Publicación del Delegado Episcopal de Catequesis de la Archidiócesis de Madrid del Pliego de la revista Vida Nueva nº 3.361 (20-26 de abril de 2024):

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Juan Pablo II, Benedicto XVI y Francisco

TEXTO DEL PLIEGO:

Entre Juan Pablo II, Benedicto XVI, y Francisco: ¿divergencia o continuidad?

Manuel María Bru Alonso,

Sacerdote y periodista,

Delegado Episcopal de Catequesis de la Archidiócesis de Madrid

En tiempos de guerras, cercanas y lejanas, y de preocupantes crisis económicas, energéticas y sociales, hablar de la divergencia o la continuidad entre los pontífices contemporáneos podría parecer un tema baladí, pero si tenemos en cuenta que la Iglesia de Cristo esta llamada a ser “signo de unidad de todo el género humano” (Gaudium et spes, 42), entenderíamos que esta misión está en entredicho cada vez que la tentación de la división amenaza con paralizarnos en nuestras disputas propias de una Iglesia-estufa.

Y no hay iglesia más paralizada que aquella en la que algunos se dicen en voz baja que en este pontificado del Papa Francisco, al no encajar en sus reduccionismos ideológicos, lo que hay que hacer es “rezar y echarse a un lado a la espera de tiempos mejores”, disfrazando de falsas piedad y humildad el dejar de evangelizar juntos y unidos, que es la única manera de evangelizar, pues sin comunión vana es la misión.

Novedad en la continuidad

Cuando hace dos años me encargaron una biografía de San Juan Pablo II no lo dude un instante, inquieto por el coro de quejas de quienes mostraban a la vez una ideologizada nostalgia por el Papa Magno, un resquemor por la renuncia de Benedicto XVI, y una incapacidad para entender al Papa Francisco. Merecía la pena cualquier empresa que ayudase a desenmascarar la falacia de la contraposición entre estos Papas, que revela no sólo una ignorancia supina sobre el Papa Francisco, sino también sobre San Juan Pablo II y sobre Benedicto XVI. Y que permite vislumbrar como tras la ignorancia, se esconde la promoción y divulgación de un dislate, que no goza ya del atenuánte de la ignorancia, sino más bien del agravante de la manipulación interesada.

Aprendiz y secundador de todos los papas que he conocido, no entiendo el gesto de extrañeza de algunos cuando digo que no hay contradicción entre reconocer que Juan Pablo II es el papa de mi vida, y que mi entusiasmo por lo que Francisco dice y hace no ha dejado de crecer desde el primer día de su pontificado. Y que, de ellos, de los tres incluyendo a Benedicto XVI, he aprendido cosas sorprendentes, con las que a lo largo de los años he podido cambiar mi percepción de la realidad y descubrir llamadas nuevas a la conversión personal y eclesial. Lo que concuerda con una convicción más objetiva: entre los diversos sucesores de Pedro siempre hay procesos de novedad en la continuidad, difícilmente de contraposición o de contradicción. Y entre San Juan Pablo II, Benedicto XVI y Francisco, el proceso se repite lo mismo que entre Pío XII, San Juan XXIII y San Pablo VI (Pío XII es tras Santo Tomás de Aquino el autor más citado en los documentos del Concilio Vaticano II): cada uno aporta una gran novedad con respecto a sus predecesores, y al mismo tiempo cada uno dibuja una sorprendente y armoniosa continuidad, más fácil de reconocer con una observación suficientemente honda y perspicaz.

Hasta hoy jamás se había dado una oposición radical a un pontificado por parte de aquellos que hasta ese momento se habían empeñado en convencernos de su inquebrantable reconocimiento del magisterio petrino, como garantía de seguridad doctrinal y de comunión eclesial, cuando en realidad lo que ahora sale a la luz es una patraña ideológica: la única seguridad doctrinal defendida fue siempre la seguridad en sus propias convicciones pretendidamente justificadas en el magisterio eclesial, especialistas en seleccionar y manipular dicho magisterio aprovechando la necesidad de su comunicación divulgativa, para distorsionarlo a su antojo. Y la única supuesta comunión eclesial reclamada no era sino la defensa de una uniformidad dictada por una élite patrimonialista de la fe, que se consideraba y se sigue considerando bandera de la ortodoxia.

Una situación inédita

Esta situación ha llegado a extremos impensables hace pocos años: en no pocas parroquias si un sacerdote al predicar cita al Santo Padre se arriesga a que le hagan un juicio sumarísimo a la salida del templo acusándole de hereje (a mí me ha pasado), y hasta se oyen voces mediáticas que no tienen ningún reparo en desear públicamente la muerte cuanto antes del actual Pontífice, aunque se autopresénten como voces católicas.

Para no pocos este pontificado es como una pesadilla. Lo único que les gusta del Papa es que de vez en cuando diga que, si llega el momento de verse incapaz de seguir su misión, no tendrá ningún reparo en seguir los pasos del Papa alemán y renunciar. Creen que con esta actitud no contradicen su fe, su vocación y su misión como cristianos y como ministros de la Iglesia. En realidad, no sólo hacen las tres cosas, sino que hacen también completamente inútil su trabajo pastoral, porque el Espíritu Santo no apoya al que rompe la comunión, y sin él, todo es en el mejor de los casos pérdida de tiempo, cuando no vil servicio a las artimañas del Enemigo.

Sólo si de verdad nos disponemos a mendigar desde la humildad la necesidad de ser guiados por el Espíritu, entenderemos que Pedro sigue hoy siendo ese pastor que “a veces estará delante para indicar el camino y cuidar la esperanza del pueblo, otras veces estará simplemente en medio de todos con su cercanía sencilla y misericordiosa, y en ocasiones deberá caminar detrás del pueblo para ayudar a los rezagados y, sobre todo, porque el rebaño mismo tiene su olfato para encontrar nuevos caminos”. Bergoglio lo había explicado en su última entrevista en la radio de una Villa de Buenos Aires antes de ir al Conclave en el que iba a ser elegido sucesor de Pedro, y luego lo explicaría en su exhortación apostólica Evangelii Gauidium (nº 31).

No puedo olvidar como tras presentarse sencillamente como “Obispo de Roma”, en la celebración de inicio de su pontificado, al comentar la imagen del triple lugar del pastor en una transmisión radiofónica del evento en directo, en antena me dijeron que no se podía interpretar el magisterio de un Papa acudiendo a textos dichos antes de ser elegido. Yo me calle para no confundir a la audiencia. Al término de la transmisión pregunté el porqué de esas correcciones, y me contestaron que la situación era muy delicada porque estaba en peligro la continuidad con Benedicto XVI. Fue mi primera percepción de un temor absurdo que traería luego una cadena de amenazas a la comunión eclesial, cuando la novedad nunca pone en peligro la continuidad, pero si pone en peligro nuestras falsas seguridades. Porque como diría Francisco poco después de su elección, “el Espíritu Santo nos da fastidio” (16 de abril de 2013).

La historia viene de países lejanos

Fijémonos en la “novedad en la continuidad” entre Juan Pablo II y Francisco; luego hablaremos de Benedicto XVI. La primera similitud entre ellos es evidente. Un Papa europeo, pero no italiano después de 455 años, y un primer Papa proveniente de América, y con ello de otro continente que no fuera el europeo. Ambos en sus primeras palabras públicas tras su elección, en sus primeras bendiciones urbi et orbi en la Logia de la Bendiciones, mencionaron que venían de países lejanos: Juan Pablo II dijo que “los eminentísimos Cardenales han designado un nuevo Obispo de Roma. Lo han llamado de un país lejano…, lejano pero muy cercano siempre por la comunión en la fe y tradición cristiana” (16 de octubre de 1978). Mientras que Francisco dijo: “Sabéis que el deber del cónclave era dar un Obispo a Roma. Parece que mis hermanos Cardenales han ido a buscarlo casi al fin del mundo…, pero aquí estamos” (13 de mayo 2013).

Y si resulta evidente que Polonia y Argentina, con su denominador común de países con un gran arraigo católico, son muy diferentes, la no menos evidencia de la similitud estriba en que ambos aportan mundos muy diferentes al de la vieja iglesia romana. Los anteriores al Papa polaco, siendo italianos, habían aportado también novedades en cuanto a su procedencia: aunque diplomático, Juan XXIII era como un cura de pueblo, que por algo lo llamaron el párroco del mundo. Y Pablo VI había sido el único papa del siglo XX que no había pasado por un Seminario al uso. Algo de providencia habría en ello para entender la sencillez con la que el primero convoca un Concilio, y el modo con el que el segundo lo conduce tratando de liberar a la Iglesia, entre otras cosas, del lastre de un clericalismo trasnochado.

La procedencia alemana de Benedicto XVI no supuso ningún cambio significativo con respecto al pontificado del Papa polaco, porque la influencia del Cardenal Ratzinger en aquel pontificado es indiscutible, y su elección como sucesor de Pedro tuvo el sello de un reconocimiento a aquel Papa aclamado como “Santo subito”. Otra cosa es como se interprete esta influencia. Para algunos la elección del que fuera tantos años prefecto de la Doctrina de la fe supuso un intento del Papa Wojtyla de reconvertir la deriva de la renovación del Concilio Vaticano II, que unos consideraban excesiva y otros en cambio insuficiente. Por muy asentada que haya quedado esta valoración, no se ajusta completamente a la realidad: tanto el cardenal Ratzinger en calidad de asesor teológico, como el cardenal Wojtyla como padre sinodal, fueron claves en posicionamientos novedosos del Concilio como la visión de la Iglesia como Pueblo de Dios, el mayor protagonismo de los laicos, o la apertura al diálogo con el mundo y la cultura de nuestro tiempo. Ratzinger, que al frente de la Doctrina de la fe se consideraba “defensor de la fe de los sencillos ante la prepotencia de los intelectuales”, trajo de la Iglesia alemana, tanto entonces como después con su pontificado, aires nuevos de normalidad a la hora de entender, valorar y dialogar con la cultura secular.

Contextos eclesiales no romanos

Volviendo a nuestros dos Papas sanamente comparados, podemos decir que si Polonia trajo a Roma la realidad de la Iglesia perseguida tras el Telón de Acero, Argentina trajo a Roma la realidad de la Iglesia latinoamericana, no menos insuficientemente valorada desde Roma que la anterior, cuando bien sabíamos que los documentos finales de Medellín, de Puebla o de Aparecida, por mencionar tres de las más significativas asambleas del episcopado latinoamericano, no podían quedar reducidos a documentos de un magisterio continental, sino llamados a remover la conciencia de renovación de toda la Iglesia.

Polonia primero, Argentina después. Dos contextos históricos, sociales y eclesiales muy diferentes al contexto italiano de la curia romana. Si el primero nos ayudó a descubrir que Europa respiraba con dos pulmones, y que su variedad cultural y eclesial ensanchaba la oportunidad de vivir la comunión como unidad en la pluralidad, el segundo está aún por ser suficientemente asumido y menos aún asimilado. Con un Papa latinoamericano parece como que el Espíritu Santo nos hubiese planteado un desafío inédito: ha llegado la hora de la misión inter-gentes, de la misión eclesial globalizada. Ya no hay iglesias misioneras e iglesias misionadas, sino que todas las iglesias participan de la única misión, como evangelizadas y como evangelizadoras. Y la “cultura eclesial”, llena de tradiciones y de costumbres arraigadas secularmente, pero también de convencionalismos, de formalismos, y de lenguajes anquilosados, no podía quedar ni estancada ni recluida en el eurocentrismo, sino que debía abrirse a la verdadera catolicidad, como universalidad que reclama reconocimiento de la interculturalidad y de la riquísima pluralidad eclesial. Más aún ante el reconocimiento y la urgencia abierta en el Concilio Vaticano II del desafío del diálogo con el mundo de hoy, y con la cultura globalizada de hoy.

Resulta insoslayable preguntarse hasta qué punto, tanto la aportación del Este de Europa de San Juan Pablo II, como la aportación latinoamericana del Papa Francisco, han contribuido a reconfigurar la centralidad de la Iglesia, a favor de un desplazamiento del enfoque en los “centros mundanos del mundo”, hacia sus periferias tanto geográficas como existenciales, que amplía la opción preferencial por lo pobres por la opresión política y económica, con una opción preferencial por quienes sufren las heridas de una multiforme marginación social, para los que la Iglesia se presenta como hospital de campaña especializado en misericordia.     

Merecería un análisis mucho más profundo lo que han significado y están significando hoy las identidades culturales que providencialmente el Papa polaco y el Papa argentino han traído a Roma y desde Roma a toda a la Iglesia en esta etapa de la historia, pero detengámonos ahora en una advertencia un tanto aventurada, pero a mi modo de ver necesaria, para entender la actual situación de la Iglesia: la emergencia creciente de otro país y de otra iglesia local en el movimiento de interconexiones y a veces de interferencias en los procesos de esta “novedad en la continuidad” de los papas contemporáneos, y con ellos del transcurrir de la Iglesia en este tiempo. Me refiero a la Iglesia de Estados Unidos, tan significativa en el proceso de apertura del Concilio Vaticano II, y a la vez tan controvertida en la situación actual.

La lucha por el alma de este mundo

La cosa viene de lejos. Una minoría cada vez más influyente y tenaz de la Iglesia estadounidense, que lleva décadas manipulando la Doctrina Social de San Juan Pablo II, y que directamente ignoró la de Benedicto XVI, ahora se ha visto abocada sin remedio, abandonando la ya imposible estrategia de la manipulación, a una oposición beligerante contra el Papa Francisco y contra su doctrina social, liderando en todo el mundo el intento cismático de acabar con su pontificado, tratando de deslegitimar su misma elección, y utilizando todas las artimañas posibles para desprestigiarlo al máximo sobre todo entre los católicos.

Una primera aproximación al terreno de los hechos nos dice que existen importantes grupos de empresarios católicos estadounidenses que ya estaban molestos con el entonces arzobispo de Buenos Aires el Cardenal Bergoglio desde que intentaron extender a Chile y a Argentina la costumbre de las cenas benéficas presididas por prelados con las que en realidad formalizaban sus lobbys económicos, y el Cardenal Bergoglio se negó a participar en estos eventos. Malestar que fue a más cuando se vieron sorprendidos por su elección como Papa, pero sobre todo cuando la publicación de la encíclica Laudoto Si llevo a no pocos inversores católicos a sacar sus acciones de empresas petroleras y del carbón en Estados Unidos. Circunstancias todas ellas que, como explica Nicolás Senèze, corresponsal en Roma del prestigioso diario católico francés La Croix, contribuyeron a la “declaración de guerra” contra el Papa Francisco, pero que no hubieran sido capaces de desencadenarla por si solas, si no fuera porque en el subsuelo no existiese ya desde hace décadas una importantísima variante de la “lucha por el alma de este mundo”, en feliz expresión de San Juan Pablo II en el libro entrevista de Vittorio Messori, la de un enfrentamiento doctrinal sin tregua entre el neoliberalismo acérrimo y la Doctrina Social de la Iglesia, en el contexto del crecimiento del movimiento neo-con (neoconservador) católico, y su propuesta del cato-capitalismo.

Cuando en junio de 1991 San Juan Pablo II realizó su cuarta visita pastoral a Polonia, provocó un cierto malestar en gran parte de su pueblo. Éste esperaba poder celebrar su añorado paso a la libertad que gozaba Occidente, pero el Papa precisamente centró sus mensajes en los nuevos peligros de sociedad capitalista. Pero es que incluso en los años más difíciles de su vida, como sacerdote y como obispo en un país comunista, Karol Wojtyla tuvo siempre muy claro que la respuesta a la falta de libertades no se debía dar principalmente en el campo de la controversia política, sino en el de esa “lucha por el alma de este mundo”. Y la lucha por el alma de este mundo no se realizaba sólo ante el beligerante ateísmo bolchevique, sino ante el sibilino ateísmo del individualismo capitalista. Tan claro lo tenía que en todo su magisterio social fue contundente contra la mentalidad que traía y propiciaba el neoliberalismo, por mucho que uno de los biógrafos del Papa polaco, George Weigel, se haya empeñado en difundir lo contrario precisamente desde Estados Unidos.

Como explica Massimo Borghesi, precisamente es Weigel, junto a Michael Novak y Richard Jhon Neuhaus, quienes han propiciado desde Estados Unidos la propuesta de una contradictoria ofensiva a la Doctrina Social de la Iglesia desde dentro de la Iglesia, con la que pretenden que ésta renuncie al principio básico de su doctrina social, el de que no sólo es posible, sino necesario, iluminar el pensamiento político y económico desde el Evangelio. Para Novak, “una economía política basada enteramente en el amor y la justicia hay que buscarla más allá de la historia humana”, mientras un “cristianismo realista” debe llevar a que la acción del cristiano en el mundo debe permanecer circunscrita en el recito eclesial. Novak propone como “realismo” la más quimera de las ilusiones contemporáneas, la de la “mano invisible” de Adam Smith, que, a través del libre juego entre la oferta y la demanda, sin ningún tipo de correctivo keynesiano, es capaz de llevar a buen término el bienestar económico de los pueblos, y que considera las graves desigualdades sociales y atropellos a los derechos humanos en el terreno laboral y económico como efectos colaterales insalvables. En España, el actual eurodiputado de Vox Herman Terstech llegó a decir, cuando ejercía el periodismo, en un foro con jóvenes periodistas católicos en la Fundación Crónica Blanca, que no debería haber ningún tipo de ayudas al desarrollo para el Tercer Mundo, ni gubernamentales ni de la iniciativa social, pues estás infieren en el natural devenir de la economía del mercado, sólo gobernada por su idolatrada mano invisible.

Tres Papas ante el cato-capitalismo

Para Novak la misma expresión de San Juan Pablo II de “estructura de pecado” no puede ser admitida en la doctrina cristiana, porque “la lógica de la actividad económica se encuentra en un plano diferente del de la lógica de las motivaciones”. Su propuesta supone abandonar los cuatro principios de la Doctrina Social de la Iglesia: tanto la solidaridad, como la subsidiaridad, como el bien común o la primacía de la dignidad humana estorban a la “mano invisible”, porque las fluctuaciones de un mercado sin correctivos políticos y sociales, no sólo hacen intrínsicamente variables los valores bursátiles, sino también los valores morales.

Por eso San Juan Pablo II reivindicaba ante la intransigencia del mercado la necesidad de reconocer la hipoteca social a la que están supeditados nuestros bienes y nuestras propiedades (Puebla, 1979), y por eso mismo al neoliberalismo económico no le hizo mucha gracia una encíclica como Laoberm exercens de 1981, que reconocía el principio de la prioridad del trabajo sobre el capital y el guiño a las tesis keynesianas de la importancia de las prestaciones sociales correctoras del mercado. Por eso Benedicto XVI explicaba en su encíclica Caritas in Veritatis (nº 34) que la justicia conmutativa que pretende la economía de mercado es insuficiente sin la justicia distributiva y la justicia social, pues “sin formas internas de solidaridad y de confianza recíproca, el mercado no puede cumplir plenamente su propia función económica. Hoy, precisamente esta confianza ha fallado, y esta pérdida de confianza es algo realmente grave”.

Por eso el Papa Francisco dice “no a una economía de la exclusión y la inequidad. Esa economía mata (…) Hoy todo entra dentro del juego de la competitividad y de la ley del más fuerte, donde el poderoso se come al más débil. Como consecuencia de esta situación, grandes masas de la población se ven excluidas y marginadas: sin trabajo, sin horizontes, sin salida” (Evangelli Gaudium, 53). Y por eso quienes pretenden contraponer la doctrina social de Francisco en este tema como en el de todos los demás temas con la doctrina social de San Juan Pablo II y de Benedicto XVI, mienten descarada e intencionalmente, valiéndose de la triste realidad de que la Doctrina Social de la Iglesia es la gran asignatura pendiente tanto del clero como del pueblo fiel, en gran medida arrastrado, desde su ignorancia y desde su acomodación a la cultura dominante, por una cosmovisión neoliberal profundamente individualista, insolidaria y antievangélica.

Las demás sinrazones de la Bergolio-fobía

La pretensión de Novak no es la única razón del fenómeno anti-papa del movimiento neoconservador de Estados Unidos. Desde el primer momento Francisco molestó al puritanismo norteamericano protestante, compartido por no pocos católicos republicanos. Enfatizar la importancia pastoral del discernimiento y del acompañamiento personales, ya sea de divorciados, homosexuales o familias rotas por la pobreza, no es el tipo de discurso de defensa de la “modélica familia americana” basada en la “teología de la prosperidad” de los padres de la patria, peregrinos del siglo XVII.

Merece especial atención la cuestión del aborto. Los actuales neoconservadores en Estados Unidos están empeñados en acabar con el tradicional voto católico a los demócratas ante la política del presidente Joe Biden. La idea de que lo que identifica o no a un político católico es sola y únicamente si favorece o no algún tipo de legalización del aborto, es tan errática como su fundamento: la dignidad humana sólo es defendible en los no nacidos o en los ancianos amenazados por la eutanasia activa. Ni la pena de muerte, ni la muerte de millones de personas por la desnutrición o la contaminación del agua, ni los migrantes que fallecen en las alambradas y en los muros de contención, ni los niños que mueren por la inhalación de gases en los vertederos, o en las cadenas de explotación laboral y sexual, tendrían nada que ver con la defensa de la vida, ni deberían preocupar a los políticos católicos, porque son efectos colaterales de intereses económicos protegidos a toda costa. Y para defender estos intereses, existe un negocio internacional en el que la confianza se paga vendiendo el alma: cualquier medio de comunicación y campaña bien organizada que ataque al Papa Francisco, venga de donde venga y sea por lo que sea, puede contar con la millonaria financiación de un lobby que se ha marcado como objetivo empresarial acabar cuanto antes con este pontificado.

Todos los papas contemporáneos, sin dejar de denunciar la deshumanización del aborto y de la eutanasia activa, han sido igual de contundentes con las demás vulneraciones de los derechos humanos. Pero además todos ellos han tenido bien claro que la principal misión de la Iglesia, por delante de la valentía en su magisterio y de la misión de los laicos en la vida pública, consiste en la evangelización, que procura el despertar de esa “mente de Cristo” (1 Cor. 2, 16), en los cristianos para que sean sal y luz en el mundo. Ya decía Bernanos que “la legislación no hace las costumbres, ella solo puede protegerlas cuando están hechas”. Eso bien lo sabía Karol Wojtyla cuando hasta los estrategas comunistas de su país apoyaron su elección como cardenal, pues lo consideraban un filósofo poco combativo, sin vislumbrar que los vencería en el ámbito educativo y cultural, el único lugar donde se libran las batallas ideológicas.

Tres papas por una Iglesia en salida

Desde el Concilio Vaticano II la Iglesia nunca ha sufrido peligro de cismas ni cismas consumados por parte de aquellos que, por muy críticos que fueran con Pablo VI o con Juan Pablo II, se quejaban porque consideraban que los aires renovadores del Concilio hubiesen sido frenados. En realidad, tanto los cismas consumados como los nuevos peligros cismáticos actuales, provienen de quienes no aceptaron nunca el Concilio o de quienes han querido reinterpretarlo despojándolo de su letra y de su espíritu. San Pablo VI, San Juan Pablo II, y Benedicto XVI sufrieron insistentemente la beligerancia de los movimientos neoconservadores, que son los que más procuraron presionarlos, manipularlos, y al no conseguir doblegarlos, desprestigiarlos.

Y la convicción tras el Concilio de que la Iglesia no debe mirarse al ombligo, sino, desde la humildad y la autenticidad, despegar su creatividad no ya sólo para los que se han alejado de ella, sino para los hijos y nietos de los alejados que ya son a secas lejanos, porque nunca han tenido noticia de Jesucristo, llevó a San Juan Pablo a recoger el desafío de San Pablo VI en su Evangelli Nuntiandi (nº 51), y emprender una creativa Nueva evangelización “en su ardor, en sus métodos y en sus expresiones” (Haití, 1982), a través de un primer anuncio en los “nuevos areópagos” de la misión (Redemptoris missio, 37), que como las periferias de Francisco, no eran ya geográficos, sino existenciales.

Sin duda el Papa Francisco, persuadido ya desde las Congregaciones Generales antes del Conclave en el que iba a ser elegido de que cuando Jesús llama a la puerta de la Iglesia (Ap. 3,20), no lo hace sólo desde fuera para entrar, sino sobre todo desde dentro para que le dejemos salir sin filtros al encuentro con el hombre de hoy, aporta a la nueva evangelización la perspectiva de su Teología del Pueblo, donde la felizmente llamada por San Agustín la “pupila de los ojos de Dios” no está en los focos de interés del mundo, sino entre los olvidados y empobrecidos, que son el “centro en el camino de la Iglesia” (Evangelli Gaudium, 197-201). Pero la persuasión es esencialmente la misma que la del Papa Wojtyla, ya que tan importantes son las periferias de la ignorancia y de la prescindencia religiosa (acentuadas en los nuevos areópagos de la misión de Juan Pablo II), como las de la injusticia y la miseria. Ambos papas, propiciándolo el polaco y aplicándolo el argentino, sintonizan además con el “Atrio de los Gentiles” de Benedicto XVI, para el que ya no podemos discernir en la Iglesia sin escuchar las voces de quienes no piensan como nosotros, y no creen como nosotros.

Fraternidad universal

Forma parte también de la lista de improperios contra el Papa Francisco la de considerarlo convencido de los “perniciosos planes” del “nuevo orden mundial” propiciados por Naciones Unidas, como son la alarma ante el Calentamiento Global o la propuesta de una Fraternidad Universal. Los más atrevidos no se quedan en la denuncia de esas “perniciosas” coincidencias, sino que directamente dicen que el Papa es masón, y por tanto ilegítimo. Muchos de ellos ignoran que desde San Juan XIII el magisterio pontificio ha propuesto el ideal de la fraternidad universal, incluso el de el de una democrática gobernanza mundial, consecuente con la fe en Dios Padre, y en la oración de Jesús para “que todos sean uno” (Jn. 7, 21).

Recordaba el vaticanista Juan Vicente Boo (Alfa y Omega, 24/10/2020), que el Papa Francisco, al firmar el 4 de febrero de 2019 en Abu Dabi el documento sobre fraternidad humana con Ahmed al Tayyeb, guía espiritual de 1.300 millones de musulmanes suníes, y al escribir su encíclica Frantelli Tutti el 3 de octubre de 2020, no hace sino reforzar una doctrina básica del cristianismo: la fraternidad universal, redescubierta por el Concilio Vaticano II y promovida en todas las encíclicas sociales a partir de la Populorum progressio de Pablo VI, como haría Benedicto XVI en Caritas in veritate (2009), donde pedía a la Iglesia manifestar “toda su propia capacidad de servicio a la promoción del hombre y la fraternidad universal”.

Rasgos comunes personales

En los primeros días de su pontificado, el que sin duda era el cardenal español mejor conocedor además de amigo personal de Bergoglio, el cardenal Carlos Amigo, contaba a un grupo de periodistas jóvenes en la Fundación Crónica Blanca que las dos características principales del Bergoglio como pastor estaban definidas por dos palabras típicamente ignacianas: discernimiento y determinación. Y nos adelantaba que su pontificado no sólo estaría marcado por la valentía de someter a proceso de discernimiento todo lo que fuera necesario para la reforma de la Iglesia, sino que también demostraría su arrojo al no dejar las conclusiones del discernimiento a medias, sino emprender los pasos que fueran necesarios con gran determinación.

Lo cierto es que, sobre todo este último rasgo, el de la determinación, también era característico de San Juan Pablo II. Pocos saben que en un asunto tan controvertido para los integristas como el del diálogo interreligioso, el Papa fue persuadido tras el famoso encuentro interreligioso de Asís a que no repitiese ese gesto tildado por algunos de sincretista, que le costó nada menos que la consumación del cisma de monseñor Lefebvre, y que había hecho necesaria la aclaración de Ratzinger desde Doctrina de la Fe de que una cosa es “rezar juntos” y otra “juntarse para rezar” por la paz. Pero tras el necesario discernimiento, y habiendo sido aconsejado de lo contrario, el Papa decidió seguir adelante con esta iniciativa.

También entre San Juan Pablo II y el Papa Francisco se da una especial similitud en el modo de entender y orientar su comunicación. Sin duda similar también a Benedicto XVI en cuanto a tratarse siempre de una comunicación basada en la autenticidad, pero distinta en cuanto a la celeridad y la espontaneidad. Cuando Francés Torralba presentó hace unos años su libro “Creyentes y no creyentes, en tierra de nadie”, el catedrático de filosofía política Antonio García Santesmases dijo que, al leer detenida y sesudamente dos páginas de Benedicto XVI reseñadas en ese libro, descubrió que el papa alamán era contrario al proselitismo, lo que ya sabía de Francisco, pues le había bastado el titular de una declaración suya que rezaba “el proselitismo es una estupidez”. Benedicto XVI, al igual de San Pablo VI, condicionado sin duda por su manera de ser y por su incomparable impronta intelectual, supeditaba la claridad divulgativa a la matización y la precisión de su mensaje. Francisco, al igual que San Juan Pablo II, todo lo contrario. Para ambos, también condicionados por la particular personalidad de cada uno de ellos, son prioritarias la concisión, la claridad, y sobre todo la espontaneidad. 

Una sola barca, un solo timón

El que fuera nuncio en España, Enzo Frantini, explicó con gran acierto, preguntado por el nuevo estilo del pontificado de Francisco, que “el viento sopla y empuja la nave hacia delante, pero las velas las maniobramos nosotros; el timón somos el Papa y los obispos, y la barca sigue hacia adelante, a veces escorándose un poco hacia la derecha, y a veces un poco hacia la izquierda. Y así es como la Iglesia sigue adelante, gracias al soplo del Espíritu y al compromiso de todos para sortear los problemas y evitar que el barco se hunda, porque hay también a veces momentos de tempestad” (Alfa y Omega: 27 de junio de 2019).

Es decir, que los capitanes que llevan el timón de la barca de la Iglesia siempre la dirigen al mismo puerto, pero a algunos les toca secundar los vientos del Espíritu que vienen de estribor, y a otros de babor. Interesante analogía que no sólo ayuda a entender quiénes son en realidad los sujetos y cuál es el objeto de la acción eclesial, sino también porque es incluso necesaria la novedad en la continuidad, en la permanente renovación de una Iglesia que no vive para sí misma sino para su misión en el mundo.    

BIBLOOGRAFÍA:

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