Luces en la oscuridad, eso son los religiosos y las religiosas, los consagrados y las consagradas en la Iglesia. En la Catequesis no podemos olvidar dar a conocer esta riqueza de la vida de la Iglesia

Hoy, fiesta de la Presentación del Señor, es un gran día para la Iglesia, y aunque aún muchos no lo sepan, un gran día para la humanidad entera. Hoy es el día de la vida consagrada. Los religiosos, las religiosas, los consagrados y las consagradas, que conforman un jardín inmenso de indecibles carismas, de historias alucinantes, de fundadores extraordinarios, son como esas luces de emergencia que nunca se apagan ni siquiera en los hospitales más pobres, o como esas antorchas que iluminan a los que trabajan en la profundidad insalubre de las minas, o como las luciérnagas en el campo para quienes duermen a la intemperie, esas lámparas naturales que convierten en luz el cien por cien de su energía.

La vida consagrada es luz porque la consagración hace que la vida sea más vida. Cuando un joven o una joven se entregan en pobreza, castidad y obediencia, es decir, en libertad suprema (libres de apegos materiales, libres de apegos humanos, y libres de sí mismos), su vida se pone en disposición de recorrer una aventura imprevisible e incontrolable, porque se expone a una entrega a Dios que Dios se toma muy en serio y, liberándola del mundo, la devuelve al mundo para sanarlo, para iluminarlo, para regenerarlo.

No es que los religiosos y las religiosas, los consagrados y las consagradas, sean como los superhéroes de ficción, con poderes especiales que los hacen habilidosamente extraordinarios. Al contrario, son débiles como los que más, y su misma vocación los conduce a los límites de su propia fragilidad humana. Pero en esa misma fragilidad resplandece una fortaleza que no siempre el mundo percibe, y que cuando la percibe, no la entiende. Porque esa fortaleza viene de muy adentro, de la presencia de Dios en su vida interior, y de la presencia de Dios en su vida comunitaria, la prometida por Aquel que dijo: “donde dos o tres estén unidos en mi nombre, yo estaré en medio de ellos”.

Hoy, precisamente hoy, en esta encrucijada de postmodernidad y globalización, la vida consagrada aparece como luz, discreta, pero siempre apreciable, que ilumina de fidelidad la resignación a lo efímero, de generosidad el refugio del individualismo, de la alegría inseparable de la paciencia y de la esperanza las tinieblas de la soledad y de la tristeza.

Hoy, precisamente hoy, cuando la Iglesia busca reafirmarse como madre de todos los hombres y médico de todas sus heridas, los religiosos, las religiosas, los consagrados y las consagradas, parecen vislumbrar la sonrisa de San Francisco de Asís cuando oyen esa voz de lo alto que les dice: reparad mi Iglesia, reparad mi mundo, reparadlo para mi que no os faltará mi ayuda.