¿Habéis oído hablar alguna vez de la “desproporción de Dios”?
Creer en Dios como “Padre de todo, que lo transciende todo, y lo penetra todo”, como nos dice Pablo en su carta a los Efesios, nos debería llevar siempre a esa plena confianza en la Providencia de Dios que nos cuida. Que, como dice el salmo 144, abre su mano y nos sacia. Ese es el origen de la “Desproporción de Dios”.
En el Evangelio de hoy encontramos lo que esto significa: hemos recordado una de las escenas de la vida pública de Jesús, ya profetizada en el libro de los Reyes, que nos muestra lo que el Cardenal Carlos Osoro llama “la desproporción de Dios”: Hay una desproporción entre el “todo” que nosotros podemos hacer, y el “todo” que él puede hacer.
HABLA EL CORAZÓN: El milagro de la multiplicación de los panes y de los peces
El milagro de la multiplicación de los panes y de los peces, así, es signo del “amor desproporcionado” que custodia la Iglesia: el amor de Cristo por los hombres, y el amor de los hombres por Cristo en los últimos de este mundo, los necesitados.
El método de Dios consiste en que, si nosotros ponemos nuestra parte para cambiar las cosas, por muy poco que podamos hacer, él pone la suya, y con la suya las cosas cambian de verdad.
En el Evangelio que hemos escuchado es evidente:
Jesús pide a sus discípulos que hagan su parte para que nadie pase necesidad. Les dice: “dadles vosotros de comer”.
Ellos lo hacen, aunque tienen sólo cinco panes y dos peces. Se fían, reparten lo poco que tienen y ¡Todos quedan saciados!
Los cristianos no somos cristianos:
si en la práctica no creemos en la Providencia de Dios.
si compartimos solo lo que nos sobra,
y si además lo hacemos sin ninguna confianza en que lo poco que nosotros podemos hacer sirva para algo….
Los cristianos somos cristianos si, al contrario:
ponemos nuestras seguridades en la Providencia de Dios,
compartimos generosamente nuestro tiempo, nuestros talentos, y una parte significativa de nuestros bienes, con los demás.
Pero sobre todo si confiamos en la “Desproporción de Dios”.
Sabemos que en el mundo más de mil millones de personas pasan hambre.
Se nos muestra como una situación inamovible, insuperable, imperturbable. Y mientras unos esperan un impreciso progreso general que engañosamente se nos ha inculcado, otros dicen que es imposible hacer nada porque los pobres están corrompidos. La respuesta a este problema la sabemos muy bien: «Dadles vosotros de comer». Hoy disponemos de medios suficientes para atender con eficacia a todos esos millones de personas desnutridas, que luchan todavía por la supervivencia, aunque, como ya denunciaba Juan Pablo II, «la tierra esta dotada de los recursos necesarios para dar de comer a toda la humanidad».
Sólo hace falta una cosa: arriesgar, es decir, creer en la “Desproporción de Dios”, como hicieron los santos. Siempre que un santo o una santa han tratado de saciar el hambre de los pobres, a mansalva, no han reparado en cálculos. Han tomado la olla que tenían para ellos, grande o pequeña, y han empezado a servir con el cazo los platos de los pobres. Y, como en la escena del Evangelio, ¿qué les pasaba? Que la olla nunca se acababa, hasta servir al último.
Ahora el milagro toma otras formas: no se vacían nunca las despensas de los comedores sociales, no se arruinan las familias generosas, etc.
HABLA LA VIDA: El milagro de Aranjuez
A las afueras de Aranjuez un grupo de jóvenes carismáticos (estudiantes de medicina y enfermería) en 1988 acogieron a presos enfermos terminales de Sida (BASIDA). Les habían dejado una casa y la primera noche con los tres primeros enfermos, al terminar la oración, se dieron cuenta de que algo habían olvidado: comprar leche para darles temprano de desayunar al día siguiente. Pensaron en retrasar la hora del desayuno para poderla comprar por la mañana, pero un dijo: “lo hemos dado todo, y hemos tenido un descuido. Pidamos al Señor que se encargue él de la leche del desayuno”. Al día siguiente no encontraron por milagro dos litros de leche en la nevera, pero al abrir el portón de la casa, encontraron un montón de pilares de cajas de litros de leche. Luego supieron que un camión por la noche había intentado donar ese sobrante a la Residencia de Ancianos, pero encontró la vaya cerrada. Alguien le indicó en la calle donde estaba la casa de esos jóvenes a los que les podría venir bien. No todos los milagros tienen que saltarse las leyes de la naturaleza.
Manuel Mª Bru, delegado Episcopal de Catequesis de la Archidiócesis de Madrid