Infomadrid, 20-05-2021.- Al hilo de un encuentro que le impresionó profundamente hace unos días con un muchacho que había perdido a sus padres, el cardenal Osoro dedica su carta semanal al amor y a la fuerza que tiene «ante la destrucción».
«Cuando acogemos el amor de Cristo en nuestra vida y entra en nuestro corazón, nos cambia», asegura, teniendo en cuenta que «nuestro amor es imperfecto» pero que Dios «siempre restaura ese amor».
Participar de la Eucaristía, revela el arzobispo, «te convierte en don de amor para los demás». Es una «comunión con Cristo» que «impulsa a amar sin medida», y en ella «el Señor nos hace revolucionarios, nos hace ir a contracorriente».
En unos tiempos en los que «se habla mucho de amar», el purpurado explica que «hay que aprender a amar». «Es un arte –añade– y te lo enseña Jesucristo». Un amor que incluye a los enemigos, «porque en el corazón de Dios no existen enemigos; hay hijos, y en tu corazón, tiene que haber hermanos».
Texto completo de la carta
En este tiempo de pandemia, hemos descubierto muchas cosas, pero creo que hay una que es necesario destacar: la fuerza del amor ante la destrucción. Cuando acogemos el amor de Cristo en nuestra vida y entra en nuestro corazón, nos cambia, transforma la existencia y nos hace capaces de amar según la media de Dios, ¡sin medida, a todos! La desmedida del amor de Dios nos hace oponernos siempre al mal, perdonar, acoger, compartir… Es un amor que tiene tal fuerza que cambia todo lo que hay a nuestro alrededor.
Hace unos días hablaba con un muchacho que ha perdido a sus padres. Me dijo que la mejor herencia que le habían dejado era su amor, lo que le habían querido y lo que le habían enseñado con sus vidas a amar a todos. Han sido para él momentos duros y no fáciles de olvidar, pero me hablaba de la fuerza que ha tenido para él el testimonio de sus padres, cómo le enseñaron a que el amor no fuese una palabra más. Me decía que ese amor le ha movido también a cuidarlos hasta el final y a seguir cuidando a otros que tienen necesidad. Cuando me contaba su historia, observaba en su mirada y en su rostro un dolor y un gran amor que no deja impasible a nadie y grita al cielo. En el relato casi podía ver y tocar ese amor: vi con claridad cómo se había manifestado la fuerza del amor, un amor humano (el de sus padres hacia él y el de él hacia sus padres), pero también un amor engrandecido por la presencia de Jesucristo en su vida, que les hacía ver que siempre y en toda ocasión somos de Dios.
En este encuentro con este muchacho dolido por la muerte de sus padres, pero muy unido a Jesucristo, vi con claridad que, junto al Señor, que es la concentración del amor de Dios, cambia el sentido de todo: «Mas cuando llegó la plenitud del tiempo, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la ley, para rescatar a los que estaban bajo la ley, para que recibiéramos la adopción filial. Como sois hijos, Dios envió a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo, que clama: “¡Abba, Padre!”. Así que ya no eres esclavo, sino hijo; y si eres hijo, eres también heredero por voluntad de Dios» (Gal 4, 4-7). Todo lo que recibió del Padre nos lo ha comunicado a nosotros, también su vida.
¡Qué palabras más bellas salían del corazón de este joven cuando me hablaba del amor que le tenían sus padres! Pero sobre todo me impresionó cuando me describía qué amor le habían enseñado a vivir sus padres. En su relato no había hipocresía, no era un amor interesado. Los padres se sentían mal en la enfermedad, pero lo que les movía no era ocuparse de ellos, sino de que su hijo nunca olvidase el amor que ellos le habían enseñado: Dios te ama, Dios te llama, Dios siempre te sorprenderá porque Dios ama. Y nos ama con todas las consecuencias y nos pide que, lo que Él nos da, lo demos también nosotros. Aquí no había una idea falsa o engañosa del amor, sino que entendían que este era un don de Dios. Qué bien comprendiste y entendiste lo que tus padres te regalaron a través de su vida y en su muerte.
Es verdad que nuestro amor es imperfecto, pero hay momentos de la vida que se manifiesta con una perfección especial. El Señor siempre restaura ese amor, siempre nos abre caminos de liberación, de verdadero anuncio y de esperanza. ¡Qué bien observaste cómo el Señor, cuando amas con su amor, va abriendo caminos de liberación y de esperanza! Me hiciste un relato precioso cuando me describías que tus padres, en diversos momentos de su enfermedad, aunque veían que no mejoraban, expresaban lo que el Señor les daba y que ellos acogían: su amor, no estaban solos. Y fue de este amor de lo que ellos se rodearon siempre. En sus últimas palabras me dijiste que escuchaste algo así: «Recuerda que nuestro amor es imperfecto, pero el Señor, si le dejamos, lo restaura siempre».
En esta línea, quiero invitaros a todos a vivir tres tareas:
1. Participa de la Eucaristía, que te convierte en don de amor para los demás. Qué hondura alcanza nuestra vida cuando descubrimos que, al alimentarnos del Señor, se convierte en don. Esa comunión con Cristo nos impulsa a amar sin medida. Vive en la alegría de hacerte don para todos los que encuentres en tu camino. No puedes banalizar el amor en tu vida; has de descubrir cada día más y mejor la gran vocación del ser humano, que es al amor. ¡Qué bien lo descubren los jóvenes! En la Eucaristía celebrada y en otros momentos contemplada, el Señor nos hace revolucionarios, nos hace ir a contracorriente, nos hace dejar de vivir de lo provisional y accesorio y vivir con aquello que da fundamento a la vida.
2. No seas hipócrita al amar, pues no vale cualquier forma de amar para ser y crecer. No te muevas al amar por intereses personales. El amor es una gracia, es un regalo. Poder amar de verdad, y no con anécdotas del amor, es un don de Dios. Tienes que saberlo pedir a quien lo puede dar y en abundancia. Y cuando lo tienes de quien mana el verdadero amor, lo acoges y lo expresas en el encuentro con los otros de formas muy diferentes. Hoy se habla mucho de amar, pero hay que aprender a amar. Es un arte y te lo enseña Jesucristo. Él nos hace experimentar su compasión, su misericordia, y las maravillas de su amor, de tal manera que podemos entender lo que podemos vivir y hacer con nuestros hermanos.
3. Ama como Jesús nos dice en el Evangelio: a los enemigos, a quienes nos traicionan, a los que nos odian, a quienes nos maldicen, a quienes nos difaman… Cuando os digo esto, deseo que entendáis una de las características más propias del mensaje de Jesús. Sinceramente creo que aquí está el secreto y la fuerza y la capacidad para vivir alegres. Cuesta, pero no puedo deciros otra cosa: al enemigo hay que amarlo, hacerle el bien y rezar por él. ¿Por qué he de amarlo? Porque en el corazón de Dios no existen enemigos; hay hijos y, en tu corazón, tiene que haber hermanos. Ahora bien, el amor de Dios nos saca de la mentira a todos, del aprovechamiento de los demás y nos invita a vivir en la verdad. Pero incluso a los que se sirven de ti hay que amarlos, pues ninguna mano sucia puede impedir que Dios ponga esa vida que Él desea regalarnos.
Con gran afecto, os bendice,
+Carlos, Cardenal Osoro Sierra
Arzobispo de Madrid