Doy gracias a Dios por haber conocido y compartido tantas cosas con José Antonio Álvarez, obispo auxiliar de Madrid. Sobre todo el regalo de este mes de septiembre en el que quiso estar cerca de los catequistas presidiendo las primeras reuniones de los tres equipos de la Delegación de Catequesis y el primer curso de nuevos catequistas. Quiso estar para unir y ensamblar, para hacer diócesis, explicándonos la carta pastoral del Cardenal arzobispo para este curso pastoral. Lo hizo como es él: con la discreción de quien sabe escuchar, con el aplomo de quien sabe acompañar, con el cariño de quien sabe presidir en la caridad.
Nos ha dejado un hombre de Dios, y sólo Dios sabe por qué. José Antonio, con apenas 50 años, ha sido un padre para cientos de sacerdotes, desde que eran seminaristas, y de laicos en Madrid, a los que ha acompañado desde su ministerio sacerdotal y episcopal con mucha sabiduría y con mucho cariño. Siempre alegre, siempre positivo, humilde y sereno, daba gusto estar a su lado y dejarse llevar por la paz que daba. Creo sinceramente que entre muchas otras estas eran las grandes virtudes de José Antonio:
Humilde siempre: como sacerdote poniéndose en último lugar, y queriendo siempre aprender de los demás sacerdotes y de los laicos; como obispo poniéndose en último lugar queriendo siempre aprender de los demás obispos, de los sacerdotes y de los laicos. Escuchaba mucho, y cuando hablaba, empezaba siendo con una sonrisa, en silencio, para luego decir de un modo que siempre era bendecir, aun cuando fuese también corregir.
Positivo siempre: daba la vuelta a los problemas para que fueran siempre oportunidades, no entraba en discusiones inútiles, sino que buscaba siempre salidas. Engrandecía lo bueno y empequeñecía lo mal. En todo buscaba lo que Dios quería y en todo intentaba un discernimiento compartido. La comunión era el norte de su positividad. Juntos nos podemos equivocarnos, pero si ha habido caridad la equivocación nunca es un fracaso. Relativizaba las quejas y las críticas con un arte increíble, porque siempre era convincente. Razonaba desde el amor.
Y sereno, siempre sereno y dando serenidad. Nunca lo vi alterado, ni iracundo, ni irritado. Incluso cuando tocaba ponerse serio, empezaba sonriendo. Siempre calmaba a los demás, siempre daba paz.
La Iglesia que peregrina en Madrid hoy tiene su rostro, y en gran parte participa de su talento y de su talante. Lo echaremos muchísimo de menos, pero su huella será imborrable. Dios mediante, desde el cielo nos guiará, nos protegerá, nos alentará, aún más de lo que nos ha guiado, protegido y alentado en vida, no sólo en este último año como obispo, sino en toda su vida con la autoridad moral de su testimonio.
Manuel María Bru Alonso.
Delegado Episcopal de Catequesis.