muchísimas intervenciones que bien merece conocerse. ¿Tan importante fue su presencia en el Concilio?
Muy importante. Sus aportaciones fueron sin duda valiosas y significativas en las constituciones sobre la Iglesia Lumen Gentium y Gaudium et spes, así como en la declaración dignitatis humanae sobre la libertad religiosa.
Si en esta última fue muy valioso su testimonio, junto a otros padres conciliares provenientes de la Iglesias de la Europa del Este vigiladas y coaccionadas, en las constituciones sobre la Iglesia aportó una mirada y un lenguaje muy innovadores, que centraban la misión de la Iglesia no en un anuncio de verdades dogmáticas que como tales debían imponerse por si mismas, sino como en la propuesta de una respuesta que da sentido y plenitud a todos los profundos anhelos existenciales del ser humano, de los que la cultura de entonces empezaba a sentirse especialmente sensible.
Para él resultaban evidentes cosas que muchos años después han llegado a serlo, pero que para muchos de los eclesiásticos de entonces sonaban revolucionarías, como el protagonismo de la familia, el laicado y la mujer en la Iglesia.
Aunque para muchos la imagen de una Iglesia polaca profundamente tradicional, porque abrazaba su tradición como expresión de una identidad cultural patria siempre amenazada por las ideologías del poder, fuese como un filtro que pudo ocultar la experiencia vital del Cardenal Wojtyla, cuya participación en el mundo real de las gentes era evidente. Un mundo que muchos clérigos de entonces, con o sin discursos modernistas, no podían oler ni de lejos.
La tercera vía del obispo Wojtyla
Sus años como obispo no fueron fáciles. Escribes: “Los años de Wojtyla al frente de la archidiócesis polaca pasaron entre la mirada de apoyo desde Roma y la mirada de vigilancia desde Varsovia”. ¿Cómo vivía Wojtyla el encontrarse en medio de esta encrucijada?
Lo vivió de un modo muy particular, que llegaba a ser desconcertante dentro, pero sobre todo fuera de la Iglesia. Normalmente ante situaciones de vigilancia del poder y de falta de libertad religiosa junto al resto de libertades, las dos reacciones más habituales son el cobarde sometimiento o el valiente enfrentamiento.
Para el obispo Wojtyla había una tercera vía. No equidistante de aquellas dos, que la hubiese definido como tibia. No, se situaba en la línea de la valiente “resistencia”, pero no tanto de una resistencia reactiva, sino proactiva.
En situaciones límite había que dar el do de pecho y decir no, pase lo que pase. Y a Wojtyla no le temblaban las manos cuando había que hacerlo, como hizo, rodeado de “antidisturbios” y desobedeciendo a las autoridades, al poner una primera piedra, y después inaugurar, la Parroquia de Nowa Huta, en un barrio diseñado como modelo de una ciudad cuya única religión debía ser el socialismo.
Pero la respuesta habitual era la de una valentía más inteligente, en la que no ir a rebufo de las maniobras propagandísticas contra la Iglesia o las trabas políticas a su misión por parte del aparato gubernamental del partido comunista, sino minando desde abajo sus cimientos.
Era la lucha cultural, que se mostró a medio y largo plazo como la única capaz de hacer caer no sólo el comunismo en Polonia, sino en todo el Talón de Acero. Frente a la inconsistencia de un discurso ideológico sin fundamento que se imponía por la fuerza del poder dictatorial coactivo, y por la eficacia de la propaganda en manos sólo de este poder, la misión de la Iglesia era la de acompañar al pueblo polaco en su día a día recordándole cuales eran las raíces cristianas de su cultura, esa única tabla de salvación -como definía nuestro filósofo Ortega a la cultura-, a la que los hombres se agarran cuando naufraga el barco de su existencia, del sentido de sus vidas.
Tan es así que hasta los torpes estrategas del partido apoyaron que desde Roma se crease un segundo cardenal que pudiera repartir el protagonismo del imponente Cardenal Wyszyński, para lo que creyeron incluso que el ideal era Wojtyla, un intelectual, un poeta…
Pero pronto se dieron cuenta de su error, porque el poeta fue capaz de liderar una silenciosa revolución de las almas, que acabó dando sus frutos muchos años después, ganando al menos una batalla en la historia de la “lucha por el alma de este mundo”, como la definía San Juan Pablo II en su libro entrevista con Vittorio Messori.
Un pontificado que no dejó a nadie indiferente
Comienza su Pontificado y los primeros diez años son un Huracán… ¡No tengáis miedo!¡Abrid de par en par las puertas a Cristo! dijo nada más comenzar. Comienzan sus viajes, el Espíritu de Asís, su lema Totus Tuus y su apoyo a la labor de los laicos. Años apasionantes… ¿Cómo se vivió esto en la Iglesia?
Paloma Gómez Borrero acuñó con gran acierto esta definición de aquellos años, “Huracán Wojtyla”.
Fue un periodo que no dejo a nadie indiferente, ni a la Iglesia ni al mundo, que habían conocido en los últimos papas la novedad de un noble que lejos de vivir en su pedestal abría sus brazos a una humanidad herida y lloraba con ella, como fue Pío XII; que habían conocido la novedad de un “párroco del mundo” cuya bondad y sencillez cautivo a todos, pero que nadie imaginó que tuviera el arrojo de convocar un concilio sin miedo a que temblasen los andamios de una iglesia semper reformanda, como fue San Juan XXIII; que habían conocido la novedad de un invencible diplomático, con una capacidad inusual de diálogo hacía fuera con el mundo moderno y hacia dentro para sostener, con gran sufrimiento, la unidad en la diversidad de la Iglesia, como fue San Pablo VI.
Pero, conmovidos por el cortísimo pontificado de Juan Pablo I, que se había ganado la simpatía de todos con su incomparable empatía, no podían asimilar, ni la Iglesia ni el mundo, a un papa como Wojtyla, que ni hablaba como un papa, ni tenía las posturas de un papa, y que hacía cosas que nunca había hecho un papa, como hacer natación, aprovechar los vuelos en los viajes con los periodistas para hacer ruedas de prensa, o besar a los niños y a los ancianos en la frente.
Fue, más que un huracán, una bomba. Su fuerza arrolladora hizo temblar la seguridad de los más inmovilistas dentro de la Iglesia y de no pocos poderosos fuera de ella. Pero sobre todo hizo que muchos recuperasen la fortaleza de su fe adormecida por la sociedad del bienestar, debilitada por los males que les afligían, o amenazada por la intolerancia de las ideologías secularistas.
Ciertamente, junto a su mirada profunda a los ojos de cada persona, su mensaje arrollador, y su lucha por la dignidad humana, podemos decir que su llamada arrebatadora del “no tengáis miedo” resonó en el fondo colectivo de los pobres, de los atormentados, de los dubitativos, de los débiles, y les dio esperanza.
Mientras para otros, desde los observatorios del poder de este mundo, no se le dio al principio mucha importancia, hasta que los más listos de entre ellos, captaron la paradoja: ahora eran ellos lo que iban a temblar de miedo, y no pocos no dejaron de temblar hasta ver tambalearse el suelo de sus seguridades que creían invencibles.
Con el Espíritu de Asís llevó hasta sus últimas consecuencias la apuesta del Concilio Vaticano II por los diálogos ecuménico e interreligioso, ganándose nuevos enemigos, que habiéndole recibido como el representante de la Iglesia perseguida que corregiría lo que para ellos eran los desmanes del Concilio, de la noche a la mañana lo tildaron de hereje, sincretista y anti-papa, exactamente igual que ahora hacen los del mismo pelaje con el Papa Francisco.
Dentro de la Iglesia clarificó la identidad de los sacerdotes y los religiosos, despertó a los laicos en su responsabilidad en la vanguardia de la misión, y contagió una gran confianza filial en María, la madre de Dios y madre de la humanidad, difundiendo aquella devoción moderna que aprendió de joven leyendo a San Alfonso María de Ligorio en los momentos de descanso cuando trabajaba en las minas y en las plantas químicas. Hasta que ella misma lo salvó de un atentado que confirmó que su vida estaba unida a la de Cristo en la Cruz, no sólo antes de ser elegido sucesor de Pedro, sino también como Cabeza visible de la Iglesia, hasta el último suspiro de su vida.
Lideró uno de los planes pastorales más eficaces de la historia de la Iglesia
La caída del muro también marca su Pontificado: un cambio de época. Llega la libertad, también la necesaria reconciliación… Juan Pablo II como actor clave en toda la política internacional pero también como portador de la Verdad… dices en un capítulo: “Con la mirada en Dios Padre”. ¿Son años de un Pontificado “Mar adentro”?
Los años 90 fueron también para San Juan Pablo II años muy intensos. En los primeros cinco años vio los frutos de algo por lo que había rezado toda su vida, y por lo que había luchado pacíficamente no sólo, sino junto a toda la Iglesia de la Europa del Este, aunque es verdad que, si como arzobispo de Cracovia fue uno de los rostros más significativos de esta lucha, como Papa se había convertido en el faro de esperanza para todos ellos.
Resultan absurdas las teorías de conspiración política del Papa con otros líderes mundiales, con los que se distanciaba ideológicamente tanto como con los comunistas. De hecho, en esos años tuvo que lidiar otra gran batalla con el mundo capitalista, como fue la de buscar alianzas para frenar los planes cuasi-eugenésicos de la Conferencia del Cairo.
En la segunda mitad de este decenio se volcó en la misión de preparar a la Iglesia para celebrar el inicio del Tercer Milenio cristiano. Y para ello propuso y lideró uno de los planes pastorales más concienzudos y eficaces de la historia de la Iglesia: Con la mirada en el Hijo de Dios en 1997, en Dios Espíritu Santo en 1998, y en Dios Padre en 1999.
En el libro me extiendo especialmente en el Año del Espíritu Santo, porque en la Vigilia de Pentecostés de aquel año reunió, sin precedentes, a los líderes y a los miembros de los nuevos movimientos eclesiales, esos que había conocido cuando actuaban clandestinamente en la Europa de Este, y que entendió no que fueran “sus ejércitos” como muchos han dicho, sino porque mostraban un rostro innovador del testimonio de los laicos, y porque los percibía como los nuevos carismas de nuestro tiempo.
Cuatro Vientos, un terremoto de gracia
Hablemos de los últimos años de Pontificado. Hay una anécdota muy bonita. Dicen que un sacerdote se acercó al Rey Felipe VI, entonces Príncipe y le dijo: «Gracias por venir a Cuatro Vientos» y el futuro Rey respondió: «¡No! Soy yo el que tengo que dar las gracias al Papa y a todos vosotros por estar hoy aquí». Juan Pablo II seguía teniendo esa fuerza, a pesar de la enfermedad…
Si. Ese sacerdote era yo mismo, aunque no lo revelo en el libro porque sería pretencioso colarme en una biografía del Papa, aunque fuese por una anécdota.
Nuestro Rey (Rey de España), entonces príncipe, estaba feliz. Se sentía como un joven más entre toda aquella multitud. Tuve la ocasión de seguir muy de cerca al Papa en aquel viaje a España, del que como en el resto de los viajes a nuestro país me explayo un poco más que en el resto de los viajes, de los que hablo en el libro sin dejarme ninguno.
En 2003, dos años antes de que nos dejase, ya veíamos como el peso de los años y la frágil salud arrastrada prácticamente desde el inicio de su pontificado por causa del atentado de 1981, hacían mella en él. Pero aún así sacaba fuerzas de su interior milagrosamente, y todo el mundo pudo comprobar que no exageró al presentarse como un joven de 83 años.
Desde la Comisión Preparatoria del Viaje sabíamos que, aunque el objetivo de la Visita Apostólica eran las canonizaciones de cinco españoles en la Plaza de Colón, la vigilia con los jóvenes de la noche anterior sería un momento único, y así fue.
No sólo porque creo poder afirmar que aquel Cuatro Vientos papal estuvo mejor organizado que el de la Jornada Mundial de la Juventud de 2011 con Benedicto XVI, sino porque fue como la culminación de una alianza sin precedentes entre un Papa y millones de jóvenes, que se sentían reconstruidos por dentro en su presencia.
Y el secreto no estaba en lo que les decía, que sin duda les entusiasmaba, sino en como los escuchaba. En aquel Cuatro Vientos los testimonios de los jóvenes españoles conmovieron su corazón, y cuando el corazón de San Juan Pablo II se conmovía, todo temblaba a su alrededor, como si se desatase un terremoto de gracia.
Aprender de los errores
Para terminar… Hablemos de Irak. Es un viaje que a Juan Pablo II le hubiera gustado hacer, ahora lo hará Papa Francisco. ¿Cómo fueron esos momentos en plena crisis del Golfo? Veinticinco llamamientos del Papa…
Antes de responder me gustaría contextualizar aquel momento en las siempre difíciles relaciones entre la Santa Sede y el país más poderoso de la tierra. Propongo para ello un juego: leamos estas palabras: “Los jefes de las naciones desarrolladas no pueden descuidar estas prioridades: el respeto de la naturaleza por parte de todos, una política de apertura a los inmigrantes, la cancelación o una reducción de la deuda de los países más pobres, la promoción de la paz, el diálogo y la negociación, y el primado del derecho. Un mundo global es esencialmente un mundo de solidaridad. Desde este punto de vista, Estados Unidos, teniendo en cuenta sus numerosos recursos, sus tradiciones culturales y sus valores religiosos, tiene una responsabilidad especial”.
¿Quién las pronuncia, a quien se dirige, y cuando fueron pronunciadas? Sin duda podrían haber sido pronunciadas por el Papa Francisco dirigiéndose a Donald Trump en estos últimos años. Sin embargo, son de hace veinte años, y se las dirigió San Juan Pablo II a George Bush en julio de 2001 en Castelgandolfo.
En el contexto de estas relaciones, diplomáticas, serenas, pero en el fondo siempre tensas, dos años después Estados Unidos invade Irak, acusándolo de liderar el “eje del mal”, de tener conexiones con Al Qaeda, y de tener una gran cantidad de armas de destrucción masiva. El Papa se opuso claramente a esta invasión.
Desde el equipo de comunicación del viaje del Papa a España fuimos testigos de la envergadura de la condena del Papa a esa invasión un mes antes de venir. En España no sólo al entonces presidente del gobierno, sino a una significativa parte de los Medios de Comunicación, sentó muy mal la reacción del Papa. Es más, no pocos altos cargos eclesiásticos eludían el tema porque en el fondo estaban más con Bush que con el Papa.
Pasó lo que pasó, no podemos echar marcha atrás. Pero podemos aprender de los errores. No sólo deberían aprender de los errores los gobernantes tentados de inventarse guerras para demostrar su poderío, encauzar a sus votantes en una causa populista, y ya puestos vaciar sus arsenales para reactivar su industria armamentística.
Hay una lección que podemos aprender todos: no dejarnos engañar por la propaganda de falsas noticias orquestadas por el poder, y si somos católicos, dar más crédito al Vicario de Cristo cuando reclama paz y justicia. Y esta es una lección que ahora de nuevo, con el Papa Francisco, muchos parecen no haber aprendido.