Ya decía el teólogo Von Balthasar que como mejor se conoce la vida de la Iglesia es a través de los rostros de sus hijos que van escribiendo su historia. Y Benedicto XVI explicaba que los mejores exegetas de la Sagrada Escritura son los santos, porque ellos explican su verdadero significado con sus vidas. A nadie se le oculta que a lo largo del siglo XX, junto a grandes acontecimientos como el Concilio Vaticano II, la expansión misionera o los desafíos de la modernidad y la post-modernidad, no podemos perder de vista los nombres propios de quienes ya han culminado su santo viaje y que han ido jalonando la reciente huella de Dios a través de la Iglesia, desde todos sus Papas (con o sin peana todos ellos ¡sabios y santos!: León XIII, San Pío X, Benedicto XV, Pío XI, Pío XII, San Juan XXIII, el beato Pablo VI, Juan Pablo I, San Juan Pablo II), a no pocos carismáticos inspiradores de la permanente reforma de la Iglesia, como el beato Oscar Romero, Santa Teresa de Calcuta, el beato Alberioni, Don Giussani, o el hermano Roger de Taize.
Entre ellos, una mujer laica. El próximo 14 de marzo se cumplirán diez años desde que nos dejo la Sierva de Dios Chiara Lubich. Como todos los mencionados (y tantos otros no mencionados), su impronta en la Iglesia y en la humanidad de hoy no ha disminuido tras su muerte, sino que ha crecido progresivamente. Sembró buena semilla y cada año la cosecha de frutos aumenta cualitativa y cuantitativamente. No sólo y no tanto en sus obras (en este caso la Obra de María o Movimiento de los Focolares), sino en el discurrir de la vida de la Iglesia y del mundo.
Sin su novedosa propuesta en los años 40 de vivir la presencia de “Jesús en medio” (vista entonces con recelo), no hubiese llegado el Concilio a repetir cientos de veces una expresión inusual en el magisterio tras los Padres de la Iglesia. Sin su imparable “espiritualidad de la unidad” y su revolucionario impulso a los diálogos ecuménico, interreligioso y con personas de convicciones diversas, no entenderíamos ni la “espiritualidad de comunión” de San Juan Pablo II, ni el avance de estos diálogos en los últimos 60 años. Sin su visión del mundo unido nos faltarían resortes de inspiración y de concreción -como la “Economía de Comunión” o el “Movimiento político por la unidad”- para entender la llamada del Papa Francisco a la globalización de la solidaridad. Como una suave brisa, el soplo del Espíritu Santo a través de sus creaturas más dóciles, no conoce de barreras ni en el tiempo ni en el espacio.