El amor de Dios (Domingo 4 de noviembre de 2018, XXXI del Tiempo Ordinario, ciclo B)

Lo que une a los dos mandamientos que resumen los diez que recibió Moisés, no es principalmente la imposibilidad de separarlos en la vida real: imposible amar a Dios sin amar a los hombres e imposible amar a los hombres sin amar a Dios. Lo principal que une estos dos mandamientos, y que está en el fundamento de la imposibilidad práctica de separarlos, es que se trata de un mismo amor, que no es el amor de los hombres, sino que es el amor de Dios. Es el amor de Dios el que Jesús nos trae de los cielos a la tierra, es ese amor infinito el que nos comunica para que, con él, podamos amarle a él y amar a los hombres.

Jesús ha venido a traer a los hombres el amor de Dios.  Ese amor que canta San Pablo en su primera carta a los Corintios y que ha quedado consagrado como el “himno a la caridad” de los cristianos. Aquel amor que es servicial, que es comprensivo, que no es engreído, ni maleducado, ni irritable, ni rencoroso, sino que disculpa, confía, espera, y aguanta sin límites.

¿Qué sabemos de este amor?

Si es verdad que tenemos que amar a todos los hombres, es también verdad que este amor debe comenzar por aquellos que habitualmente viven con nosotros para extenderse después a toda la humanidad: Son nuestros prójimos (o próximos), nuestros familiares, nuestros compañeros de trabajo, nuestros vecinos, nuestros amigos, nuestros parroquianos. En un mundo como el nuestro, en el cual rige la ley del más fuerte, del más astuto, y donde a veces todo parece paralizado por el materialismo y el egoísmo, nuestra respuesta es el amor al prójimo. Es esta la medicina que lo puede sanar.

Cuando vivamos el mandamiento del amor, de hecho, no solo nuestra vida será tonificada, sino que todo a nuestro alrededor lo precibe; es como una ola de calor divino, que se irradia y propaga, entrando en las relaciones entre personas y entre grupos van transformando poco a poco la sociedad. Estamos llamados a inundar de amor desinteresado los ambientes en los que nos movemos. Como nos propone el Papa Francisco, nuestras familias y nuestras comunidades están llamadas a ser “islas de misericordia” y de entrega en medio de un mundo en el que rige la sospecha y la desconfianza.

Un periodista amigo mío quiso hacer un reportaje sobre una casa de acogida que tenían unas religiosas a niñas que habían pasado por el drama de la prostitución infantil.  Cuando fueron a entrevistarlas, habiendo concertado previamente la entrevista, se encontraron con que la superiora les recibió con cierta prevención, porque previamente otros periodistas habían estado y sólo buscaban las fotos de las niñas y el morbo de sus historias. En cambio, mi amigo, orientó su entrevista de un modo muy distinto: ¿Y cómo hacen ustedes para sostenerse en una atención tan difícil? ¿Y qué podemos hacer desde la sociedad civil para impedir esta lacra, y para apoyarlas a ustedes? Etc…  La religiosa entonces comprendió que estaba en casa, que hablaban su lenguaje, el del amor cristiano, y le abrió de par en par la casa, y le confió en profundidad la experiencia evangélica que vivían. El resultado, como todo lo que esta transido por el amor cristiano, es sin duda lo mejor: el mejor reportaje publicado sobre esta experiencia que movió a muchos a ayudar a estas religiosas en su labor, y por tanto, a todas esas niñas rescatadas de la más ruin esclavitud.