EN EL CURSO ANUAL DE CATEQUESIS DEL ARZOBISPADO DE MADRID DE ESTE AÑO TENDRÁ LUGAR UNA PONENCIA SOBRE LOS LIBROS PROFÉTICOS DEL ANTIGUO TESTAMENTO

Segundo Bloque: EL ANTIGUO TESTAMENTO

5.- El clamor de Dios (Los libros proféticos)

Marta García Fernández, profesora de Teología Bíblica en la UP Comillas (16 de enero de 2020)

ABAJO EL RESTO DEL PROGRAMA.

La doctora Marta García Fernández es doctora en Teología por la Pontificia Universidad Gregoriana (Roma 2008)

y Licenciada en Ciencias Bíblicas por el Pontificio Instituto Bíblico (Roma 2004).

En el año 2009 comenzó su docencia en la Facultad de Teología de la Universidad Pontificia de Comillas,

en la que enseña Introducción a la Escritura (en grado) y cursos de teología y espiritual bíblica (en post-grado).

 

SOBRE LOS PROFETAS MAYORES DEL ANTIGUO TESTAMENTO:

ACIPRENSA.- Profeta es una voz griega, y designa al que habla por otro, o sea en lugar de otro; equivale por ende, en cierto sentido, a la voz «intérprete» o «vocero». Pero poco importa el significado de la voz griega; debemos recurrir a las fuentes, a la lengua hebrea misma. En el hebreo se designa al profeta con dos nombres muy significativos: El primero es «nabí» que significa «extático», «inspirado», a saber por Dios. El otro nombre es «roéh» o «choséh» que quiere decir «el vidente», el que ve lo que Dios le muestra en forma de visiones, ensueños, etc., ambos nombres expresan la idea de que el profeta es instrumento de Dios, hombre de Dios que no ha de anunciar su propia palabra sino la que el Espíritu de Dios le sopla e inspira.

Según I Rey. 9, 9, el «vidente» es el precursor de los otros profetas; y efectivamente, en la época de los patriarcas, el proceso profético se desarrolla en forma de «visión» e iluminación interna, mientras que más tarde, ante todo en las «escuelas de profetas» se cultivaba el éxtasis, señal característica de los profetas posteriores que precisamente por eso son llamados «nabí».

Otras denominaciones, pero metafóricas, son: vigía, atalaya, centinela, pastor, siervo de Dios, ángel de Dios (Is. 21, 1; 52, 8; Ez. 3, 17; Jer. 17, 16; IV Rey. 4, 25; 5, 8; Is. 20, 3; Am. 3, 7; Ag. 1, 13).

El concepto de profeta se desprende de esos nombres. El es vidente u hombre inspirado por Dios. De lo cual no se sigue que el predecir las cosas futuras haya sido la única tarea del profeta; ni siquiera la principal. Había profetas que no dejaban vaticinios sobre el porvenir, sino que se ocupaban exclusivamente del tiempo en que les tocaba vivir. Pero todos -y en esto estriba su valor- eran voceros del Altísimo, portadores de un mensaje del Señor, predicadores de penitencia, anunciadores de los secretos de Yahvé, como lo expresa Amós: «El Señor no hace estas cosas sin revelar sus secretos a los profetas siervos suyos» (3, 7). El Espíritu del Señor los arrebataba, irrumpía sobre ellos y los empujaba a predicar aún contra la propia voluntad (Is. cap. 6; Jer. 1, 6). Tomaba a uno que iba detrás del ganado y le decía: «Ve, profetiza a mi pueblo Israel» (Am. 7, 15); sacaba a otro de detrás del arado (III Rey. 19, 19 ss.), o le colocaba sus palabras en la boca y tocaba sus labios (Jer. 1, 9), o le daba sus palabras literalmente a comer (Ez. 3, 3). El mensaje profético no es otra cosa que «Palabra de Yahvé», «oráculo de Yahvé», «carga de Yahvé», un «así dijo el Señor». La Ley divina, las verdades eternas, la revelación de los designios del Señor, la gloria de Dios y de su Reino, la venida del Mesías, la misión del pueblo de Dios entre las naciones, he aquí los temas principales de los profetas de Israel.

En cuanto al modo en que se producían las profecías, hay que notar que la luz profética no residía en el profeta en forma permanente (II Pedro 1, 20 s.), sino a manera de cierta pasión o impresión pasajera (Santo Tomás). Consistía, en general, en una iluminación interna o en visiones, a veces ocasionadas por algún hecho presentado a los sentidos (por ejemplo, en Dan. 5, 25 por palabras escritas en la pared); en la mayoría de los casos, empero, solamente puestas ante la vista espiritual del profeta, por ejemplo, una olla colocada al fuego (Ez. 24, 1 ss.), los huesos secos que se cubren de piel (Ez. 37, 1 ss.); el gancho que sirve para recoger fruta (Am. 8, 1), la vara de almendro (Jer. 1, 11), los dos canastos de higos (Jer. 24, 1 ss.), etc., símbolo todos éstos que manifestaban la voluntad de Dios.

Pero no siempre ilustraba Dios al profeta por medio de actos o símbolos, sino que a menudo le iluminaba directamente por la luz sobrenatural de tal manera que podía conocer por su inteligencia lo que Dios quería decirle (por ejemplo, Is. 7, 14).

A veces el mismo profeta encarnaba una profecía. Así, por ejemplo, Oseas debió por orden de Dios casarse con una mala mujer que representaba a Israel, simbolizando de este modo la infidelidad que el pueblo mostraba para con Dios. Y sus tres hijos llevan nombres que asimismo encierran una profecía: «Jezrael», «No más misericordia», «No mi pueblo» (Os. 1).

El profeta auténtico subraya el sentido de la profecía mediante su manera de vivir, llevando una vida austera, un vestido áspero, un saco de pelo con cinturón de cuero (IV Rey. 1, 8; 4, 38 ss.; Is. 20, 2; Zac. 13, 4; Mt. 3, 4), viviendo solo y aun célibe, como Elías, Eliseo y Jeremías.

No faltaba en Israel la peste de los falsos profetas. El profeta de Dios se distingue del falso por la veracidad y por la fidelidad con que transmite la Palabra del Señor. Aunque tiene que anunciar a veces cosas duras: «cargas»; está lleno del espíritu del Señor, de justicia y de constancia, para decir a Jacob sus maldades y a Israel su pecado (Miq. 3, 8). El falso, al revés, se acomoda al gusto de su auditorio, habla de «paz», es decir, anuncia cosas agradables, y adula a la mayoría, porque esto se paga bien. El profeta auténtico es universal, predica a todos, hasta a los sacerdotes; el falso, en cambio, no se atreve a decir la verdad a los poderosos, es muy nacionalista, por lo cual no profetiza contra su propio pueblo ni lo exhorta al arrepentimiento.

Por eso los verdaderos profetas tenían adversarios que los perseguían y martirizaban (véase lo que el mismo Rey Profeta dice a Dios en el salmo 16, 4); los falsos, al contrario, se veían rodeados de amigos, protegidos por los reyes y obsequiados con enjundiosos regalos. Siempre será así: el que predica los juicios de Dios, puede estar seguro de encontrar resistencia y contradicción, mientras aquel que predica «lo que gusta a los oídos» (II Tim. 4, 3) puede dormir tranquilo; nadie le molesta; es un orador famoso. Tal es lo que está tremendamente anunciado para los últimos tiempos, los nuestros (I Tim. 4, 1 ss.; II Tim. 3, 1 ss.; II Pedr. 3, 3 s.; Judas 18; Mt. 24, 11).

Jesús nos previene amorosamente, como Buen Pastor, para que nos guardemos de tales falsos profetas y falsos pastores, advirtiéndonos que los conoceremos por sus frutos (Mt. 7, 16). Para ello los desenmascara en el almuerzo del fariseo (Lc. 11, 37-54) y en el gran discurso del Templo (Mt. 23), y señala como su característica la hipocresía (Lc. 12, 1), esto es, que se presentarán no como revolucionarios antirreligiosos, sino como «lobos con piel de oveja» (Mt. 7, 15). Su sello será el aplauso con que serán recibidos (Lc. 6, 26), así como la persecución será el sello de los profetas verdaderos (ibid. 22 ss.).

En general los profetas preferían el lenguaje poética. Los vaticinios propiamente dichos son, por regla general, poesía elevadísima, y se puede suponer que, por lo menos algunos profetas los promulgaban cantando para revestirlos de mayor solemnidad. Se nota en ellos la forma característica de la poesía hebrea, la coordinación sintáctica («parallelismus membrorum»), el ritmo, la división en estrofas. Sólo en Jeremías, Ezequiel y Daniel se encuentran considerables trozos de prosa, debido a los temas históricos que tratan. El estilo poético no sólo ha proporcionado a los videntes del Antiguo Testamento la facultad de expresarse en imágenes rebosantes de esplendor y originalidad, sino que también les ha merecido el lugar privilegiado que disfrutan en la literatura mundial.

No es, pues, de extrañar que su interpretación tropiece con oscuridades. Es un hecho histórico que los escribas y doctores de la Sinagoga, a pesar de conocer de memoria casi toda la Escritura, no supieron explicarse las profecías mesiánicas, ni menos aplicarlas a Jesús. Otro hecho, igualmente relatado por los evangelistas, es la ceguedad de los mismos discípulos del Señor ante las profecías. ¡Cuántas veces Jesús tuvo que explicárselas! Lo vemos aún en los discípulos de Emaús, a los cuales dice El, ya resucitado: «¡Oh necios y tardos de corazón para creer todo lo que anunciaron los profetas!» (Lc. 24, 25). «Y empezando por Moisés, y discurriendo por todos los profetas, El les interpretaba en todas las Escrituras los lugares que hablaban de El» (Lc. 24, 27). Y aquí el Evangelista nos agrega que esta lección de exégesis fue tan íntima y ardorosa, que los discípulos sentían abrasarse sus corazones (Lc. 24, 32).

Las oscuridades, propias de las profecías, se aumentan por el gran número de alusiones a personas, lugares, acontecimientos, usos y costumbres desconocidos, y también por la falta de precisión de los tiempos en que han de cumplirse los vaticinios, que Dios quiso dejar en el arcano hasta el tiempo conveniente (véase Jer. 30, 24; Is. 60, 22; Dan. 12, 4).

En lo tocante a las alusiones, el exégeta dispone hoy día, como observa la nueva Encíclica bíblica «Divino Afflante Spiritu», de un conjunto muy vasto de conocimientos recién adquiridos por las investigaciones y excavaciones, respecto del antiguo mundo oriental, de manera que para nosotros no es ya tan difícil comprender el modo de pensar o de expresarse que tenían los profetas de Israel.

Con todo, las profecías están envueltas en el misterio, salvo las que ya se han cumplido; y aun en éstas hay que advertir que a veces abarcan dos o más sentidos. Así, por ejemplo, el vaticinio de Jesucristo en Mt. 24, tiene dos modos de cumplirse, siendo el primero (la destrucción de Jerusalén) la figura del segundo (el fin del siglo). Muchas profecías resultan puros enigmas, si el expositor no se atiene a esta regla hermenéutica que le permite ver en el cumplimiento de una profecía la figura de un suceso futuro.

Sería, como decíamos más arriba, erróneo, considerar a los profetas sólo como portadores de predicciones referentes a lo por venir; fueron en primer lugar misioneros de su propio pueblo. Si Israel guardó su religión y fe y se mantuvo firme en medio de un mundo idólatra, no fue el mérito de la sinagoga oficial, sino de los profetas, que a pesar de las persecuciones que padecieron no desistieron de ser predicadores del Altísimo.

Nosotros que gozamos de la luz del Evangelio, «edificados en Cristo sobre el fundamento de los Apóstoles y los Profetas» (Ef. 2, 20), no hemos de menospreciar a los voceros de Dios en el Antiguo Testamento, ya que muchas profecías han de cumplirse aún, y sobre todo porque S. Pablo nos dice expresamente: «No queráis despreciar las profecías (I Tes. 5, 20). En la primera Carta a los Corintios, da a la profecía un lugar privilegiado, diciendo: «Codiciad los dones espirituales, mayormente el de la profecía» (I Cor. 14, 1); pues «el que hace oficio de profeta, habla con los hombres para edificarlos y para consolarlos» (I Cor. 14, 3).

IV CURSO ANUAL DE CATEQUESIS (2019-2020)

LA PALABRA DE DIOS EN UNA CATEQUESIS MISIONERA

El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán (Mt. 24,35)

La catequesis extraerá siempre su contenido de la fuente viva de la Palabra de Dios, transmitida mediante la Tradición y la Escritura, dado que la Sagrada Tradición y la Sagrada Escritura constituyen el único depósito sagrado de la Palabra de Dios confiado a la Iglesia. JUAN PABLO II. Catechesi Tradendae, nº 27.

“El estudio de las Sagradas Escrituras debe ser una puerta abierta a todos los creyentes. Es fundamental que la Palabra revelada fecunde radicalmente la catequesis y todos los esfuerzos por transmitir la fe. La evangelización requiere la familiaridad con la Palabra de Dios y esto exige a las diócesis, parroquias y a todas las agrupaciones católicas, proponer un estudio serio y perseverante de la Biblia, así como promover su lectura orante personal y comunitaria. Nosotros no buscamos a tientas ni necesitamos esperar que Dios nos dirija la palabra, porque realmente “Dios ha hablado, ya no es el gran desconocido sino que se ha mostrado”. Acojamos el sublime tesoro de la Palabra revelada”. FRANCISCO. Evangelii Gaudium, nº 175.

PROGRAMA:

Ponencia Inaugural:

1.- La Palabra de Dios en una Iglesia misionera

Monseñor Jesús Vidal, obispo auxiliar de Madrid (7 noviembre 2019)

Primer Bloque: PALABRA DE DIOS: SAGRADA ESCRITURA Y TRADICIÓN

2.- La divina revelación

Luis Sánchez Navarro, coordinador del Bienio de Teología Bíblica de la UESD (jueves 14 noviembre 2019)

3.- Lectura católica y ecuménica de la Biblia

Carmen Márquez Beunza, profesora de teología la Universidad Pontifica de Comillas (jueves 21 noviembre 2019)

Segundo Bloque: EL ANTIGUO TESTAMENTO

4.- Los orígenes (El Pentateuco y los libros históricos)

Dr. Agustín Giménez González, profesor de teología Bíblica de la USED (9 de enero de 2020)

5.- El clamor de Dios (Los libros proféticos)

Marta García Fernández, profesora de Teología Bíblica en la UP Comillas (16 de enero de 2020)

6.- Creación y ciencia

José Antúnez Cid. Profesor en la Facultad de Filosofía de la Universidad Eclesiástica San Dámaso.  (23 de enero de 2020)

7.- La oración del Pueblo elegido (los salmos)

Francisco Pérez Sánchez. Licenciado en Teología Bíblica. Coordinador de Catequesis de la Vicaría VI. Párroco de Ascensión del Señor (30 de enero de 2020)

8.- La sabiduría de Dios (Los libros sapienciales)

Hermes Moreno. Profesor del Instituto de Teología Lumen Gentium de Granada (6 de Febrero de 2020)

Tercer Bloque: EL NUEVO TESTAMENTO

9.- “Más yo os digo” (Del Antiguo al Nuevo Testamento)

Ianire Angulo, profesora de teología bíblica en el Instituto de Teología de Vida Religiosa (13 de febrero de 2020)

10.- La Buena Noticia (Los evangelios sinópticos)

Andrés García Serrano, profesor de la USED (20 de febrero 2020)

11.- La Palabra se hizo carne (El Evangelio de Juan, sus cartas, y el Apocalipsis)

Carmen Picó, Licenciada en Teología y doctoranda por la Universidad Pontificia Comillas (27 de febrero de 2020)

12.- El tiempo de la Iglesia (Corpus Paulino, Hechos de los Apóstoles y Carta a los Hebreos).

Pedro Ignacio Fraile Yécora. Doctor en Teología Bíblica. Director del Centro de Estudios Teológicos de Aragón. (12 de marzo de 2020)

 Cuarto Bloque: PALABRA DE DIOS Y CATEQUESIS

13.- La Palabra de Dios y el método catequético «Godly play».

José Andrés Sánchez.  Hermano de La Salle. Profesor del Instituto Superior de Ciencias Religiosas y Catequéticas San Pío X y del Área de Ciencias de la Religión del Centro Universitario La Salle (26 de marzo de 2020).

14.- La Palabra de Dios en la pastoral (la apuesta por la lecttio divina)

Lorenzo de Santos, profesor del Instituto Superior de Pastoral de la Universidad Pontifica de Salamanca (2 de abril de 2020)

15.- La liturgia de la Palabra en el Año Litúrgico

Daniel Escobar, delegado episcopal de liturgia y profesor en la UESD (23 de abril de 2020)

16.- La primacía de la Palabra en una catequesis litúrgica para niños y jóvenes

Manuel María Bru Alonso. Delegado Episcopal de Catequesis y profesor en la UESD (30 de abril de  2020)

17.- Ponencia de clausura: La Palabra de Dios en una catequesis con corazón

Cardenal Carlos Osoro. Arzobispo de Madrid (7 de mayo de 2020)

La Palabra de Dios debería de ser para  los discípulos de Cristo como el vestido o el calzado que nos ponemos cada mañana: no deberíamos salir de casa ningún día sin revestirnos de la Palabra. la tienes en tu mente, en tu corazón, en tus labios y en tus manos: La Palabra la tienes en la mente, si a base de leerla y meditarla, la has hecho mente de Cristo en tu mente, pues del mismo modo como el cuerpo de Cristo está entero en cada forma que comulgamos, toda la Palabra de Dios, que es Cristo mismo, está en cada Palabra de la Escritura, está Cristo, que ilumina, que impulsa, que acierta. La Palabra la tienes en tu corazón, si la gustas y re-gustas, si la llegas a amar con locura… si la abrazas porque sabes que ella es para ti, de verdad, “palabra de Dios”. Y la Palabra la tienes en tus labios y en tus manos: para dar testimonio de ella con tu propia palabra pero, sobre todo, con los actos cotidianos. Porque la Palabra no es totalmente Palabra de Dios sin hacerse vida, para que como el rocío que empapa la tierra o el sol que la cubre, de fruto. MANUEL MARÍA BRU. Predicación y vida. CCS. Madrid, 2018, pp.72-73.