Reproducimos a continuación por su interés para la sensibilidad cristiana de catequistas y demás agentes de pastoral, esta «Tercera» de ABC sobre el drama de la emigración:

LOS SUPLICANTES

ABC La Tercera ANTONIO HERNÁNDEZ-GIL (7/7/17)

ANTONIO HERNÁNDEZ-GIL ES MIEMBRO DE LA REAL DE ACADEMIA DE JURISPRUDENCIA Y LEGISLACIÓN

«Veinticinco siglos después, miles de mujeres, hombres y niños, de nuestra misma sangre y plumaje, cruzan cada año el mar Mediterráneo para suplicar asilo sin ninguna vanidad en su mirada, desterrándose por necesidad de las bombas y del pánico»

EL mar era en la antigüedad a la vez límite e infinito, igual que la noche estrellada. Un más allá donde zozobraban las naves de guerra y los viajeros, como pájaros, se perdían con sus penas en el horizonte o surgían de las olas cargados de deseos. El Mediterráneo siempre fue lugar de paso y huida, altar y tumba, la cuna líquida de Europa. En la Grecia de Homero, la Argólida, al este del Peloponeso, comprendía ciudades como Hermione, Epidauro o Argos, y sus costas, dulce o violentamente, eran bañadas por el Egeo. Entre Atenas y Esparta, los argivos, que así se llamaban los habitantes de Argos, siempre estuvieron del lado de Atenas. Esquilo situó allí la tragedia con la que venció a Sófocles en uno de los certámenes dionisiacos que los atenienses celebraban cada año: Las suplicantes, una obra de rara actualidad porque, en el umbral de la justicia, anteponía la hospitalidad hacia los extranjeros y la autonomía de la mujer como valores libremente asumidos por el pueblo.

Desde las finas arenas de la desembocadura del Nilo, no lejos de Siria, cincuenta mujeres, las danaides, llegan a una tierra benévola de aguas transparentes. Como el ruiseñor perseguido por el gavilán, huyen de un enjambre de varones egipcios que querían desposarlas por la fuerza y le piden a Zeus, guardián de los argivos justos, ser tenidas por suplicantes de asilo y que sus perseguidores, antes de que las aprehendan, sean arrojados al mar, enfrentados a intempestivos torbellinos, al trueno y al rayo portador de la lluvia. Así, poéticamente, habla el coro de las danaides mientras, en la fingida realidad del drama, es Danao, padre de todas aquellas mujeres, quien le pide ayuda a Pelasgos, rey de Argos. Pero primero se dirige a ellas: llevad piadosamente en vuestra mano izquierda ramos de lino en honor de Zeus, responded a los extranjeros con palabras respetuosas y emocionadas, como conviene a recién llegados, y decidles que vuestro destierro está limpio de sangre, sin que ninguna vanidad se escape de vuestra mirada tranquila. Acordaos de ceder: sois extranjeras, desterradas en la necesidad. Luego, implorando a Pelasgos, Danao compara a sus hijas con una bandada de palomas huyendo de halcones del mismo plumaje, de la misma sangre. ¿Cómo permanecerá pura el ave que come carne de ave? ¿Cómo será puro quien pretende casarse en contra de la voluntad de la mujer? El Rey se pregunta de dónde vienen, sin heraldos, esas muchachas de vestidos extraños y tez oscura, portando, como suplicantes, ramos de lino. Aunque tiene poder para concederles asilo, nunca lo haría sin el pueblo para que, si algo sale mal, no puedan decirle: por honrar a unas extranjeras has perdido la ciudad. El coro de mujeres interviene: no permitas que las suplicantes, a despecho de la justicia, se vean arrastradas como un caballo por las bridas, porque un día tus hijos deberán pagar estrictamente por ello: el poder de Zeus es justo. Pelasgos reflexiona y, tras aconsejar a Danao que coloque los ramos de sus hijas sobre los altares para que todos vean la señal de la súplica y sientan compasión, somete a los ciudadanos un voto decisivo. Las manos alzadas, estremeciendo el éter, lo decretan: habitaremos libres esta tierra, inviolables y con derecho de asilo frente a todo mortal, ciudadano o bárbaro. Al poco desembarcan los egipcios, buscando a las mujeres que creen suyas, y Pelasgos les hace frente: no sabéis ser extranjeros si despreciáis a nuestros dioses; el voto del pueblo argivo lo ha decidido: nunca entregaré por la fuerza a esta comitiva de mujeres; oídlo con claridad de estos labios libres y desapareced de mi vista. Son entonces los halcones quienes se marchan mascullando venganza; y las danaides, agradecidas, celebran el triunfo de la justicia.

Veinticinco siglos después, miles de mujeres, hombres y niños, de nuestra misma sangre y plumaje, cruzan cada año el Mediterráneo para suplicar asilo sin ninguna vanidad en su mirada, desterrándose por necesidad de las bombas y del pánico. Pero el drama tiene un guión bien distinto. Hemos abandonado a los dioses y la justicia se ha ahuecado como una palabra rellena de aire, incapaz de mover los corazones y los votos de quizás una mayoría de ciudadanos europeos que prefieren perseguir su propia seguridad contra la amenaza de los bárbaros, especialmente si son pobres y su tez –por dentro o por fuera– es distinta a la suya, ciertos de que ninguna ley humana (¿acaso existen más leyes que las que ellos mismos se dictan?) les hará pagar un día por el desprecio a sus semejantes.

Por fortuna, también hay ciudadanos diferentes: quienes tienden su mano a los migrantes, entre ellos numerosos alemanes liderados por una mujer de convicciones éticas; algunos estudiosos que traducen a Esquilo para transmitirnos sin oropeles su mensaje cosmopolita, como el buen maestro de griego Alfonso Martínez Díez; las jóvenes que esforzadamente declaman Las suplicantes en el Teatro Romano de Mérida o el benévolo enjambre de espectadores noctámbulos que acude a su representación. Y una ácida escritora austriaca, la premio Nobel Elfriede Jelinek, quien en Die Schutzbefohlenen replica a Esquilo para subrayar la universalidad del drama de los refugiados. Son esta vez –noviembre de 2012– afganos y paquistaníes encerrados en una iglesia de Viena: Estamos vivos. Lo principal es que vivimos y apenas hay más que eso después de dejar la sagrada patria. Huimos, condenados no por ningún tribunal del mundo, sino por todos, allí y aquí. Cuanto puede conocerse de nuestras vidas se ha evaporado. Somos citados pero no somos vistos. Tumbados en el frío suelo de la iglesia, nuestra existencia es nuestra moneda, todo lo que poseemos. En otras palabras, sólo contamos con nuestro propio ser como medio de pago. Tenemos respeto, demostramos respeto, pero no tenemos dinero para pagar el respeto de los demás.

Son ráfagas de imágenes y palabras que recuerdan cómo, bajo el flujo de la historia y la diversidad de los credos, hay valores que permanecen: la dignidad de la persona, la libertad, el bien verdaderamente común, la compasión, la sed de justicia que movía a los argivos y a quienes ven y oyen Las suplicantes, en Epidauro hace dos mil años, en uno de estos tórridos veranos extremeños o en el corazón de Viena. Si el mundo es mejor con tales valores y a muchos nos emocionan, será porque en realidad existen, igual que existe la miseria. Incluso puede que también conmuevan a quienes se atreven a mirar a los ojos de las auténticas suplicantes en los campos de Atmeh, Idomeni, Chios, Melilla, Lampedusa y tantos más, para nuestra vergüenza, suplicantes sin dinero con que comprar su asilo o ganarse un pedazo de suelo donde descansar. No bastan los juicios morales para ordenar la convivencia en tiempos difíciles, pero son un vector imprescindible para orientar –por entre la arbitrariedad de las fronteras, las limitaciones aritméticas de la economía y las ambiciones de poder– una política común europea sobre los refugiados y los migrantes que no nos avergüence de la memoria de Esquilo y, sobre todo, del dolor próximo de nuestros hermanos. Existen esos valores, aunque se encarnen en otro lugar y estemos tardando demasiado en encontrarlo.