En muchas familias cristianas, en muchos grupos de catequesis con niños, se práctica un juego que, si bien esta pensado para los niños, igualmente viene bien para los mayores. Se trata del dado del amor. Es muy sencillo: se trata de un dado grande de goma en el que en cada uno de sus seis caras aparece una brevísima frase, con un pequeño dibujo. Cada una de esas frases expresa cuál una de las seis características que alguien, tomándolas de los Evangelios, vio claramente que componían el arte de amar cristiano. Son las siguientes:

1. Ser el primero en amar. “Primerear” como dice el Papa Francisco. Como hace Dios con nosotros, no esperar a que el otro (el esposo, la esposa, el hijo, el padre, el amigo, el compañero, el desconocido, el pobre, el enemigo…), de el primer paso, sino darlo nosotros.
2. Amar a todos. Precisamente, por lo que antes decíamos, porque Dios ama a todos. A diferencia de nosotros, Dios no clasifica, no encasilla, no jerarquiza, y no excluye. Dios ama todos infinitamente, inmensamente. Las cuantías finitas son comparables, las infinitas no son comparables, son igualmente infinitas.
3. Hacerse uno. Precisamente porque el amor es real y concreto. Podemos creer que amamos a los demás, que les servimos y les hacemos bien, desde nuestros criterios y categorías, pudiendo caer en el paternalismo. No. El verdadero amor es humilde. Hace callar el pensamiento y la palabra de uno para poder escuchar y acoger al otro. Amamos cuando vivimos el otro, y nos ponemos en la piel del otro.
4. Ver a Jesús en el otro. No para sustituir la dignidad del hermano por una fantasía espiritualista, sino porque de verdad Jesús se pone en el lugar del otro para que cuando le sirvamos también a él lo sirvamos. Saber esto nos deja desarmados ante cualquier escusa para no amar. El verdadero amor no es un sencillo entusiasmo, dice el Papa. Es el que exige las obras de misericordia del capítulo 25 de san Mateo. En lo que él llama el “protocolo del juicio”: Estaba hambriento y me disteis de comer, estuve desnudo y me vestisteis, etc. (Mt. 25, 31-46).
5. Amar al enemigo. Que es la prueba máxima de la misericordia. Sólo alcanzamos el amor de Dios cuando somos capaces de amar al enemigo. Y si, como nos decía san Juan de la Cruz, “al final de la vida, nos examinarán en el amor”, esta es la “matricula de honor” en el examen del amor. Pero aún así, hay que vivirlo para aprobar el examen de la vida.
6. Y amarse recíprocamente. El amor cristiano es sólo pleno cuando, como dice san Pablo, “se consuma en la unidad”. Jesús nos propone de hecho en el Evangelio tres grados en el amor:
• amar al prójimo como a nosotros mismos (medida bien alta): “Ama al próximo como a ti mismo” (Mt. 32,29);
• amar a los demás como él nos ha amado (dispuestos a dar la vida): “Que, como yo os he amado, así os améis también vosotros los unos a los otros” (Jn. 13,34).
• y amarnos recíprocamente, para lo que es necesario la conjugación de más de una voluntad. Es el verdadero amor de las familias, de las comunidades cristianas: “En esto conocerán todos que sois discípulos míos: si os tenéis amor los unos a los otros” (Jn. 13,35).
• Es el deseo máximo de Jesús en su oración sacerdotal en el Huerto de los Olivos: “Que todos sean uno como tu y yo somos uno” (Jn. 17, 21). Y es el amor que por si mismo trae la presencia de Cristo, porque “donde dos o tres estén unidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos” (Mt. 18,20). Por eso decimos que donde hay amor, ahí esta Dios.

Algunos pensaran que esto, por lo del dado que os decía al principio, es cosa de niños. O que en realidad es muy ingenuo. ¡Con la que está cayendo en el mundo! Pero no lo es. Si, es cosa de niños, de niños evangélicos: “Si no os hacéis como niños no entraréis en el Reino de Dios” (Mt. 18, 3). Pero sólo viviendo este ingenuo amor evangélico podemos cambiar este mundo.

Permitidme para explicar esto que me extienda brevemente en una ulterior reflexión: Si lo pensamos un poco, todo lo bueno que tenemos en nuestra cultura proviene de esta insensata “revolución del amor” cristiano, como la llamaba San Juan Pablo II que, aunque no nos lo creamos, comenzó hace dos mi años:

• Si gozamos de una sociedad civil en la que hay tantos voluntarios, tantas obras buenas de solidaridad, es gracias a dos milenios de crecimiento de la semilla del “ser el primero”, es decir, de no esperar a que los otros, los que sustentan el poder y la responsabilidad social (hoy los gobiernos o los organismos internacionales) resuelvan, como deben hacerlo, los grandes desordenes e injusticias de la humanidad.
• Si gozamos de una cierta igualdad ante la ley, o de una cobertura sanitaria, es gracias a dos milenios de crecimiento de la semilla del “amor a todos”.
• Si gozamos del testimonio de infinidad de cristianos que literalmente dan su vida por los demás, hasta el final, es gracias a dos milenios de crecimiento de la semilla del “ver a Jesús en el otro”, y “amar como él nos ha amado”…
• Si gozamos de un modo de entender el matrimonio y la familia, la lealtad entre los amigos, la confianza en el trabajo en común, es gracias a dos milenios de crecimiento de la semilla del amor mutuo, del “amaos los unos a los otros como yo os he amado”…
• Si aunque sea la prueba más dura, la más difícil, al menos el ideal del perdón cristiano es no sólo vivido por unos pocos, sino, aunque por muchos discutido y rechazado, culturalmente respetado y en gran medida reconocido como la cima de la virtud humana. Pues bien, también esto es gracias a dos mil años contracorriente con la gran mayoría de los códigos de conducta y con todas las ideologías de sembrar el “amor al enemigo” evangélico para romper el círculo vicioso de la venganza.
• Y si queremos que hasta lo más horrible que nos pasa o que nos pueda pasar, cuando la semilla del mal anida en el corazón de los hombres, y vemos como desde el desprecio a la vida humana de los más indefensos hasta el terrorismo más cruel que nos aflige, esta a la vuelta de la esquina, es que aún nos queda mucho por seguir sembrando este arte del amor cristiano.

Con dado o sin dado, esto del amor evangélico, no es sino un tren, lento y pesado, pero indestructible e imparable, que recorre el camino de la historia. Y tu y yo tenemos la posibilidad de subirnos a ese tren, o perdernos la parte que nos toca en tan maravillosa travesía.

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