Pareceré un descreído, un desconfiado, o un racionalista, pero me cuesta mucho creer en las apariciones marianas de último cuño, con incontables mensajes cifrados a través de un enjambre de intermediarios y de un laberíntico calendario que parece una tabla de logaritmos. Me cuesta creer en revelaciones catastrofistas que no suenan ni a Buena Noticia ni a esperanza. Me cuesta creer que la Virgen Santísima sea, como dice el Papa Francisco, una empleada de un servicio de correos. Creo más en que el Espíritu Santo asiste al sucesor de Pedro y a los sucesores de los apóstoles no sólo cuando nos santifican o nos alientan sino también cuando nos enseñan, y sobre todo creo firmemente en Cristo Jesús como última y definitiva revelación de Dios.
En cambio, no me cuesta nada creer en que hace un siglo la Madre de Dios se manifestó en Cova de Iría, un rincón de Portugal olvidado, no de la mano de Dios, pero si de las manos de los hombres. No me cuesta nada creer que les avisase a unos niños pobres e inocentes de la llegada de un eclipse de fe y de amor en un siglo en el que se quiso matar a Dios y terminaron matándose, como nunca antes, unos a otros los hombres. No me cuesta nada creer en que la Madre de la iglesia y de la humanidad nos previese entonces ante el peligro y nos dejase un mensaje, esta vez sí, de confianza y de esperanza.
Y sobre todo, no me cuesta nada creer –porque lo he visto con mis propios ojos- en que Fátima, cien años después, siga siendo un lugar sagrado, un lugar donde se respira, se palpa, se huele, se oye y se ve la ternura de Dios bajo el manto de la ternura de su madre, la humilde doncella de Nazaret, que canta a su prima Isabel al Dios que derriba del trono a los poderosos y enaltece a los humildes. No me cuesta nada creer en esa periferia de la geografía y de la historia que es Fátima, en la que si no fuera por el testimonio de aquellos niños ni habrían llegado nunca las cámaras de televisión ni aparecería en los buscadores de internet, porque como todas las periferias del mundo, son las elegidas por la providencia divina para jugar con el hombre al escondite de su presencia. Como bien nos enseña Francisco, el Papa que esta providencia divina ha elegido para celebrar el centenario de las apariciones de Fátima, Dios nos espera siempre en las periferias del mundo, geográficas y existenciales a la vez, porque estas se definen precisamente por que donde el ojo de Dios enfoca es precisamente donde no están los focos de los hombres, ni sus sofisticadas cámaras.