DOMINGO III DE CUARESMA: EL AGUA DE LA VIDA

Éxodo 17,3-7; Romanos 5,1-2.5-8; Juan 4,5-42

HABLA LA PALABRA: Un mismo agua

“Señor, dame esa agua: así no tendré más sed”. La oración de la Samaritana, que nos regala la liturgia de la Palabra de este tercer domingo de cuaresma, es la oración más pura, porque nace del reconocimiento de nuestra sed vital. Todos, de alguno modo, estamos “deshidratados” de auténtica vida, pero como no lo queremos reconocer no suplicamos el “agua de la vida”, el agua bautismal de vida eterna, que empieza aquí. Sólo el que se sabe sediento de esta agua se sabe a si mismo pobre y necesitado de Dios. Anhelamos lo que no somos capaces de alcanzar, el amor verdadero.

  • Vivimos para amar y ser amados, pero nuestra mente, nuestro corazón, nuestro devenir diario, nos dicen que están insatisfechos: que nunca amamos ni somos amados en la medida que deseamos.
  • Es la sed del alma, creada a imagen semejanza de un amor sin limites, creada a imagen y semejanza de Dios, el único capaz de saciar esa sed.
  • Es el mismo agua que Dios dio a través del callado de Moisés al Pueblo de Israel cuando flaqueaba su fe, como hemos escuchado del libro de Éxodo y hemos festejado con el salmo 94: “Venid, aclamemos al Señor”.
  • Es el mismo agua que Pablo llama “esperanza que no defrauda” y que no es otra cosa que el amor de Dios que “ha sido derramado en nuestros corazones con el Espíritu Santo que se nos ha dado”.
  • En el diálogo con la Samaritana, como con Nicodemo, o con Mateo, Jesús nos hace la “revelación existencial de Dios”, única e irrepetible para cada uno de nosotros.

HABLA EL CORAZÓN: Dios te ama inmensamente

Hay, si lo pensamos bien, tres revelaciones comunes en estos incontables diálogos, que nacen de la provocación de Jesús: “Si conocieras el don de Dios…”:

  • En primer lugar, que Dios es Padre, un padre que se desvive por ti, que está pendiente de ti, que sólo busca tu bien, que te ama infinitamente, con quien puedes siempre dialogar, ininterrumpidamente, a quien confiarle todo, absolutamente todo, seguro de que jamás apartará su mirada. Jamás dejará de escucharte, jamás se enfadará contigo, aunque posiblemente llore y sufra mucho por ti, y jamás, jamás dejará de respetar tu libertad. Es el agua de la amistad con el Dios “que primeriza”, que toma la iniciativa: “Mujer: dame de beber”.
  • En segundo lugar, que Dios te lo explica todo: si Dios es amor, nada puede escapar de su mirada de amor: acontecimientos, personas, situaciones, de mi propia historia, de toda la historia… todo tiene sentido. Puedo ir desentrañándolo. Su amor lo envuelve todo, lo sostiene todo, lo relaciona todo, y la historia, la tuya, la mía, la de toda la humanidad, es historia de salvación. Entonces ves que tu vida no es un tapiz desdibujado, sino una obra de arte que Dios hace contigo, y que tras esta parte del tapiz, se esconde el tapiz verdadero. Es el agua de la confianza en Dios: “Señor, dame de esa agua, así no tendré más sed”.
  • En tercer lugar, que Dios lo salva todo: si nada escapa de su amor, tampoco nuestras limitaciones. Esta es la radical novedad de la misericordia de Dios. Se recobra, además de la unidad interior, la paz interior. Porque te das cuenta de que ni tu ni los demás podéis exigirte ser perfectos. Sólo El, que es perfecto, puede darte el don de parecerte a El. Te volverá a perdonar siempre, a cuidar siempre, a enseñar siempre. Es el agua del verdadero culto, el de pedir la misericordia de Dios: “Créeme Mujer (…) se acerca la hora, ya está aquí, en que los que quieran dar culto verdadero adoraran al Padre en espíritu y en verdad”.

HABLA LA VIDA: Tarde te amé

San Agustín nació en Tagaste, en el norte de África, en el año 354. Era hijo de Patricio y de Mónica, venerada como santa, que lo educó en la fe cristiana. Como les sucede también hoy a muchos jóvenes, recibió una buena educación, pero se alejó cada vez más de la fe, aunque siempre estuvo fascinado por la figura de Jesucristo. En Milán Agustín se acostumbró a escuchar las predicaciones de san Ambrosio, obispo de la ciudad. Sus palabras fueron tocando cada vez más su corazón y decidió leer de nuevo la Biblia, sobre todo las cartas de san Pablo. Su conversión a la fe cristiana, en el año 386, llegó tras un largo camino interior. Dios no estaba tan lejos como parecía. Agustín comprendió que Dios, por la Encarnación, se había hecho cercano a todos los hombres:

“¡Tarde te amé, hermosura tan antigua y tan nueva, tarde te amé! Y ves que tú estabas dentro de mí y yo fuera, y por fuera te buscaba; y deforme como era, me lanzaba sobre estas cosas hermosas que tú creaste. Tú estabas conmigo mas yo no lo estaba contigo. Me retenían lejos de ti aquellas cosas que, si no estuviesen en ti, no serían. Llamaste y clamaste, y rompiste mi sordera; brillaste y resplandeciste, y fugaste mi ceguera; exhalaste tu perfume y respiré, y suspiro por ti; gusté de ti, y siento hambre y sed; me tocaste, y me abrasé en tu paz”.