Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Frente a la pandemia y sus consecuencias sociales, muchos corren el riesgo de perder la esperanza. En este tiempo de incertidumbre y de angustia, invito a todos a acoger el don de la esperanza que viene de Cristo. Él nos ayuda a navegar en las aguas turbulentas de la enfermedad, de la muerte y de la injusticia, que no tienen la última palabra sobre nuestro destino final.
La pandemia ha puesto de relieve y agravado problemas sociales, sobre todo la desigualdad. Algunos pueden trabajar desde casa, mientras que para muchos otros esto es imposible. Ciertos niños, a pesar de las dificultades, pueden seguir recibiendo una educación escolar, mientras que para muchísimos otros esta se ha interrumpido bruscamente. Algunas naciones poderosas pueden emitir moneda para afrontar la emergencia, mientras que para otras esto significaría hipotecar el futuro.
Estos síntomas de desigualdad revelan una enfermedad social; es un virus que viene de una economía enferma. Se enfermó, está enferma. Es el fruto de un crecimiento económico injusto, que prescinde de los valores humanos fundamentales. En el mundo de hoy, unos pocos muy ricos poseen más que todo el resto de la humanidad. Y lo repito esto porque nos hará pensar: Pocos riquísimos, un pequeño grupo, poseen más del resto de la humanidad. ¡Es una injusticia que clama al cielo! Al mismo tiempo, este modelo económico es indiferente a los daños infligidos a la casa común. Estamos cerca de superar muchos de los límites de nuestro maravilloso planeta, con consecuencias graves e irreversibles: de la pérdida de biodiversidad y del cambio climático hasta el aumento del nivel de los mares y a la destrucción de los bosques tropicales. La desigualdad social y el degrado ambiental van de la mano y tienen la misma raíz (cfr Enc. Laudato si’, 101): la del pecado de querer poseer y dominar a los hermanos y las hermanas, de querer poseer y dominar la naturaleza y al mismo Dios. Pero este no es el diseño de la creación.
Al comienzo Dios confió la tierra y sus recursos a la administración común de la humanidad para que tuviera cuidado de ellos” (Catecismo de la Iglesia Católica, 2402). Dios nos ha pedido dominar la tierra en su nombre (cfr Gen 1, 28), cultivándola y cuidándola como un jardín, el jardín de todos (cfr Gen 2,15). “Mientras ‘labrar’ significa cultivar, arar o trabajar […], ‘cuidar’ significa proteger, custodiar, preservar” (LS, 67). Pero cuidado con no interpretar esto como carta blanca para hacer de la tierra lo que uno quiere. No. Existe una “relación de reciprocidad responsable” (ibid.) entre nosotros y la naturaleza. Recibimos de la creación y damos a nuestra vez. “Cada comunidad puede tomar de la bondad de la tierra lo que necesita para su supervivencia, pero también tiene el deber de protegerla” (ibid.).
De hecho, la tierra “nos precede y nos ha sido dada” (ibid.), ha sido dada por Dios “a toda la humanidad” ( CCC, 2402). Y por tanto es nuestro deber hacer que sus frutos lleguen a todos, no solo a algunos. Este es un elemento-clave de nuestra relación con los bienes terrenos. Como recordaban los padres del Concilio Vaticano II “el hombre, al usarlos, no debe tener las cosas exteriores que legítimamente posee como exclusivamente suyas, sino también como comunes, en el sentido de que no le aprovechen a él solamente, sino también a los demás” (Const. past. Gaudium et spes, 69). De hecho, “la propiedad de un bien hace de su dueño un administrador de la providencia para hacerlo fructificar y comunicar sus beneficios a otros” (CCC, 2404). Nosotros somos administradores de la tierra, no dueños. “Sí, pero el bien es mío”. Sí, pero lo tienes que administrar, no para tenerlo egoístamente solo para ti.
Para asegurar que lo que poseemos lleve valor a la comunidad, “la autoridad políticatiene el derecho y el deber de regular en función del bien común el ejercicio legítimo del derecho de propiedad” (ibid., 2406)[1]. La “subordinación de la propiedad privada al destino universal de los bienes[…] es una ‘regla de oro’ del comportamiento social y el primer principio de todo el ordenamiento ético-social” (LS, 93)[2].
Las propiedades y el dinero son instrumentos que pueden servir a la misión. Pero los transformamos fácilmente en fines, individuales o colectivos. Y cuando esto sucede, se socavan los valores humanos esenciales. El homo sapiens se deforma y se convierte en una especie de homo œconomicus –en un sentido peor– individualista, calculador y dominador. Nos olvidamos de que, siendo creados a imagen y semejanza de Dios, somos seres sociales, creativos y solidarios, con una inmensa capacidad de amar. De hecho, somos los seres más cooperativos entre todas las especies, y florecemos en comunidad, como se ve bien en la experiencia de los santos[3]. Hay un dicho español que me ha inspirado esta frase. Dice así: “Florecemos en racimo como los santos”. Florecemos en comunidad como se ve bien en la experiencia de los santos.
Cuando la obsesión por poseer y dominar excluye a millones de personas de los bienes primarios; cuando la desigualdad económica y tecnológica es tal que lacera el tejido social; y cuando la dependencia de un progreso material ilimitado amenaza la casa común, entonces no podemos quedarnos mirando. No, esto es desolador, no se puede quedarse uno mirando. Con la mirada fija en Jesús (cfr Heb 12, 2) y con la certeza de que su amor obra mediante la comunidad de sus discípulos, debemos actuar todos juntos, en la esperanza de generar algo diferente y mejor. La esperanza cristiana, enraizada en Dios, es nuestra ancla. Ella sostiene la voluntad de compartir, reforzando nuestra misión como discípulos de Cristo, que ha compartido todo con nosotros.
La entendieron las primeras comunidades cristianas, que como nosotros vivieron tiempos difíciles, conscientes de formar un solo corazón y una sola alma, ponían todos sus bienes en común, testimoniando la gracia abundante de Cristo sobre ellos (cfr Hch 4, 32-35). Nosotros estamos viviendo una crisis, la pandemia nos ha puesto a todos en crisis, pero recuerden, de una crisis no se sale igual: o salimos mejores o salimos peores. Esta es nuestra opción. Después de la crisis, ¿continuaremos con este sistema económico de injusticia social y de desprecio hacia el cuidado de la Creación, del medio ambiente? Pensemos. Pensémoslo bien.
Que las comunidades cristianas del siglo XXI puedan recuperar esta realidad, dando así testimonio de la Resurrección del Señor. Si cuidamos los bienes que el Creador nos dona, si ponemos en común lo que poseemos de forma que a nadie le falte, entonces realmente podremos inspirar esperanza para regenerar un mundo más sano y más justo.
Y para concluir, pensemos en los niños, lean las estadísticas. Cuantos niños hoy día mueren de hambre: por una mala distribución de la riqueza, por un sistema económico enfermo, como he dicho antes. Y cuantos niños hoy no tienen derecho a la escuela por el mismo motivo. Que esta imagen de los niños necesitados de hambre y de educación nos ayude a entender que después de esta crisis debemos salir mejores. Muchas gracias.
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- Cfr GS, 71; S. Juan Pablo II, Cart.. enc. Sollicitudo rei socialis, 42; Cart.. enc. Centesimus annus, 40.48).
- Cfr S. Juan Pablo II, Cart.. enc. Laborem exercens, 19.
- “Florecemos en racimo, como los santos”: expresión común en lengua española.