SEGUNDO DOMINGO DE CUARESMA: ¡QUÉ BIEN SE ESTÁ AQUÍ!

Génesis 15,5-12.17-18; Filipenses 3,17-4,1; Lucas 9,28b-36

HABLA LA PALABRA: De la oscuridad a la luz

Las lecturas de este segundo domingo de cuaresma nos muestran como cuando Dios sale a nuestro encuentro lo hace siempre desde la oscuridad hacia la luz.

  • Dios sale a nuestro encuentro en la noche, en la oscuridad, en la duda, en la turbación, en el temor. La experiencia de Abraham en el libro del Génesis nos muestra como sólo desde la fragilidad humana ante las fuerzas de la naturaleza y ante la imposibilidad de controlar nuestra vida, podemos reconocer a Dios. Porque la oscuridad es catártica. Sirve para recocer las falsas luces, de todo tipo, para poder reconocer la única luz verdadera.
  • ¿Y cuál es esta luz? “El Señor es mi luz y mi salvación”. Así empieza el salmo 26. Por tanto, si el Señor es mi luz, y no una luz que se compra o se vende, se fabrica y se destruye, de enciende y se apaga, entonces, ¿a quién temeré? Si el Señor es la defensa de mi vida, ¿quién me hará temblar?
  • Con lágrimas en los ojos, desde la experiencia de la oscuridad y la prueba, san Pablo nos previene de los que quieren un cristianismo sin cruz, sin perdón, sin reconocimiento del mal, del pecado y de la muerte, en definitiva sin redención.
  • El misterio al que nos preparamos en cuaresma, el de la muerte y la resurrección de Cristo, es el misterio de la vida: siempre hay que pasar por la oscuridad para encontrar la luz. Pero el Señor se ocupa de adelantarnos destellos de luz, para que confiemos. Como hizo con sus discípulos en el Monte Tabor.

HABLA EL CORAZÓN: Un encuentro anticipado

Todos estamos llamados, precisamente en medio de las oscuridades, a experimentar la exclamación de Pedro: ¡Qué bien se esta aquí!? Todos necesitamos espacios para reposar en Cristo transfigurado, muerto y resucitado, nuestro descanso, nuestro consuelo, nuestro premio, anticipo de vida eterna con él:

  • Es estar con él en el silencio de la oración, dejando que penetre y que cure todas nuestras heridas, y que recomponga todas las piezas, y que perdone todas nuestras miserias y que escuche todas nuestras suplicas.
  • Es estar con él en el regazo de la comunión, no sólo de la comunión eucarística, sino por ella y desde ella, en la comunión eclesial. Es estar con él que ha prometido su presencia en medio de los que se escuchan y ayudan, de los que se confrontan como cristianos para buscarle, de los que en definitiva se sirven y se aman: “donde dos o tres estén unidos en mi nombre, yo estaré en medio de ellos” (Mt 18,20).
  • Y es estar con él en el hermano que sufre, contemplando el rostro de Cristo sufriente, protegiéndolo del frío del cuerpo, pero sobre todo del frio de la indiferencia. Alimentándolo con el pan del cuerpo, pero sobre todo con el pan de la amistad, del cariño, de la ternura: “tuve hambre…” (Mt 25, 31-46)

HABLA LA VIDA: En un lugar hermoso

Schoenstatt significa lugar hermoso. Se encuentra junto al pueblo de Vallendar, a orillas del Rin, en Alemania. “Qué bien se está aquí”, escribió el padre José Kentenich (1885-1968), en el santuario original, recordando a san Pedro en el Monte Tabor: “Quisiera convertir este lugar en un lugar de peregrinación, en un lugar de gracia… Todos los que acudan aquí para orar deben experimentar la gloria de María y confesar ¡Qué bien se está aquí! ¡Establezcamos aquí nuestra tienda! ¡Este es nuestro rincón predilecto!”.

El padre Kentenich fue criado en un orfanato, y la Virgen María cuidó su alma de niño huérfano. De joven profesó en la Orden de los Padres de San Vicente Palotti. Fue prisionero en el campo de concentración nazi de Dachau. Eran tiempos difíciles para un alma libre como la suya. Se respiraba ya, en aquellos años anteriores a la Primera Guerra Mundial, un aire viciado, bélico y peligroso en todos los sentidos. Allá, en el valle de Vallendar le permitieron restaurar una capillita abandonada y convertirla en sede para sus reuniones y oraciones. De ese santuario surgió un gran movimiento mariano extendido por todo el mundo. Hoy cientos de santuarios de Shoenstatt repartidos por todo el mundo son como un imán que atraen a miles de personas, sobre todo a jóvenes, que encuentran en ellos un lugar de acogimiento, de paz, de amistad, de oración, del que ya no se separarán.