FESTIVIDAD DE TODOS LOS SANTOS: SANTO PUEBLO DE DIOS

Hechos 4, 33; 5, 12.27-33; 12.2; Corintios 4, 7-15; Mateo 20, 20-28

HABLA LA PALABRA: De todas partes

La Palabra de Dios no sólo nos hace santos, sino que nos muestra el atractivo e envidiable, y al mismo tiempo provocativo y sorpresivo camino de la Santidad:

  • En su maravillosa descripción el Apocalipsis:
  • Por un lado describe la marcha victoriosa del “grupo de viene a la presencia del Señor”, como dice el salmo 23, es decir, de todos los santos: “muchedumbre inmensa, que nadie podía contar, de toda nación, raza, pueblo y lengua, de pie delante del trono y del Cordero, vestidos con vestiduras blancas y con palmas en sus manos”.
  • Y por otro lado, no nos oculta que todos los santos no han tenido un camino de rosas, sino que han abrazado la cruz: Cuando el anciano pregunta: “Estos que están vestidos con vestiduras blancas, ¿quienes son y de donde han venido?”, la respuesta que recibe es estremecedora: “Estos son los que vienen de la gran tribulación, han lavado y blanqueado sus vestiduras en la sangre del Cordero”.
  • El mismo Juan, en su primera carta, nos dice en apenas cuatro líneas un montón de cosas sobre la santidad: Que la santidad nace “del amor que Dios nos tiene”. Que el mundo no la reconoce. Que nos hace semejantes a Dios y nos lleva a su presencia. Y que se conquista a base de esperanza.
  • Y Jesús en el Evangelio nos muestra como los santos, los bienaventurados, los reconocidos por Dios, son precisamente los despreciados por el mundo. Ocho bienaventuranzas que podemos vincular a tres prototipos de santos: los pobres y sencillos, los pacíficos y misericordiosos, los que sufren y son perseguidos.

HABLA EL CORAZÓN: Bienaventurados

  • ¿A qué nos suena la palabra santidad? Para la cultura pagana dominante sonará a albúm de estampitas, o a lista de personajes trasnochados que forman parte de ese patrimonio moralizante de la Iglesia, o en el mejor de los casos, a irrealizable utopía. ¿Y a nosotros? Nos debería sonar a bienaventuranza. Es decir: A que felices, lo que se dice felices: sólo los santos. A que yo sólo seré feliz si busco ser santo. A que para ser santos no hay que ser extraordinarios. A qué para ser santos hay que ser sencillos: bienaventurados en el Dios verdadero y la enseño el secreto de la vida.
  • Deberíamos mirarnos en las bienaventuranzas para ver si buscamos la felicidad, no como un código moral, sino como la radiografía del modo como queremos entender nuestra vida: pobres, confiados, misericordiosos: en definitiva: hijos, hijos amados y confiados de Dios Padre. Hijos para siempre. Ahora y en la hora de nuestra muerte. Porque Jesús no describe al bienaventurado, al santo, sino a los santos: no describe un perfil, sino que muestra un pueblo.
  • Y ver y esperar, según la visión de san Juan en el Apocalipsis a la Iglesia del cielo, donde los propios ángeles caen rostro en tierra para alabar al Padre por la obra magnifica de esa estela de santos. Y ahí anhelar nuestra verdadera patria, porque, como hemos escuchado también de San Juan en la lectura de su primera carta todo el que tiene esta esperanza en él se hace puro como puro es él.

HABLA LA VIDA: La clase media de los santos

El Papa Fracisco nos ha dejado a todos bien claro que nadie se santifica por si mismo, ni sólo, sino en comunión, como miembros del “Santo Pueblo de Dios”, y que la mayoría de los santos distan mucho de ser los “supermanes” de la fe, sino que son los “de la puerta de al lado”:

“No pensemos solo en los ya beatificados o canonizados. El Espíritu Santo derrama santidad por todas partes, en el santo pueblo fiel de Dios, porque «fue voluntad de Dios el santificar y salvar a los hombres, no aisladamente, sin conexión alguna de unos con otros, sino constituyendo un pueblo, que le confesara en verdad y le sirviera santamente”. El Señor, en la historia de la salvación, ha salvado a un pueblo. No existe identidad plena sin pertenencia a un pueblo. Por eso nadie se salva solo, como individuo aislado, sino que Dios nos atrae tomando en cuenta la compleja trama de relaciones interpersonales que se establecen en la comunidad humana: Dios quiso entrar en una dinámica popular, en la dinámica de un pueblo. Me gusta ver la santidad en el pueblo de Dios paciente: a los padres que crían con tanto amor a sus hijos, en esos hombres y mujeres que trabajan para llevar el pan a su casa, en los enfermos, en las religiosas ancianas que siguen sonriendo. En esta constancia para seguir adelante día a día, veo la santidad de la Iglesia militante. Esa es muchas veces la santidad «de la puerta de al lado», de aquellos que viven cerca de nosotros y son un reflejo de la presencia de Dios, o, para usar otra expresión, «la clase media de la santidad”

CONMEMORACIÓN DE TODOS LOS DIFUNTOS: VENID A MI

Job 19,1.23-27a; Corintios 15,20-24ª.25-28; Mateo 11, 25-30

HABLA LA PALABRA: Veré a Dios

La Palabra de Dios del día de todos los difuntos constituye una armoniosa confesión en el don de la eternidad otorgado por Dios a los hombres:

  • Job confiesa rotundamente: “Veré a Dios, yo mismo lo veré, y no otro, mis propios ojos verán a Dios”
  • San Pablo explica como será: “Primero Cristo; después los últimos, cuando Cristo devuelva a Dios Padre su reino”.
  • Y Jesús es el que llama: “Venid a mi todos los que estáis cansados y agobiados, y yo os aliviaré”.

HABLA EL CORAZÓN: Ocultar la muerte

  • Hoy la Iglesia conmemora a todos los difuntos. Un día enmarcado en una paradoja: cuanto más penetra en nuestra sociedad la cultura de la muerte, más es la muerte un gran tabú, una realidad extraña que debe ser, incluso físicamente, escondida. Algunos ejemplos:
  • La muerte provocada con batas blancas: se mata a los no nacidos incómodos con métodos terribles y a los ancianos inútiles sedándoles.
  • Se ocultan las muertes de verdad del hambre, la guerra, el suicidio, y se muestran en la televisión las muertes de ficción de una violencia normalizada.
  • Se les enseña a los niños a familiarizarse con el maligno, ahora a través de horrible importación del infernal hallowwen de almas sin destino.
  • En los hospitales se muere en una especie de áreas de radioactividad, a las que sólo tienen acceso sus oficiantes profesionales.
  • Los mismos que se lamentan de que para mucha gente la muerte es algo tan imprevisible, que sólo la aceptan como una fatal equivocación médica.
  • En los tanatorios sólo se nos permite asomarnos a ver los cuerpos de nuestros seres queridos a través de unos grandes ventanales.
  • El tradicional rito cristiano de orar en la capilla ardiente de las casas es sustituido, también para los cristianos, por un rito laico frío y hermético.
  • Sólo la Iglesia acompaña a los moribundos y a sus familiares desde el realismo y desde la esperanza, es decir, sin ocultar la muerte, rescatándola del silencio, y mirándola con una certeza, la de la existencia del Dios del amor, cuya gloria es la vida del hombre. Sólo la Iglesia se atreve a ofrecer un significado a la muerte, porque en realidad, sólo la Iglesia se atreve a ofrecer un significado a la vida. En cada uno de los momentos la Iglesia trata de hacerse presente:
  • Primero con los capellanes de los hospitales, que no sólo atienden a los enfermos en el trance de la muerte, sino también con su recomendación a la misericordia divina, y con la atención y el consuelo a las familias.
  • En los tanatorios las diócesis tienen enviados capellanes permanentes, o se acercan de las parroquias más cercanas, que visitan los velatorios, hablan con las familias, promueven la celebración de liturgias de la palabra, y celebran misas por los difuntos de cada día en las capillas.
  • En los cementerios se procura una atención lo menos rutinaria, con la asistencia en tantos casos los sacerdotes de la parroquia o los más cercanos a las familias.
  • Las oraciones del ritual de exequias se escogen según la edad del difunto y las circunstancias de cada muerte.
  • El momento de cercanía de la Iglesia más apreciable es el del funeral en la parroquia, donde mostrarse la comunión de toda la Iglesia con una familia cristiana.

HABLA LA VIDA: La viuda dubitativa

Cuentan que en una aldea gallega las mujeres murmuraban por una viuda que, acercándose el día del primer aniversario del fallecimiento de su esposo, no había notificado la celebración de ninguna misa por eterno descanso. El murmullo llegó al párroco, al que las piadosas mujeres del pueblo le preguntaban si iba o no a tener lugar dicha celebración. El cura fue a visitar a la viuda, para preguntarle por su intención. La viuda dijo estar dubitativa, y contestó, como buena gallega, con una pregunta: “¿Y para que sirve celebrar una misa de aniversario? Si esta en el cielo, no la necesita y si está en el infierno, no lo va a sacar de allí”. A lo que el párroco, siguiendo el argumento de la viuda, contesto, como todo gallego, con otra pregunta: “¿Y si está en el purgatorio?” A lo que la viuda, sin pestañear, contestó: “Nuca he sido partidaria de las influencias”. La anécdota, aunque chistosa, nos sirve para plantearnos nosotros el valor de la “influencia” de nuestras oraciones, sobre todo cuando no buscan nuestro beneficio, sino el eterno beneficio de nuestros seres queridos: El “Pedid, y se os dará; llamad y se os abrirá, buscad y encontraréis”, también sirve para pedir, buscar y llamar a las puertas del cielo.

Manuel María Bru Alonso. Delegado Episcopal de Catequesis de la Diócesis de Madrid