¿Y vosotros, quien decís que soy yo? Esta pregunta que acabamos de oír en el Evangelio de hoy no se la hizo Jesús sólo a los apóstoles, sino que nos la hace también a cada uno de nosotros.

  • Es más –cosas de Dios- es una pregunta que se la hacía ya el Espíritu Santo sobre Jesús a los profetas del Antiguo Testamento. Sino no sería posible que, inspirado por el Espíritu, el profeta Isaías, en su “proto-evangelio” (por eso se llama así), escribiese una confesión en el Mesías que habría de venir enviado por el Padre para salvarnos con su pasión: “no me tape el rostro ante los ultrajes no salivazos”.
  • Con el salmo 114, de hecho, hemos hecho ya una confesión pública de Jesucristo, cuando hemos confesado que “arrancó mi alma de la muerte, mis ojos de las lágrimas, mis pies de la caída”.
  • Y el apóstol Santiago nos recuerda que nos va la vida en esta confesión de fe, eso si, porque no sólo es una confesión de los labios, de palabra, sino de las manos, de obra: “Enséñame tu fe sin obras y yo, por las obras, te probaré mi fe”.
  • En el Evangelio parece claro que la primera pregunta de Jesús es sólo retorica (“Que dicen los hombres del Hijo del hombre”), porque a Jesús no le interesa que le contemos si hay más fe o menos en nuestro mundo, o si esté o aquel piensan o dejan de pensar sobre él. A Jesús le importa sólo saber que piensas tú de él, no por él, sino por ti.

Siempre me ha reconfortado, y por eso quiero compartirlo hoy con vosotros, la confesión de fe en Jesucristo que hizo el beato Pablo VI (desde el próximo 14 de octubre, San Pablo VI), en su viaje a Filipinas en el año 1975:

  • Jesucristo es el Mesías, el Hijo de Dios vivo; él es quien nos ha revelado al Dios invisible, él es el primogénito de toda criatura, y todo se mantiene en él. Él es también el maestro y redentor de los hombres; él nació, murió y resucitó por nosotros.
  • Él es el centro de la historia y del universo; él nos conoce y nos ama, compañero y amigo de nuestra vida, hombre de dolor y de esperanza; él, ciertamente, vendrá de nuevo y será finalmente nuestro juez y también, como esperamos, nuestra plenitud de vida y nuestra felicidad.
  • Yo nunca me cansaría de hablar de él; él es la luz, la verdad, más aún, el camino, y la verdad, y la vida; él es el pan y la fuente de agua viva, que satisface nuestra hambre y nuestra sed; él es nuestro pastor, nuestro guía, nuestro ejemplo, nuestro consuelo, nuestro hermano. Él, como nosotros y más que nosotros, fue pequeño, pobre, humillado, sujeto al trabajo, oprimido, paciente. Por nosotros habló, obró milagros, instituyó el nuevo reino en el que los pobres son bienaventurados, en el que la paz es el principio de la convivencia, en el que los limpios de corazón y los que lloran son ensalzados y consolados, en el que los que tienen hambre de justicia son saciados, en el que los pecadores pueden alcanzar el perdón, en el que todos son hermanos.
  • Éste es Jesucristo, de quien ya habéis oído hablar, al cual muchos de vosotros ya pertenecéis, por vuestra condición de cristianos. A vosotros, pues, cristianos, os repito su nombre, a todos lo anuncio: Cristo Jesús es el principio y el fin, el alfa y la omega, el rey del nuevo mundo, la arcana y suprema razón de la historia humana y de nuestro destino; él es el mediador, a manera de puente, entre la tierra y el cielo; él es el Hijo del hombre por antonomasia, porque es el Hijo de Dios, eterno, infinito, y el Hijo de María, bendita entre todas las mujeres, su madre según la carne; nuestra madre por la comunión con el Espíritu del cuerpo místico.
  • ¡Jesucristo! Recordadlo: él es el objeto perenne de nuestra predicación; nuestro anhelo es que su nombre resuene hasta los confines de la tierra y por los siglos de los siglos.

Permitidme que os haga una sugerencia, que siempre ha sido de gran provecho en muchas parroquias, tanto con niños, como con jóvenes y adultos: os propongo que saquéis un día un rato largo de quietud, y toméis un lápiz y un papel (o el ordenador), y escribáis: “Y tú, ¿quien dices que soy yo?” Y sin prisas, sabiendo que es Jesús quien te lo esta preguntando, empezar a escribir. No más de un folio, espacio en el que caben de sobra las cosas más importantes de una vida, y de una confesión de fe. No importa si esta mejor o peor escrito. Es sólo para ti y para él. Te aseguro que cuando vuelvas a leerlo cualquier otro día, aunque sea dentro de varios años, te llenará de paz: te dirá quien eres, cuál es tu identidad, cuál es el sentido de tu vida: Jesucristo.

HOMILÍA DOMINGO XXIV DEL TO CICLO B