VIERNES SANTO (Ciclo A): JESÚS CRUCIFICADO EN EL ROSTRO DE LOS HOMBRES

Isaías 52,13-53,12; Hebreos 4,14-16;5,7-9; Juan 18-1-19,42

HABLA LA PALABRA: ¿Quién es el crucificado?

La liturgia de la Palabra del Oficio del Viernes Santo está centrada en la Cruz, o mejor dicho, en el Crucificado. ¿Quién es el que está clavado en la Cruz?:

  • Quién “soportó nuestros sufrimientos y aguantó nuestros dolores”. A quien “nosotros lo estimamos leproso, herido de Dios y humillado”, profetiza Isaías.
  • Quién, “a pesar de ser Hijo, aprendió, sufriendo, a obedecer. Y, llevado a la consumación, se ha convertido para todos que lo obedecen en autor de salvación eterna”, nos señala la Carta a los Hebreos.
  • Quién, en la cruz, sabiendo “que todo había llegado a su termino”, “inclinando la cabeza, entregó su espíritu”, como nos narra el final del largo relato de la Pasión del Evangelio de Juan.

HABLA EL CORAZÓN: ¿Qué es la cruz?

¿Y de que Cruz hablamos cuando hablamos del Crucificado?

  • La portentosa imagen de la Cruz: ¿Por qué ahuyenta al maligno? ¿Porqué con ella lo ha vencido? ¿Porqué si mantiene su mirada en ella hasta él se desmoronaría? ¿Porqué con verla, cualquier ser humano, aún sin conocer el relato de la Pasión, queda sobrecogido? ¿Cuál es su poder? ¿Qué puede hacer la cruz que sólo ella pueda hacer?
  • Remitirnos al Crucificado, para que podamos reconocerlo en nosotros: cuando sufrimos: es él, cuando nos vemos solos: es él, cuando el amor al prójimo nos cuesta: es él, cuando perdemos a alguien o se nos va para siempre: es él, cuando somos incomprendidos: es él, cuando un hermano sufre: es él, cuando todo parece salir mal: es él, cuando viene el desánimo: es él, cuando viene la tentación de cualquier tipo: también él la sufrió. Pero sobre todo, para que podamos reconócelo en los demás, en los otros crucificados que sufren el abandono, la pobreza, la ignominia, la humillación, y que encuentras a tu lado a lo largo de tu vida.
  • Y reconocerlo es abrazarlo, sonreírlo, y resucitar con él, dando el salto de ponerse de nuevo a amar, a vivir su voluntad, a volver a empezar. Ya él nos dijo: “venid a mi todos los cansados y agobiados, y yo os aliviaré, cargar con mi yugo, y aprended de mí” (Mt 11, 28).

HABLA LA VIDA: Mi Cristo roto

Ramón Cué, sacerdote jesuita, en 1963 escribió “Mi Cristo roto”. Un libro excepcional que nos trae reflexiones acerca del Cristo que compró en una tienda de antigüedades de Sevilla. Comienza así el relato: “De pronto… frente a mí, acostado sobre una mesa, vi un Cristo sin cruz, iba a lanzarme sobre él, pero frené mis ímpetus. Miré al Cristo de reojo, me conquistó desde el primer instante (…) Debió ser un Cristo muy bello, era un impresionante despojo mutilado. Por supuesto, no tenía cruz, le faltaba media pierna, un brazo entero, y aunque conservaba la cabeza, había perdido la cara”.

Tras regatear con el anticuario, se hizo con el Cristo, y comenzó un diálogo entre ambos, que comienza así:

“Cristo, ¿Quién fue el que se atrevió contigo? ¿No le temblaron las manos cuando astilló las tuyas arrancándote de la cruz? ¿Vive todavía? ¿Dónde? ¿Qué haría hoy si te viera en mis manos? … ¿Se arrepintió? ¡Cállate!, me cortó una voz tajante. ¡Cállate!, preguntas demasiado! ¿Crees que tengo un corazón tan pequeño y mezquino como el tuyo? ¡Cállate! No me preguntes ni pienses más en el que me mutiló, déjalo, ¿Qué sabes tú? ¡Respétalo!, Yo ya lo perdoné. Yo me olvidé instantáneamente y para siempre de sus pecados. Cuando un hombre se arrepiente, Yo perdono de una vez, no por mezquinas entregas como vosotros. ¡Cállate! (…)

Yo contesté: No puedo verte así, destrozado, aunque el restaurador me cobre lo que quiera ¡Todo te lo mereces! Me duele verte así. Mañana mismo te llevaré al taller. ¿Verdad que apruebas mi plan? ¿Verdad que te gusta? ¡No, No me gusta! Contestó el Cristo, seca y duramente. ¡Eres igual que todos y hablas demasiado! Hubo una pausa de silencio. Una orden, tajante como un rayo, vino a decapitar el silencio angustioso: ¡No me restaures, te lo prohíbo! ¡¿Lo oyes? Si Señor, te lo prometo, no te restauraré.

– Gracias— me contestó el Cristo. Su tono volvió a darme confianza. ¿Por qué no quieres que te restaure? No te comprendo. ¿No comprendes Señor, que va a ser para mí un continuo dolor cada vez que te mire roto y mutilado? ¿No comprendes que me duele? Eso es lo que quiero, que al verme roto te acuerdes siempre de tantos hermanos tuyos que conviven contigo; rotos, aplastados, indigentes, mutilados. Sin brazos, porque no tienen posibilidades de trabajo. Sin pies, porque les han cerrado los caminos. Sin cara, porque les han quitado la honra. Todos los olvidan y les vuelven la espalda. ¡No me restaures, a ver si viéndome así, te acuerdas de ellos y te duele, a ver si así, roto y mutilado te sirvo de clave para el dolor de los demás! Muchos cristianos se vuelven en devoción, en besos, en luces, en flores sobre un Cristo bello, y se olvidan de sus hermanos los hombres, cristos feos, rotos y sufrientes.

Manuel María Bru Alonso. Delegado Episcopal de Catequesis de la Archidiócesis de Madrid.