En este segundo domingo de Adviento en todos los rincones del planeta donde se celebre la eucaristía dominical se proclamará un grito de esperanza en Dios que nos trae la paz y la justicia verdadera:

  • El profeta Isaías está tan persuadido de su esperanza en la justicia de Dios que hasta la misma naturaleza se convertirá a ella levantándose los valles, y abajándose los montes y las colinas.
  • El Salmo 84 canta que mientras la misericordia y la fidelidad se encuentran, la justicia y la paz se besan. Que mientras la fidelidad brota de la tierra, la justicia mira desde el cielo. Es decir, la única y definitiva justicia sólo la podemos esperar de Dios. Como decía aquel pensador marxista convertido al cristianismo, sólo en la esperanza cristiana se promete una justicia completa, que alcanza a todos los que hayan sido tratados injustamente a lo largo de la historia.
  • San Pedro en su segunda carta dice que los cristianos “esperamos un cielo nuevo y una tierra nueva, en la que habite la justicia”.
  • Y Juan Bautista, el precursor del Señor, en el Evangelio de San Marcos nos convoca a la pobreza del desierto, que es el terreno de Dios por ser el ámbito de la inseguridad humana, de la perdida de su autosuficiencia, y por tanto de la búsqueda y del clamor por la justicia.

Este clamor resonará de modo muy distinto en unos lugares y en otros. Porque como dice siempre monseñor Santiago Agrelo, arzobispo de Tánger, la Palabra de Dios, por ejemplo, no resuena igual en una gran catedral iluminada y calefactada que en una patera llena de subsaharianos atravesando de noche el estrecho de Gibraltar, esos quince kilómetros que abren la brecha social más grande de la tierra.

  • Entonces, la mayoría habrá oído este clamor como una bella expresión poética, que enmarca un anhelo que más o menos todos tenemos, el de una justicia verdadera y completa, pero con la desazón de no llegar a entender que tiene que ver la justicia con la esperanza, cuando lo que nos enseñan en este lado acomodado del mundo y en su engaño colectivo de las seguridades humanas es que la justicia se exige, y la esperanza se sueña.
  • Pero otros lo habrán oído de un modo bastante diferente. Por ejemplo, aprovechando que esta semana hemos celebrado el día de la abolición de la esclavitud, empeño encabezado por el Papa Francisco:
  • Imaginemos que somos unos emigrantes haitianos, y por tanto del país más pobre del mundo, que trabajamos de sol a sol como esclavos en la recolección de caña de azúcar en un latifundio dominicano, con el único salario de un mendrugo de pan y un potaje al día, y la atención de un médico en una tienda sin medios y sin condiciones higiénicas para una colonia de miles de haitianos emigrados.
  • ¿Cómo resonaría entonces en nosotros lo de una tierra nueva en la que habite la justicia? Pues lo entenderíamos de un modo muy distinto:
  • Primero desde el desagarro de la inequidad.  Sólo tocando fondo en el dolor, el oprobio, el abandono, el propio o el ajeno, podremos saber en que consiste la sed de esperanza, en la que nos jugamos la vida.
  • En segundo lugar, desde la experiencia de ver un luz en medio de la oscuridad. Por ejemplo, en este caso, desde que un misionero madrileño fue a ese infierno dominicano a traer la esperanza cristiana, a devolverles su dignidad perdida, a inculcarles que tienen derechos inalienables ante sus explotadores, que no han tenido más remedio que ir, aunque muy lentamente, cambiando sus condiciones de vida, a pesar de que este misionero fuera expulsado de ese país y hoy esté con otros pobres y en otro extremo del planeta.
  • Sinceramente creo que mientras no nos pongamos en la piel de las principales víctimas de las injusticias del mundo, no podremos entender estas promesas de la Sagrada Escritura, ni de que va esto de la esperanza en el Adviento.
  • Sinceramente creo que la virtud teologal de la esperanza, incluso la que arañamos los que vivimos bajo una capa de protección familiar, eclesial y social, no nos arrancará del tedio y de la tibieza de nuestras vidas, mientras no la vinculemos a la esperanza de justicia de los empobrecidos. Y es que mientras nos refugiemos en la cápsula de nuestras seguridades, ¿para que anhelar un cielo nuevo y una tierra nueva?

II DOMINGO DE ADVIENTO CICLO B