Lo más sorprendente de la Palabra de Dios de este domingo es que el Evangelio de Marcos evoca una realidad presente que va mucho más allá del milagro que nos narra, el milagro del Éfeta, del “ábrete” dicho por Jesús mientras con los dedos tocaba los oídos y los labios de aquel sordomudo.

  • Porque cuando cada uno de nosotros fuimos bautizados, se nos repitió este mismo gesto de Jesús, y se nos dijo: El Señor Jesús, que hizo oír a los sordos y hablar a los mudos te permita, muy pronto, escuchar su palabra y profesar la fe para gloria y alabanza de Dios Padre”. Aquel sordomudo quedo curado, pero con nosotros el milagro fue mayor, porque sin el don del Espíritu Santo, no podríamos ni entender la Palabra de Dios ni mucho menos dar testimonio de ella ante los hombres.
  • Ya Isaías profetiza que la misma gracia de Dios que hará el milagro de despegar los ojos del ciego y abrir los oídos del sordo, es la que hará brotar aguas en el desierto y convertir el paramo en un estanque.
  • En el salmo 145 hemos dejado que nuestra alma alabe al Señor porque sólo Él abre nuestros ojos para que podamos conmovernos con los oprimidos, los hambrientos, los cautivos, los huérfanos, y los peregrinos como él hace “de edad en edad”.
  • En la carta de Santiago se nos hace aún más evidente la necesidad de este don que Dios sembró en nuestro corazón en el bautismo: el de abrir los ojos, el de mirar como decía San Agustín con la pupila de Dios, y por tanto, el de con esta mirada amar a todos, y no hacer acepción de personas. El ejemplo que nos pone del aseado honorable y del pobre andrajoso tan diferentemente acogidos, es hoy más real que nunca.

Hoy clama al cielo el peligro de mirar a los hombres no con la mirada del amor de Dios, sino con la mirada pagana de la discriminación y la acepción de personas, cerrando nuestros oídos y nuestros labios a su Palabra, abiertos en el bautismo, no dejando que su Palabra sea el criterio de nuestras ideas y de nuestros gestos y palabras, despreciando el don de Dios del amor a todos, y midiendo a nuestros prójimos no por su dignidad sino por su utilidad y provecho para nuestros intereses y seguridades.

El año pasado por estas fechas la Conferencia Episcopal Española nos ha enviado un dramático mensaje de petición “por una mayor generosidad en la acogida y atención a los refugiados y desplazados en Europa”, que no ha perdido ningún vigor y actualidad, en el que se nos advertía de un peligro, se nos pide que nos unamos a una denuncia, y se nos implora una respuesta:

  • Se nos advierte del peligro de una epidemia devastadora. No de un virus que nos pueden contagiar los emigrantes, sino del virus que estamos incubando entre nosotros, en nuestras conciencias anestesiadas: se trata de la epidemia de la indiferencia ante miles y miles de “hombres, mujeres y niños, en no pocos casos familias enteras, que lo han perdido todo” y “sólo les queda la vida, y ésta amenazada”.
  • Se nos pide que nos unamos a su denuncia, ante gobernantes y gobernados, por la falta de “respuestas urgentes, eficaces y generosas” ante lo que muy pocos, como los obispos, describen como las auténticas causas de la emigración: “las abismales desigualdades de renta media per cápita y de esperanza media de vida”, por un lado, y “la violencia y las persecuciones desatadas por fanatismos inhumanos o por otras razones políticas”, por otro.
  • Cuentan los obispos que en varias ocasiones han pedido asilo para grupos concretos de refugiados sirios perseguidos por su fe, y han tenido la callada por respuesta, aunque ofrecían para ellos los centros de acogida de la Iglesia.
  • Por último los obispos imploran de todos nosotros que escuchando y viendo los gritos y las lágrimas de los emigrantes, demos una respuesta grande y generosa ante una situación dramática sin precedentes. Cientos de familias españolas ya le han ofrecido sus hogares.
  • Dios quiera que cuando en la tarde de la vida nos examine en el amor, y nos pregunte si le hemos acogido cuando huía de la miseria o de la persecución, pueda ver que nuestros ojos y nuestros labios no se han cerrado, desde aquel día que nos dijo “Éfeta”, “ábrete”, mira, oye, entiende y testimonia con tu palabra y con tu vida el amor de Dios por todos los hombres.

HOMILÍA DOMINGO XXIII DEL TO CICLO B