DOMINGO DE RAMOS: DE LAS PALMAS A LA CRUZ
Mateo 21,1-11; Isaías 50,4-7; Filipenses 2,6-11; Mateo 26,14-27,66
HABLA LA PALABRA: De alabado a escarnecido
La liturgia de la Palabra del Domingo de Ramos nos ofrece el Evangelio de la entrada de Jesús en Jerusalén, y tras las dos primeras lecturas, la proclamación integra del Evangelio de la Pasión. En todas ellas se nos habla de Jesús:
- Jesús aclamado como Rey, como el esperado de los tiempos para colmar todas las expectativas del pueblo de Israel.
- Jesús profetizado por Isaías que clama: “no resistí ni me eché atrás: ofrecí la espalda a los que me apaleaban, las mejillas a los que mesaban mi barba”.
- Jesús, insultado, flagelado, torturado, coronado con espinas, escupido, y burlado: “¿Y si así hacen con el leño verde, que no harán con el seco?”, nos dice el Evangelio de la Pasión.
- Jesús que después, como nos narra Pablo en su carta a los Filipenses, “se rebajó hasta someterse a la muerte, y una muerte de cruz”.
HABLA EL CORAZÓN: ¿Qué mira nuestro corazón?
Explicaba así en una ocasión el Papa Francisco el relato del Domingo de Ramos:
- Jesús entra en la ciudad rodeado de su pueblo, rodeado por cantos y gritos de algarabía. Podemos imaginar que es la voz del hijo perdonado, la del leproso sanado, del publicano y del impuro. Es el grito de hombres y mujeres que lo han seguido porque experimentaron su compasión ante su dolor y su miseria (…)
- Esta alegría y alabanza resulta incómoda y se transforma en sinrazón escandalosa para aquellos que se consideran a sí mismos justos y “fieles” a la ley y a los preceptos rituales. Alegría insoportable para quienes han bloqueado la sensibilidad ante el dolor, el sufrimiento y la miseria (…)
- Y así nace el grito del que no le tiembla la voz para gritar: “¡Crucifícalo!”. No es un grito espontáneo (…) Es el grito fabricado por la “tramoya” de la autosuficiencia, el orgullo y la soberbia que afirma sin problemas: “Crucifícalo, crucifícalo” (…).
- Es el grito del “sálvate a ti mismo” que quiere adormecer la solidaridad, apagar los ideales, insensibilizar la mirada… el grito que quiere borrar la compasión, ese “padecer con”, la compasión, que es la debilidad de Dios (…).
- En su cruz hemos sido salvados para que nadie apague la alegría del evangelio; para que nadie, en la situación que se encuentre, quede lejos de la mirada misericordiosa del Padre. Mirar la cruz es dejarse interpelar en nuestras prioridades, opciones y acciones. Es dejar cuestionar nuestra sensibilidad ante el que está pasando o viviendo un momento de dificultad. Hermanos y hermanas: ¿Qué mira nuestro corazón? ¿Jesucristo sigue siendo motivo de alegría y alabanza en nuestro corazón o nos avergüenzan sus prioridades hacia los pecadores, los últimos, los olvidados?
HABLA LA VIDA: El beso de Cristina
Todos lo conocen por Potoño. Se llama Antonio Gil Hernández. Y un día encontró a Cristo en la calle por que supo mirar con su corazón. Lo cuenta así: “Hoy he conocido a Cristina. En la esquina observé que una chica joven pedía algo. Llegué a su altura y me susurró con una voz muy débil: Tengo hambre. Aquello me paró en seco. Me di la vuelta. ¿Me puedes comprar un bocadillo? Al calor de un local y a salvo de la lluvia que caía intensamente, Cristina me contó su triste vida. Los padres de Cristina están separados. Ella tiene 21 años. A los 17 se queda embarazada y tiene una niña. Intenta olvidar sus problemas y comete un trágico error: caer en las redes de la maldita droga. Se va de su casa. La Comunidad de Madrid le retira la custodia de su hija y se la entrega a su padre. Posteriormente ingresa en un centro de rehabilitación de toxicómanos, y al cabo de dos años y medio consigue desengancharse. Le comunican que es portadora de anticuerpos del SIDA. Pierde su trabajo de auxiliar administrativo. No consigue empleo. No quiere que su hija sea señalada como lo es ella por ser hija de una “sidosa”. Por eso vive en la calle. No quiere ir a albergues porque tiene miedo de encontrar a sus antiguos compañeros de juergas. Vive en la calle porque le asquea la idea de prostituirse. No quiere vender droga porque le horroriza la idea de que otros pasen por lo que pasó ella. Muy despacio terminó su frugal cena. No le quedan lágrimas para ella. Todas son para su hija. Está contenta porque una amiga le permitirá ducharse hoy a escondidas en su casa. Nos despedimos. Le doy mi bono-bus y mi número de teléfono. Lo guarda en su cartera, en la que sólo tiene la foto de su niña. Después me pide permiso para despedirnos con dos besos, ya que hace mucho tiempo que no besa a nadie y nadie la besa a ella. Hace tiempo que no encontraba a Cristo por la calle. Hoy Cristina me trajo a Cristo, despreciado, escupido, y marginado. ¡Gracias Cristina! Lloro por ti, por mí y por los ciegos y necios como yo, que no sabemos amaros a ti y a Cristo como a uno sólo”.
Manuel María Bru Alonso. Delegado Episcopal de Catequesis