«Dichosos los que caminan en la ley del Señor». Decía San Juan Pablo II que esta bienaventuranza, que hemos rezado a coro con el salmo 118, resume muy bien el mensaje que la liturgia de la Palabra de este domingo:

  • De la ley del Señor nos habla, ya en la primera lectura, el Eclesiástico, recordándonos que el hombre no se da la ley a sí mismo. Tomar conciencia de esta realidad significa aceptar la verdad íntima de la existencia humana y reconocerse criatura frente al Creador.
  • Una cierta cultura -explicaba San Juan Pablo II- ha sostenido o temido que observar la ley del Señor y guardarla con todo el corazón puede ser mortificante o alienante para el hombre. Es totalmente falso. La ley de Dios es condición de vida, mientras que la muerte está al acecho trágicamente cada vez que el hombre la rechaza. Esta es la experiencia de todo ser humano desde los comienzos de la historia”.
  • Nos lo recuerda hoy el Eclesiástico: «Ante los hombres están la vida y la muerte». Basta mirar alrededor, en un mundo tan marcado por el mal, para sentir el estremecimiento del tremendo combate entre la vida y la muerte. Juan Pablo II lo llamaba la lucha por el alma de este mundo”.
  • Pero, se preguntaba San Juan Pablo II, “¿acaso no lo sentimos también cada uno de nosotros, cuando miramos sinceramente el interior de nuestro corazón?”. La palabra de Dios nos pone ante el tremendo desafío de la libertad: «Si tú quieres, guardarás los mandamientos“.
  • Decía también San Juan Pablo II que en el Sermón de la montaña Jesús nos propone algo exaltante y exigente, que está muy lejos del minimalismo ético construido a la medida de nuestra mediocridad. Jesús no duda en pedir a sus discípulos una justicia mayor que la realizada hasta el momento: «Si vuestra justicia no es mayor que la de los escribas y fariseos, no entraréis en el reino de los cielos».
  • No hay que pensar que se está aludiendo aquí a una nueva ley moral; como Jesús mismo aclara: no ha venido «a abolir, sino a dar cumplimiento». Se trata, más bien, de una nueva manera de entender los mandamientos, en la medida plena de sus implicaciones.
  • «Hablamos de una sabiduría de Dios, misteriosa, escondida, destinada por Dios desde antes de los siglos para nuestra gloria», nos dice San Pablo en su carta a los Corintios. En él asumen significado nuevo los diversos mandamientos de la ley. Por ejemplo:
  • No matar significará mucho más que el simple respeto a la vida, pues exige todas las delicadezas del amor fraterno, convirtiéndose en ley de acogida, de solicitud fraterna y de perdón siempre renovado.
  • No cometer adulterio irá mucho más allá de una simple reglamentación exterior de las relaciones matrimoniales, y exigirá una actitud de respeto vigilante e interior.
  • Y por último, no dar falso testimonio no es sólo ser veraces, sino también sencillos, coherentes, transparentes: «Sea vuestro lenguaje: sí, sí; no, no: que lo que pasa de aquí viene del maligno».

Entonces, ¿dónde esta la diferencia entre la ley y el espíritu de la ley?

  • De joven oí a un sacerdote que, burlándose un poco de los que lo escuchábamos, llamó nuestra atención ante lo que podría parecer una gran herejía: “Moisés debió perder una primera tabla de los mandamientos al bajar del monté Sinaí, pero luego Jesús nos la ha recuperado. Se trata del “mandamiento cero” que reza así: “antes de nada: déjate amar por Dios”. Su amor muestra que ningún mandamientos se agota en un “no hacer algo”, sino que nos abre a la imparable creatividad del amor.
  • Estando en el seminario, un grupo de seminaristas fuimos a Granada, en las Fiestas de la Cruces de mayo, unos días invitados por los seminaristas de Almería. fuimos por la noche al Albaicín, donde descubrimos la cara dramática del alcoholismo juvenil: Recogimos a más de treinta jóvenes tirados en el suelo para llevarlos al hospital, algunos con cuadros médicos muy graves. ¿Éramos los únicos que los veíamos? ¿qué obligación teníamos? ¿Acaso pasar de largo antes los que yacen, por lo que sea, en la cuneta de la vida no es atentar contra el quinto mandamiento?

Dice Don Carlos, nuestro cardenal arzobispo, que la conversión del cristiano es como una operación quirúrgica múltiple: trasplante de ojos, buscando ver con la mirada de Cristo, trasplante de mente, para llegar a tener la mente de Cristo; trasplante de corazón, para mendigar el corazón de Cristo. No hace falta ningún bisturí. No hará falta ni siquiera estar pendientes de los mandamientos. Si hará falta mucha, humilde y paciente oración: Señor, que vea lo que tu ves, que piense como tu piensas, que ame como tu amas.

HOMILÍA DEL DOMINGO VI DE TO (CICLO A)