En las lecturas de este domingo apreciamos la experiencia del verdadero hombre de fe, que lejos de ser un resignado, es siempre alguien que grita a su Dios, que lo invoca gritando, ya sea para lamentarse, ya sea para alabarle, agracederle, o implorale:

  • El profeta Jeremías pone en boca de Dios un imperativo a su pueblo: “Gritad de alegría, regozijaos por el mejor de los pueblos”. Se trata del grito de alegría porque el Señor salva y libera a los últimos, los ciegos, los cojos, las mujeres en cita, que se saben protegidos por su misericordia.
  • El pueblo de Isrrael no leía los salmos en silencio, sino que siempre los entonaba, los más mísitcos con la melodia suave de un susurro, pero tanto los que expresan lamentaciones como alabanzas, se entonaban gritando, como el salmo 125 que hemos proclamado: “El Señor ha estado grande con nosotros porque estamos alegres”.
  • Hasta el sacerdote en el altar grita la protección de Dios, para su pueblo, pero también para él, consciente de sus debilidades, como nos dice la Carta a los Hebreos.
  • Y en el evangelio asistimos a una conmovedora escena, en la que el ciego Bartimeo gritaba y gritaba a Jesús: ¡Hijo de David, ten compasión de mí!

Esta frase es el centro de una historia muy hermosa, contada allá por el siglo XIX, en uno de los libros más clásicos de la literatura religiosa oriental, cuya lectura es una delicia: “El peregrino Ruso”. El nombre del autor es desconocido, pero no su experiencia, escrita en primera persona.

  • Se trata de un peregrino (posiblemente hacia Santiago, pero no lo explicita), que en su caminar, leyendo la Biblia, se encuentró con una expresión que le inquietó: “oí este mandamiento del Apóstol: Orad sin cesar”.
  • El peregrino Ruso escuchó, en su peregrinaje, muchos sermones que hablaban de la oración, pero en ninguno encontró respuesta.
  • Un día encontró a un monje ermitaño, un hombre de Dios, que le explicó que no debía extrañarle: Uno explica muy bien por qué hay que orar; el otro trata de los efectos bienhechores de la oración; un tercero, de las condiciones necesarias para orar bien, es decir, del celo, de la atención, del fervor del corazón, de la pureza de la mente, de la humildad, del arrepentimiento que hay que tener para ponerse a orar. Pero qué es la oración y cómo se aprende a orar… muy poco lo tratan los predicadores ya que exigen no un saber escolar, sino un conocimiento místico.
  • El sabio le felicitó por su interés por la oración, recordándole aquello que dice San Isaac el Sirio: Hazte con la madre y tendrás descendencia, queriéndonos dar a entender que primero hay que adquirir la oración para luego poner en práctica todas las virtudes.
  • Luego, le enseño el secreto de la oración continua: La oración de Jesús interior y constante es la invocación continua e ininterrumpida del nombre de Jesús con los labios, el corazón y la inteligencia, en el sentimiento de su presencia, en todo lugar y en todo tiempo, aun durante el sueño. Esa oración se expresa por estas palabras: ¡Hijo de David, ten compasión de mí!
  • Y el peregrino Ruso sigue contándonos su viaje, y como cambió totalmente su vida, al no faltarle nunca de su mente y de sus labios estas palabras del Evangelio, dichas por el ciego Bartimeo: ¡Hijo de David, ten compasión de mí!

Tal vez ninguno de nosotros este llamado a ser, como el peregrino ruso, un caminante errante, ni a hacer de esta oración continua el centro de su espiritualidad, pero estoy seguro de que la experiencia fundamental que se esconde en ella, la de un espíritu contemplativo, es de todos…

  • Basta, como el ciego Bartimeo, o como el Peregrino Ruso, tener un alma humilde, es decir, cerrar los ojos para ver lo importante de la vida:
  • Cerrar los ojos para ver el verdadero camino de la felicidad,
  • Cerrar los ojos para ver la realidad como Dios la ve,
  • Cerrar los ojos para mirar a los hombres, y para mirarnos a nosotros mismos, con la mirada de su misericordia.

Cerrando así los ojos como el ciego Bartimeo, tal vez descubramos que estamos un poco ciegos del alma. Y todos, perdonadme, somos un poco o un mucho ciegos del alma. Dice San Agustín que el Ciego Bartimeo se equivocó en su respuesta a Jesús: No debía haberle dicho “Maestro, que pueda ver”, sino “Maestro, que pueda verte, que pueda verte a ti”, anhelo de todo hombre que quiera encontrar el camino, la verdad, y la vida, la felicidad, la plenitud, la paz, la eternidad….