La triste imagen de un niño sirio de once años que junto a su padre recibe una zancadilla en Hungría, y más aún la dramática imagen del también niño sirio de dos años ahogado en las playas de Turquía, conmocionaron hace dos años al mundo entero.

  • Es verdad que una imagen dice más que mil palabras, pero también es verdad que, gracias a Dios, los niños más que los adultos expresan el gran valor de la dignidad humana manifestado en su evidente fragilidad, en su elocuente inocencia, en su espontánea confianza, y en definitiva en su necesidad de amparo y protección, es decir, de amor.
  • Por eso Dios se esconde en el semblante de los niños, para mendigar nuestro amor: “El que acoge a un niño como a este me acoge a mí; y el que me acoge a mí no me acoge a mí, sino al que me ha enviado”.

El abandono de los niños nos descubre los misterios del mal:

  • El libro de la sabiduría nos explica que cuanto más frágil sea al agredido, con más seña le agrede el violento: “lo someteremos a la afrenta y la tortura, para comprobar su moderación y apreciar su paciencia”.
  • El salmo 53 nos presenta al impiedad del malvado, que no teme a Dios: “Porque unos insolentes se alzan contra ti y hombres violentos me persiguen a muerte sin tener presente a Dios”.
  • El apóstol Santiago añade la inconsistencia del orgullo del malvado: “codiciáis y no tenéis, matáis, ardéis en envidia y no alcanzáis nada”.
  • Dentro de cada uno de nosotros hay un viejo cascarrabias pero también un cándido niño. En el Evangelio de hoy vemos “el hombre viejo” de los discípulos que discuten quien entre ellos será el más poderoso. Jesús despierta en ellos el “hombre nuevo”: “Quien quiera ser el primero que sea el último de todos, y el servidor de todos. Y acercando a un niño lo puso en medio de ellos…

Dejar que los niños se acerquen a Dios significa muchas cosas:

  • Significa poner freno a la maliciosa e insensata consideración de alejar a los niños de la experiencia de Dios, reducida en nuestra cultura dominante a un cuestión intelectual reservada para los adultos.
  • Pero significa también reconocer que sólo si recuperamos al niño que hay en nosotros podemos volver nuestra mirada a Dios Padre que nos quiere como hijitos. Y Jesús así nos lo dijo: “Si no os hacéis como niños no entraréis en el Reino de Dios” y esto supone recuperar nuestra pobreza ontológica, nuestra confianza de hijos.

Para ser como niños, hay que aprender de los niños.

  • El niño se abandonan completamente en su padre, sabiéndose en sus brazos, y no preocupándose de nada, pues todo sucede para su bien: “todo contribuye al bien de los que aman a Dios”, dice San Pablo.
  • El niño imita a su padre, quiere ser como él. ¿Y que niño viendo como su Padre es bueno con todo el mundo, no quiere amar como él?: “Quien no ama no conoce a Dios, porque Dios es amor”.
  • El niño no vive sólo en lo externo, sino en su fantasía interior. Ser niño evangélico supone vivir en el sobrenatural, con los pies en la tierra, pero la mirada en el cielo, en el juego de los designios de Dios. Por eso de los niños nos dice Jesús “Os digo que sus ángeles en el cielo contemplan sin cesar el rostro de mi Padre celestial”.
  • El niño vive el momento presente con intensidad, lo saborea, lo disfruta, porque es siempre algo nuevo que se le ofrece. Y vive despreocupado por el vestido, o por el alimento, o por el mañana: “Mirad las aves del cielo, que no siembran, ni siegan… y vuestro padre celestial las alimenta ¿No valéis para él vosotros mucho más?”.
  • El niño siempre espera algo: un regalo, un gesto, una mirada, y por eso siempre pide. Ya nos dice Jesús: “Y si vosotros que sois malos, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, cuanto más vuestro Padre, que esta en los cielos dará cosas buenas a los que se las pidan”.

 Quedémonos con estos dos rostros: el de todos los niños, en el que Dios se esconde para mendigar nuestra capacidad de cuidarnos los unos a los otros, y el del niño que llevamos dentro, para volver a sentir la confianza en Dios. Muchos turistas entran en las iglesias para contemplar su arte, refugiarse del frío o del calor, o descansar un poco en los bancos. Un día uno me dijo: “Tengo la sensación como de volver a casa, a una casa en la que nunca he estado. No se porque, pero aquí se esta bien”. Y yo le dije: “Es la nostalgia de Dios, porque aquí te sientes querido”.

HOMILÍA DEL DOMINGO XXV DEL TIEMPO ORDINARIO