Si conocemos a Jesús es que le reconocemos resucitado presente en nuestra vida. En las lecturas de este domingo pascual lo vemos muy claro:
- Estamos llamados al arrepentimiento por no reconocerlo siempre que se nos presenta. Vale para nosotros también el imperativo de los apóstoles a los judíos: “matasteis al autor de la vida, pero Dios lo resucitó de entre los muertos (…) Lo hicisteis por ignorancia (…) arrepentíos”.
- Estamos llamados a guardar los mandamientos porque, “quien dice, yo le conozco, y no guarda sus mandamientos, es un mentiroso y la verdad no está en él”, como nos dice Juan en su primera carta.
- Y estamos llamados a dejar que, como hizo con sus apóstoles, el Resucitado “nos abra el entendimiento”. Él sigue presentándose, domingo tras domingo, en medio de nosotros para enseñarnos y alimentarnos.
Bien nos viene recordar cuáles son las dos principales huellas del Resucitado de las que fueron testigos los testigos de la Resurrección: La tumba vacía, y las apariciones:
- La tumba vacía: Nadie vio resucitar a Jesús; nadie fue testigo ocular de la resurrección.
- Pero sí hubo testigos que en la mañana de aquel día después del sábado, vieron que la tumba en la que había sido enterrado Jesús a toda prisa la tarde del viernes, estaba vacía (cfr. Mt 28,6).
- Se trataba de las mujeres que se acercaron en la madrugada de aquel primer día de la semana hasta la sepultura con ungüentos, y, al llegar allí, vieron que la losa que la cubría estaba corrida y que el cuerpo de Jesús no estaba. También vieron a unos ángeles que les dijeron que había resucitado (cfr. Mt 28,1-7; Mc 16,1-7; Lc 24,1-8).
- Ellas transmitieron el anuncio a los apóstoles, pero éstos no dieron crédito a lo que les decían, aunque, se acercaron al lugar, y vieron las cosas tal y como las mujeres las habían descrito; pero a Jesús no le vieron (Lc 24,10-12; Jn 20,3-8).
- Pero además de la tumba vacía, están las apariciones del Resucitado:
- Según los evangelistas, Jesús se apareció primeramente a algunas mujeres (Mt 28,9-10), después se apareció a dos discípulos que iban a la aldea de Emaús (Lc 24,13-33), se le apareció también a Pedro (Lc 24,34) y a los Once reunidos en el cenáculo (Lc 24,36-49; Jn 20,19-22).
- San Pablo nos dice que, además de a Pedro y a los Doce, Jesús se apareció a más de quinientos hermanos a la vez, luego a Santiago y a todos los apóstoles; por último, se le apareció también a él (a Pablo) en el camino de Damasco (1 Co 15,5-8).
Jesús resucitado no quiso manifestarse abiertamente, como cuando estaba vivo en carne mortal, sino que se dejó ver por los que, en adelante, habrían de ser sus testigos hasta los confines de la tierra (cfr. Lc 24,48). Pero todos cuantos le vieron le reconocieron y tuvieron clara conciencia de que se trataba de Jesús. De hecho, los evangelios no tienen ningún reparo, en su fidelidad a los hechos, en mostrarnos como los apóstoles se resistieron a creer que Jesús había resucitado:
- Los Once se resistieron a creer, y Jesús les tuvo que enseñar las marcas de los clavos (cfr. Lc 24,40; Jn 20,20).
- Tomás, uno de los Apóstoles, incluso pidió meter los dedos y la mano en los agujeros de los clavos y la lanza respectivamente; si no, no creería que era realmente Jesús quien había resucitado y estaba vivo (cfr. Jn 20,24-29).
- Los Apóstoles no quisieron dar fe a las Escrituras ni tampoco a las palabras que Jesús les había dicho mientras estaba con ellos (cfr. Mc 8,31; Mc 9,9-32; 10,32-34).
- Por tanto, Cristo mismo les hizo ver que realmente había resucitado.
Y esta experiencia, indudable e inconfundible, cambio la historia. Es la revelación máxima del amor de Dios a los hombres y de su promesa de vida eterna. También condiciona la historia de cada hombre. Desde entonces todos los que tenemos noticia de la resurrección estamos obligados a elegir: creer o no creer a sus testigos. En ello, lo queramos o no, nos jugamos la vida: el sentido de la vida, el valor de la vida, el modo de vivirla, y si queremos el regalo de la vida eterna.