Infomadrid.- El padre Ángel Camino, OSA, vicario episcopal de la VIII, es uno de los presbíteros que este año conmemora sus bodas de oro sacerdotales. Ordenado un 23 de junio del año 1974, cinco décadas después nos habla de su vocación.
«La vocación no es cuestión de un flechazo y de un instante -asegura-. En algunos casos, como en el mío, es todo un proceso que comienza en la familia. Mi familia. Mi padre y mi madre eran personas eminentemente cristianas. Mi padre había vivido la guerra, y mi madre había venido de Cuba, así que los dos sabían lo que era el sacrificio y la pobreza. Confiaban en Dios, y eso nos lo han transmitido a mis hermanos y a mí. Por lo tanto, en casa se respiraba un ambiente familiar, no tanto de beatería, sino de autenticidad humana y cristiana. Además de su ejemplo, mis padres nos llevaron a estudiar a las Hijas de la Caridad. ¡Qué ambiente más bonito el de aquellos primeros años con ellas!». De su infancia en su Santander natal, recuerda que, «cuando tenía 10 años, fuimos al hospital de Santa Clotilde, de los Hermanos de San Juan de Dios. Y me impactó muchísimo ver a niños que, sobre todo, tenían enfermedades en las piernas. Hoy en día eso ya no existe. Pero viendo a los hermanos tratando a estos niños… Recuerdo que aquel año tanto mis compañeros como yo fuimos todos los jueves a jugar con los niños. Mi madre decía que ahí empezó mi vocación: simplemente con la generosidad de darnos, de estar con ellos».
El colegio San Agustín fue la siguiente etapa de su proceso educativo. «Estaba rodeado de compañeros, pero también recuerdo a los padres jesuitas, que nos preparaban los ejercicios espirituales en Pedreña. Ese momento fue crucial para mí. Terminé lo que hoy equivale al segundo de bachillerato, y nos ofrecieron una convivencia muy sencilla. Éramos pocos, pero aquel padre simplemente hizo una pregunta: ¿no habrá alguien entre vosotros que sea capaz de decir a los jóvenes ‘sé feliz. Dios, te ama’. Y yo sentía que para eso no hacía falta ser sacerdote. Pensaba que eso lo podía hacer cualquiera. Al día siguiente por la mañana busqué a ese sacerdote; todavía estábamos de ejercicios; y le dije: ‘padre Víctor, si yo, para realizar lo que siento dentro de mí, tengo que ir a algún sitio, dígame a dónde voy». «Es decir -prosigue-, yo no pensaba en el sacerdocio, sino simplemente en la donación totalmente a Dios para decir a la gente: ‘sé feliz’. Pero me dijo: ‘no, no… Eso es cuestión tuya, lo tienes que pensar’. A los pocos días, en el colegio, unos compañeros me dicen: ‘habla con este padre, que te va a ayudar’. Hablé con el padre Miguel y con el padre Nicolás Castellanos, hoy obispo. No sé qué fue lo que encontré en ellos dos, que me hablaban de Jesús, de Cristo, como un amigo. Unas personas que se habían entregado a los demás durante años y años, viviendo en comunidad. Y me dije: quiero ser como ellos. Me cautivó. Me cautivó ver a unos compañeros que habían hecho una opción por Jesús, y que le habían seguido. Me entusiasmó. Yo creo que eso fue el inicio de mi vocación o, como digo yo, de una aventura que dura toda la vida, hasta el día de hoy».
Primeros pasos
«Mi etapa con las Hijas de la Caridad -continúa- fue un período precioso, en el que hice la primera Comunión. Luego pasé al colegio de San Agustín, de los Agustinos. Allí no te hablaban permanentemente de san Agustín, sino que se transmitía por ósmosis, es decir: la forma de vivir los padres en la comunidad, la alegría que tenían… eso, de alguna manera, te iba contagiando poco a poco. Pero el momento crucial fue cuando me encontré con estos dos padres. Entonces vi que había algo más que las clases, y me dije: si realmente en la vida pudiera hacer algo por los jóvenes, qué bien que estos padres, en el colegio, están dando toda su vida». «Estuve durante una semana en el colegio de Palencia -explica-. Yo había tenido una fractura en el pie, y mi padre me dijo que quizá no pudiera ir. Pero el médico me dijo que sí, aunque fuera con la pierna de escayolada. Así que fui. Y, durante muchos años, fui considerado como el joven que llegó a la Orden de San Agustín con la pierna escayolada. Fue una alegría la acogida de mis compañeros. Y me dije: quiero ser como ellos. Y los a los pocos meses ingresé en el noviciado, que es un periodo de preparación. Ya no era simplemente el entusiasmo de haber estado en el colegio, sino que el padre Agustín, hoy en proceso de beatificación, nos comunicaba cómo había vivido Agustín de Hipona, cuáles eran las características del carisma de la orden, qué era la amistad con Dios, la búsqueda de Dios, el estar siempre en comunidad, o que la interioridad era encontrarse al Dios que hay dentro de ti. Lo decía con palabras, pero sobre todo con su vida, con la oración, con cómo rezaba… se concentraba, parecía un hombre que salía fuera de sí. Y decíamos: tenemos que hacer la oración como el padre Agustín. Por tanto, agustino. Porque, desde el primer momento me atrajo el estilo agustiniano de ser capaces de amar al prójimo, de amar a Dios, en comunidad».
De su ordenación sacerdotal, comenta que «la semana previa nos fuimos a Los Molinos a hacer ejercicios espirituales. La mejor preparación para ese momento crucial que teníamos eran los distintos puntos de la espiritualidad: Dios Amor, la voluntad de Dios, el mandamiento nuevo, la Palabra, la unidad, el valor de la Cruz… Cada día íbamos trabajando en un aspecto, para llegar a la ordenación». Un día singular. «Recuerdo que había llovido el día anterior, pero esa tarde era espléndida, con sol, y yo sentía que eran como rayos que salían sobre cada uno de nosotros. Pensaba: ese rayo es el plan que Dios tiene sobre mí. Y me acuerdo de ese día tan bonito: Dios tiene un plan, y se va a realizar dentro de unas horas. Recuerdo cuando me puse de rodillas delante del obispo, él me impuso las manos y sentí que era el Espíritu Santo el que entraba dentro de mí, que ya no iba a salir nunca, y que en ese momento me configuraba con Cristo. Era ya otro Cristo. Y, después, el resto de los sacerdotes imponiéndole las manos: era como asegurarme bien de que no se escapase el Espíritu Santo, con el que yo tenía que convivir siempre, ser otro Cristo. Esa tarde era mucho más bonito el calor interior que el calor exterior: lógicamente estaba rodeado de mis padres, de mi familia, algo que me ha acompañado toda la vida, y verlos a ellos, cuando me dieron el abrazo, la emoción de mi padre por ver a su hijo sacerdote… Y después el abrazo con todos los compañeros agustinos… Sentí que entraba en la familia. Pero sobre todo sentí, no que yo me consagraba a Dios, sino que Dios me había escogido a mí para siempre. Que Dios se había enamorado de mí, y me decía: ‘quiero que seas otro Cristo’. Así lo sentí, pero sobre todo unido a toda la Iglesia y a toda la humanidad: era sacerdote para los demás».
Pastoral juvenil y parroquia
Después de completar sus estudios en El Escorial, añade, «fui destinado nueve años al seminario de Palencia, dos de los cuales estudié Catequesis en Salamanca, y los otros siete los pasé con los pre novicios en Palencia. Fue una experiencia preciosa, de comunidad. Los compañeros recordamos aquellos años, porque éramos jóvenes con un carisma genuino: se vivía la comunidad, se compartía la oración y las cosas, y ayudabas a otros jóvenes, alguno de los cuales son hoy sacerdotes… Ayudarles sobre todo con el ejemplo, con la entrega, con la dedicación…». «Al terminar ese tiempo -apunta-, nuestro provincial encargó a tres agustinos, yo uno de ellos, poner en marcha la pastoral juvenil agustiniana en nuestra Provincia. Hasta entonces, todos los agustinos estaban dedicados a dar clases. Y de repente, el provincial nos dice: vosotros tres vais a estar liberados, para que penséis qué podemos ofrecer hoy en día en nuestros colegios a los jóvenes que se están formando. Esto no se había hecho nunca. Nos preparamos durante un año. He estado 12 años por toda España, y por los distintos colegios de Madrid, dando clases de Religión, acompañando a los jóvenes, y tratando de proponer un estilo de pastoral distinto a lo que se venía haciendo, que se limitaba a los sacramentos». Hoy, Ángel Camino valora mucho aquella experiencia pionera, en la que «se ponía a los muchachos en el centro, se les escuchaba, se trabajaba con ellos, les ofrecíamos un montón de actividades a través de los grupos Tagaste… Estuve 8 años compaginando ese trabajo en el colegio San Agustín. Fue una época espléndida, trabajando día y noche con los jóvenes…».
«Justamente, cuando cumplía las bodas de plata sacerdotales -señala- hubo un cambio en mi vida, ya que el provincial me envió como párroco a San Manuel y San Benito. Ahí comencé una nueva andadura, completamente distinta». De sus siete años y medio al frente de esta parroquia, destaca que «tuvimos que hacer un trabajo enorme, no solamente en lo espiritual, sino que fue un momento para renovar exteriormente toda la iglesia. Hoy la vemos preciosa. Es la única iglesia de estilo neo bizantino que hay en Madrid». Su nuevo destino, también en la capital de España, le llevó a Moratalaz. «Ahí estuve nueve años. En la parroquia del centro de Madrid sobre todo atendía centenares de bodas, funerales y bautizos, pero era un culto que había que aprovechar por la cantidad de personas que entraban a la iglesia, que quizás no tenían una parroquia concreta, o venían simplemente a participar, y había que hacerles un anuncio: Dios te ama inmensamente, cree en Dios, anímate. En Moratalaz fue todo lo contrario: era un barrio con muchas posibilidades, con cantidad de grupos pastorales, y mi tarea consistió en entregarme totalmente a través de los distintos grupos».
Vicario episcopal
Después de 10 años en este barrio madrileño, evoca, «recibí una llamada del cardenal Osoro, que me pedía que fuera vicario episcopal. Al principio le dije que no me sentía digno, que había otras personas mucho más preparadas. Hablé con mi provincial, que era mi superior, y me dijo: san Agustín, cuando se convirtió a los 33 años, quería retirarse con sus amigos para la búsqueda de Dios; el obispo Valerio era viejo, y la gente le decía: Valerio, necesitas un apoyo, necesitas un sacerdote, un obispo auxiliar. Y por la aclamación san Agustín es sacerdote, es ordenado, y cuando sube al altar lo hace llorando, porque no quería, pero aceptó la voluntad de Dios. Y, por amor a la Iglesia, aceptó. Y me dijo: haz tú también el discernimiento con tu obispo. Así que mandé un mensaje a don Carlos, y le dije: ‘por amor a la Iglesia, acepto’. Y hace un año, el cardenal Cobo me confirmó en el cargo. Así que aquí estoy, al servicio de la Vicaría VIII: como agustino viviendo en mi comunidad de San Benito, pero atendiendo desde la sede de la Vicaría a las 700.000 personas del territorio».
«En Madrid -confiesa- llevo prácticamente casi toda la vida, porque estuve cuatro años de formación, y después 44 como sacerdote, así que han sido 48 años de mi vida en Madrid. Durante este tiempo, he podido conocer a distintos obispos, y he estado en contacto con muchos sacerdotes: los de la parroquia San Jorge que está al lado del colegio San Agustín, los de San Benito, los de su arciprestazgo, o los de Moratalaz. Además, he ejercido como profesor de religión, como pastoralista en el colegio, y como párroco tanto en San Benito como en Moratalaz, donde también he sido durante dos ejercicios como arcipreste del Arciprestazgo Nuestra Señora de la Merced». Por eso, afirma que «ser vicario episcopal me ha dado la posibilidad de amar a la iglesia que camina en Madrid como yo jamás había podido pensar. Es decir, conocer a 220 sacerdotes que están en mi vida diaria, poderles acompañar… Lo más grande de un vicario es acompañar al sacerdote. Me gustar la cercanía a los sacerdotes: son mi familia. Tengo una familia de sangre, que fueron mis padres, pero luego tengo otra familia, que son los sacerdotes, y para mí significa una unidad a muerte con el obispo. No debo olvidar que soy el enviado por él a llevar la unidad y el amor, sobre todo a los sacerdotes, y después al resto de los laicos que existen en la vicaría. Por tanto, supone un regalo inmenso, inmerecido, y una gran alegría».
Unidad sacerdotal
La Vicaría VIII abarca un extenso territorio. «Me la he pateado entera, pero por auténtica necesidad: es decir, tengo que encontrarme personalmente con los sacerdotes, y por tanto he ido todas las veces que han sido necesarias a estar con ellos, con sus gentes. La Vicaría tiene 700.000 habitantes con 61 parroquias, 14 hospitales, de ellos los tres más grandes que existen en la zona norte: La Paz, Ramón y Cajal, el Carlos III… Hay 133 colegios, de los cuales 97 son públicos y el resto concertados, y bastantes de religiosos. La cárcel de Soto del Real, a la que voy cada mes y medio, y donde he podido tocar la carne de tantas personas que han sufrido, que efectivamente están pagando el mal que han hecho, pero a las que he podido decir: Dios te ama inmensamente. También tenemos 42 residencias, la capilla de la Universidad Autónoma en el kilómetro 17 de la carretera de Colmenar, con sus 60.000 alumnos universitarios, y dos centros de chicas víctimas de trata».
Sin embargo, para Ángel Camino lo más valioso son los sacerdotes. «Están entregados literalmente a sus parroquias. Entregados, entregados. Cuando asisto a una toma de posesión, les digo: nunca os preguntaré cuántos sacramentos habéis celebrado, pero sí cuánto estáis unidos entre vosotros. Para mí, la comunión, la unidad con ellos, ha sido lo más importante. La unidad del sacerdocio». A esto se suma «la existencia de un laicado impresionante. Personas que están en el despacho parroquial, que llevan años cogiendo el teléfono, atendiendo a la gente, y que lo hacen simplemente por amor a Jesucristo, sin cobrar. O la cantidad de catequistas que tenemos, los voluntarios de Cáritas, las personas que están en los hospitales como voluntarios… Por tanto, veo que hay una riqueza enorme en la Vicaría. Sobre todo, me quedo con las personas. Con los sacerdotes. Con los jóvenes. Con los equipos que tenemos. Y, lógicamente, con los religiosos: 105 comunidades de vida consagrada femenina. Esto es un tesoro. Y unas 30 comunidades masculinas, que están dentro de las parroquias. Ver cómo funcionan los consejos, el de arciprestes, los sacerdotes cuando nos reunimos una vez al mes para formarnos, el Consejo Pastoral de la Vicaría formado por sacerdotes, religiosos y laicos… es una riqueza impensable. Y, sobre todo, tantos jóvenes como hemos podido acompañar en todo».
Retos de futuro
«Siento que hay cada vez más comunión -indica-. Nos interesamos mucho más los unos por los otros. Para mí la palabra comunión es sagrada. Y la percibo en todas las comunidades. La veo en los sacerdotes». Aunque admite que «todavía tenemos que aprender muchísimo, dejarnos interpelar por otras personas. Yo no he tomado ninguna decisión personal: siempre han sido consensuadas con todos. Por tanto, hay que seguir trabajando la sinodalidad, fortalecer la dimensión comunitaria; hay que potenciar las vocaciones específicas: al matrimonio, haciendo que los cursillos prematrimoniales sean más intensos y más preparados; o la vida consagrada, para que surjan más vocaciones. Hay que fortalecer la vocación al sacerdocio: nuestra diócesis es privilegiada, con más de 80 seminaristas en nuestro seminario, pero salen de nuestras comunidades, y hay que seguir promoviéndolo. Otro tema que es fundamental es el apoyo social: hay que desarrollar mucho más las Cáritas. Y lograr que los pobres sean nuestros preferidos. En nuestros Consejos Pastorales tiene que haber pobres, y también inmigrantes. Hay que conocer al pobre, tocarle con la mano, preguntarle. Este es un gran reto también para nosotros: ver a todos los pobres que existen a nuestro alrededor».
Los jóvenes son otro de los retos planteados. «He dedicado 24 años de mi vida a la enseñanza, siempre con jóvenes, incluso pisando las aulas. Para mí ha sido una riqueza enorme. Por eso, les recordaría que ellos son los que evangelizan a los propios jóvenes. Cuando voy a confirmar, les digo: ‘hoy se me quita un peso de encima, porque ese transmitir la fe a otros jóvenes lo vais a hacer vosotros’. Hay que confiar mucho en ellos. Se tienen que equivocar, hacer unas cosas bien y otras mal. Pero deben sentir realmente nuestro apoyo. Por lo tanto, les diría: ser vosotros mismos, seguir enamorados de Cristo. Y aquel que no lo tenga claro, que se fíe. Yo les invitaría a que cojan el testigo, ya que el trabajo que tienen por delante es enorme». En cuanto a los que sientan la llamada, «les diría que, aunque se sientan débiles, el sacerdocio es una opción magnífica. Si volviera a nacer, le pediría al Eterno Padre que deposite en mí el germen de la vocación sacerdotal y agustiniana. Dios no se deja ganar en generosidad. El que ha sido elegido, ha salido ganando. Por eso, les diría: ‘Dios no juega contigo al escondite. Jesús, si llama, llama. Por tanto, si realmente te sientes un poco atraído, hay que fiarse. Lánzate, no a una piscina vacía, sino a la piscina del inmenso amor de Dios, donde hay hermanos, hay superiores, hay religiosos y religiosas, compañeros sacerdotes que te van a ayudar en este camino».
Sin olvidar ninguna de ñ vocaciones, «como la del matrimonio. Mi vocación ha salido justamente en la familia. De un matrimonio extraordinario sigue una vocación comprometida, o a la vida consagrada, o al sacerdocio en el mundo de hoy, que puente entre Dios y los hombres. Una opción que tienen muy pocos, porque muchos son los llamados y pocos los elegidos, pero esos pocos revolucionaron el mundo. Creo que hay una nueva juventud que realmente está comprometida, y que es capaz de darse a los demás». Como la salida de las Jornadas Mundiales de la Juventud. «He participado en 9. Y de ellas han salido cantidad de jóvenes… La Jornada Mundial de la Juventud 2011 que vivimos en Madrid fue una auténtica revolución: cambió la Iglesia y cambiamos todos, porque todos fuimos misioneros. Y hoy, con el papa Francisco, que se pone adelante de todos, especialmente con los jóvenes… Es el sacerdote por excelencia, y nos dice que tenemos que estar al servicio del pueblo de Dios, que merece la pena. Somos servidores que estamos con el pueblo de Dios: unas veces iremos delante, otras detrás, y otras en medio, pero siempre con el pueblo de Dios».
Acción de gracias
«Después de estos 50 años -declara-, me siento inmensamente amado por Dios. Amado por la Virgen María, mi madre, bajo la advocación de Nuestra Señora de la Almudena, Santa María de la Vid, Nuestra Señora del Buen Consejo y tantas otras. Ella siempre ha estado en silencio, pero es la que nos ha dado a Jesús. María es la madre de los sacerdotes, porque nadie como ella ha sido capaz de evangelizar, de dar a Jesús al mundo».
«Me siento feliz por estos 50 años durante los que he estado con Jesús. He tenido un padre, he podido cantar su amor; he tenido hermanos, no he sido individualista; he vivido todo en comunidad al servicio del pueblo de Dios, en este caso que camina en Madrid, porque casi toda la vida he estado aquí, en Madrid, una diócesis a la que quiero entrañablemente y una orden, la de san Agustín, que es quien me lo ha dado todo. Por tanto, gracias a Madrid, gracias a la Orden de San Agustín, gracias queridos padres, y gracias a Dios. Con vosotros yo me he hecho sacerdote. Gracias de corazón», concluye.